Páginas

martes, 19 de mayo de 2015

Soy Leyenda de Richard Matheson

En el sustrato del fenómeno zombi, como agente inspirador de la actual moda de los muertos vivientes, se encuentra el novedoso enfoque que Richard Matheson (1926-2013) propuso en su día sobre los míticos vampiros. Soy leyenda es considerado hoy por algunos un clásico del género de terror, que ha sido adaptado al cine hasta en tres ocasiones, con resultados dispares y no demasiado fieles al original literario, y que plantea una cuestión mucho más profunda que el atractivo superficial que tienen en estas historias sus monstruos particulares, ya sean zombis o vampiros. Con esta obra, sin alardes y con un estilo poco atrayente, Matheson construyó no obstante una ficción opresiva donde las inquietudes profundas del hombre (la muerte, el sentido de la vida, la soledad) son la verdadera sustancia de una novela que aprovecha la amenaza del vampiro para sacar a flote con más intensidad los terrores y angustias humanos. 

Soy leyenda cuenta la historia de supervivencia de un hombre, Robert Neville, en un mundo en el que «la muerte y el infierno nos devuelven sus cadáveres». El espacio de la novela por tanto es un escenario distópico, indeseable en sí mismo, en el que la humanidad ha desparecido casi totalmente y ha sido sustituida por hordas de vampiros. Ante semejante panorama, y acosado por estos seres, Neville trata de seguir adelante, refugiado en su casa durante las noches, superadas con alcohol y algunos libros de medicina que ha ido reuniendo para intentar comprender por qué las personas se han ido convirtiendo en vampiros al llegarles la muerte o ser mordidos por alguno de ellos.

La acción abarca en total tres años, de enero de 1976 a enero de 1979. Y aunque formalmente el libro consta de cuatro partes, se articula narrativamente en torno a dos momentos concretos. Dos encuentros en realidad. En el primero el protagonista se encuentra con un perro, y en el segundo lo hace con una mujer. El hallazgo del perro supone el clímax de la primera mitad de la obra; el descubrimiento de la mujer por parte de Neville significa el giro fundamental que conduce al desenlace.

Entre unas cosas y otras Neville vive en constante angustia. La soledad lo está matando, y se convierte para él en un riesgo mayor que el de los propios monstruos que aguardan cada noche enfrente de su casa. Por el día, en cambio, se dedica a asegurarse comida y protección, y de vez en cuando aprovecha para asaltar algún nido y liquidar al vampiro que se encuentre durmiendo en ese momento. Pero eso no es vida. Lleva mucho tiempo sin ver a otro ser humano. «Sin la incesante influencia de la hipnosis de masas, el sexo perdía rápidamente su significado. La soledad, en cambio, seguía allí». La desesperación, como es lógico, acaba dejándose sentir: «Después de las últimas semanas, sentía que la esperanza no era la respuesta. [...] Podía acostumbrarme al horror. Pero la monotonía era el mayor obstáculo».

El horror es algo que alcanza límites insospechados en narraciones de este tipo, sea descrito o insinuado simplemente. Y del horror nos consta que, a pesar de su esencia terrible, se vuelve familiar en muchas ocasiones. «Un exceso de horror termina por ser una costumbre», dirá Neville en una de sus inevitables cavilaciones, que a veces le conducen a dolorosas verdades: «¡Con qué rapidez acepta uno lo increíble si lo ve a menudo!». Esto es posible verlo a diario. Lo que la televisión ofrece, mediante su potencial hipnótico, es asumido como la realidad misma, y los modelos que propone a través de los famosos que ella difunde son pauta de normalidad. Así, si los referentes de la realidad televisada han tenido siete matrimonios y doce hijos con parejas distintas, o se han acostado con personas del mismo sexo, animales o seres inanimados, el común de los mortales lo acabará viendo como algo de lo más normal, llegando a defender esos u otros comportamientos con uñas y dientes, y a vivirlos incluso personalmente.

Sin embargo, el hombre está hecho también para amar y confiar. No puede encerrarse y desconfiar eternamente. De hecho, solo se entiende el individuo en relación con los demás. Ahora bien, en algunos relatos de este tipo, de escenarios pesadillescos con decoración similar, se aprecia un pesimismo antropológico escalofriante. Plantean que en esos mundos no hay escapatoria final. Solo queda defenderse de lo que ayer parecía necesario. Es decir, que si lo necesario y propio del hombre es confiar, ahora, para sobrevivir, se trata de no confiar jamás. Por tanto no hay vida humana propiamente ya. Solo queda la supervivencia animal en un mundo destrozado. En The Walking Dead por ejemplo insisten en esto mismo. Por eso al que se abre más de lo debido, el que muestra un rescoldo de piedad con quien no debe, acaba pagando su descuido con su propia vida.

Y en mundos así, los hombres ya no son hermanos, sino enemigos encarnizados. Afortunadamente estas ficciones nos hacen darnos cuenta de en qué puede acabar todo esto sin necesidad de experimentarlo.