Por eso es legítimo escribir poesía en un mundo que se desangra de
dolor y de tristeza, un mundo que no encuentra sentido y se lamenta porque se
sabe vacío. A pesar de lo que creyera el filósofo alemán Theodor Adorno, según
el cual después de Auschwitz escribir poesía resultaría un acto de barbarie. ¿Y
no será justo lo contrario? A juicio de Goethe, bárbaro es el hombre sordo a la
poesía. Y es que abandonando el hombre toda esperanza en la belleza, y haciendo
todo lo posible por taponar la grieta por la que se le derrama esa nostalgia
indefinida, la poesía seguiría latiendo en la naturaleza. Para el místico
Tagore la poesía era el eco de la melodía del universo en el corazón de los
humanos. De ahí que antes que él, Gustavo Adolfo Bécquer advirtiera que podría
darse el caso de no haber poetas, pero no de no haber poesía. Incluso en
tiempos de hambre, como observó felizmente el gran Cervantes.
La poesía, además, es una forma de mirar la realidad y el misterio que entraña cuanto hay en ella. Es, antes de nada, inspirada de alguna manera. Paul Valéry afirmaba que los dioses facilitan el primer verso, los demás los hace el poeta. Para Robert Frost un poema comienza en deleite y termina en sabiduría; tal vez porque, en palabras de León Daudet, los poetas son hombres que han conservado sus ojos de niño. Unos ojos capaces, por lo visto, de penetrar con mejor fortuna en lo invisible, en la esencia de las cosas y los destinos. De tal manera que el poeta no es un filósofo, sino, como comprendió Juan Ramón Jiménez, un clarividente. Un ser que aprovecha su herida innata, por la que se vierten ríos de nostalgia, para indagar los mayores secretos. A decir de Lorca, poesía es la unión mística de dos palabras que uno nunca supuso que pudieran juntarse, y que forman algo así como un misterio.
Este nuevo trabajo que presento consiste, así pues, en casi medio centenar de composiciones, inspiradas en su mayor parte por recuerdos avivados por la nostalgia de ciertas cosas, de ciertos lugares y de ciertas personas.
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