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jueves, 4 de diciembre de 2014

Reflexiones en torno a la pintura: La familia de Juan Carlos I de Antonio López

20 años después de haber encargado Patrimonio Nacional al pintor Antonio López un retrato sobre la familia real española, el artista manchego ha estampado finalmente su firma en una obra que ya puede ser contemplada por todos. El tiempo de ejecución, desde luego, es lo de menos. En el arte lo que importa es el resultado.

Sin haber visto en vivo la obra —pero con la intención de hacer muy pronto un viaje relámpago a la capital española— he querido escribir las impresiones que me ha sugerido este Retrato de la familia de Juan Carlos I. Diré antes un par de cosas: No me gusta el arte de Antonio López. Seguramente el 90 % de sus esculturas y cuadros no me agradan. Y ya no es que no me guste la mayor parte de su creación artística, es que ésta me parece horrible. Más aún, impropia de un artista con sus cualidades y destrezas. Pero no es momento ahora de dirigir la carga de mi crítica contra el arte modernista, pues lo segundo que quiero decir es que este lienzo de grandes dimensiones, de digestión concienzuda y ejecución impecable, es de elevadísimo nivel, de una calidad extraordinaria.


Lo primero que llama la atención de este histórico retrato es el naturalismo de los personajes, retratados de cuerpo entero, más jóvenes que en el momento presente y perfectamente caracterizados, incluso yo diría que bellamente tratados (lo que a mi modo de ver honra al autor).

Los mismos se recortan contra un fondo neutro, de tono ceniza o marfil, que en realidad nos insinúa el interior de un espacio sin precisar pero que por los reflejos y sombras que proyectan contra la pared algunas ventanas, se supone un palacio. En cualquier caso, sobre el fondo neutro que ha pensado Antonio López para su obra maestra, las figuras cobran un protagonismo inusitado.


La disposición de éstas, por su parte, es de un equilibrio admirable. De cuerpo entero, como se ha dicho, y de pie, los miembros de la antigua familia real española posan uno al lado del otro con el rey Juan Carlos en el centro, con sus hijas Elena y Cristina a la izquierda de la composición y la reina Sofía y el entonces príncipe Felipe (hoy rey Felipe VI), a la derecha. Pero bien mirado, el centro de la escena parece ocuparlo la reina. O si se quiere sacar el metro, en el centro no están ni el rey ni la reina y por tanto están los dos al mismo tiempo. No en vano, ellos son los progenitores. Sin embargo, Sofía cobra en la pintura una especial relevancia, y no solo espacial. ¿Insinúa el artista que ella ha sido quien ha llevado el peso de la Corona, o que el peso se ha repartido entre ambos? Es posible; aunque resulta muy aventurado afirmarlo. Tal vez sea más seguro pensar que ella ha sido el eje, la piedra angular, de la familia de Juan Carlos I. Además, ¿por qué sonríe tan ufana y satisfecha? La razón es el príncipe.

El príncipe Felipe de la imagen es el futuro, el heredero, y obra suya especialmente. De hecho el príncipe aquí llena un espacio singular de la composición, un espacio que comparte en parte con su madre, a pesar de estar separado de ella y del resto de miembros de la familia. Pues él y la reina forman parte del lado derecho del lienzo, una zona subrayada por el pilar o machón que no surge de la nada gratuitamente en el fondo de la pintura. Pero es que además el príncipe Felipe del Retrato de Antonio López ha sido concebido con unas dimensiones exageradamente grandes, discretamente separado, y un pasito por delante de las demás figuras. Es lógico. A él corresponde la corona que a la sazón ostenta su padre. Él es el ojito derecho de su madre, y en quien la familia real ha depositado sus esperanzas. El rey Juan Carlos, en cambio, se encuentra ligeramente retrasado.


El monarca se encuentra espacialmente a la izquierda, junto a sus hijas, aunque haciendo de bisagra con respecto a su mujer y su hijo. Un pasito por detrás, y tratando de abarcar al grupo con sus brazos, da la impresión de poner por delante de él a su familia, e insinuar que él se quedará rezagado, que será relegado por su tercer vástago, el varón, el cual sonríe tímida y discretamente con la confianza que le confiere su posición. Esta distribución de los pies recuerda, inevitablemente, al retrato familiar de Carlos IV que pintara el genial Goya. 

De las infantas cabe destacar, además del verismo con el que han sido retratadas, la expresión de Elena, la hija mayor del matrimonio real. Elena de Borbón, que está espléndida en el cuadro, es la única que muestra un leve disgusto, un mohín casi imperceptible, posando ante el espectador con la cabeza ligeramente ladeada, y quedando en sombra la mitad de su cara. Tal vez la mueca que nos sugiere el pintor es el disgusto de la infanta al no ser ella la principal heredera de la Corona de España debido a unas leyes anticuadas que priman al varón sobre la mujer en el derecho sucesorio. Desde luego, parece subrayar esta idea la mano del rey, en el hombro de su hija, como un gesto de consuelo o disculpa.


El equilibro como decía más arriba es perfecto, y eso se aprecia fundamentalmente en la disposición de los colores. Nunca me ha gustado la luz pálida de los cuadros de Antonio López; sus tonos crema, marfil, dorados... pero en este caso casan perfectamente con la dignidad que se le exige a un retrato real. La disposición de los colores se podría sintetizar, de izquierda a derecha, de la siguiente manera: Blanco, negro, blanco, negro. O más exactamente, doble blanco (doña Cristina y doña Elena), negro (don Juan Carlos), blanco (doña Sofía) y doble negro (don Felipe, que ocupa más espacio que su padre). De esta manera la composición queda equilibrada, no solo a partir de la disposición de las figuras, sino también por los colores con los que han sido concebidas las mismas.


En realidad, un examen detallado de la pintura de Antonio López revela infinidad de detalles. Qué visten los protagonistas de la escena, por ejemplo, denota en buena medida la personalidad de los mismos, o si prefieren, su imagen pública. Los complementos, los ademanes, etc. El punto de vista, ligeramente bajo, o la distancia exacta de los personajes, ni demasiado cercanos al espectador, ni excesivamente distanciados, con un espacio de moqueta delante de ellos que hay que superar hasta encontrarlos.

Finalmente, concluyo pensando que la impresión general de este cuadro es de satisfacción plena, de estar ante una obra maestra, ante una pintura de gran clasicismo y modernidad, ante un lienzo importante. El Retrato de la familia de Juan Carlos I es en mi opinión una gran obra, una magnífica pintura que se valorará sobre todo con el tiempo, como hacemos hoy con el Retrato de la familia de Carlos IV de Goya, si es que el tiempo antes no dice basta. Sirva de contraste el monstruoso resultado del retrato de la familia real danesa para apreciar las innegables virtudes de este cuadro de Antonio López. El gusto, como la cultura, se cultiva, pero a veces un simple vistazo es suficiente para apreciar el valor de una creación artística.








*(Nota) Este comentario ha sido realizado a partir del examen visual de fotografías de la pintura publicadas en los medios y no de una observación en vivo de la misma. Las imágenes con las que he ilustrado este comentario serán sustituidas por otras mejores, cuando disponga de mejores imágenes o de fotografías personales.

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