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sábado, 11 de julio de 2015

El guardián entre el centeno de J. D. Salinger

No hay nada en este mundo que satisfaga al hombre plenamente. Todo éxtasis tiene su término y las necesidades siempre vuelven. El deseo muere al ser satisfecho pero, desgraciadamente, renace una y mil veces para complicarnos las cosas. La búsqueda del hombre por completarse es por ello incesante y llena de obstáculos. No obstante, en las sociedades modernas la infelicidad parece haberse extendido como una enfermedad contagiosa, la ansiedad se convierte en parásito intangible de nuestros cuerpos y la presión social convierte el ambiente en irrespirable. La consecuencia es un vacío existencial que nos hace ver la vida como una sucesión de momentos tempestuosos. Así se siente Holden Caulfield, que, desencantado de todo pero agitado por dentro como un huracán y vacío como su vórtice, no es capaz de comprender de qué va esto.


El atractivo de El guardián entre el centeno no es obviamente su esplendor narrativo, ya que nada hay de excitante en el mundo interior de un adolescente atormentado, que habla en primera persona y según su propio lenguaje. En apariencia la principal obra de J. D. Salinger tiene como protagonista un muchacho de personalidad antisocial, inmaduro, insatisfecho consigo mismo y con el mundo que le rodea, que no comprende la vida ni a nadie, que no está a gusto solo ni acompañado, que no entiende en qué consiste la vida y si debe tener alguna finalidad concreta la suya propia. Esta visión juvenil del mundo que describe Holden rompió moldes en su día en los Estados Unidos, allá por 1945. Y es totalmente comprensible.

El paisaje interior de un adolescente desencantado que ha sido expulsado del instituto y decide regresar a su casa, en Nueva York, ciudad que por cierto odia, comporta el progresivo descubrimiento de un alma insatisfecha que ansía nutrirse de savia auténtica. Holden no comprende el mundo de los adultos; le disgusta su hipocresía y sus comportamientos inexplicables. Entiende, sin embargo, que «la vida es una partida y hay que vivirla de acuerdo con las reglas del juego», pero no entiende las reglas y la partida se le antoja demasiado exigente. Desde luego, y no hay de qué extrañarse, a Holden le cuesta comprender a las chicas, el interés por el sexo, el dinero, y demás intereses propios de los adultos. La falsedad del mundo en que vive también le irrita especialmente, y por ello resiste a los encantos de una vida que no le llena, aunque la mayor parte de las personas que le conozcan piense de él que es un chaval excéntrico, un bicho raro con el que es mejor no juntarse. Pero a Holden el demonio del mundo le susurra al oído sin demasiado éxito: «Tienes que estudiar justo lo suficiente para comprarte un Cadillac algún día, tienes que fingir que te importa si gana o pierde el equipo del colegio, y tienes que hablar todo el día de chicas, alcohol y sexo».

La desilusión y el vacío que muestra el protagonista son comunes a esta época, paradójicamente con la mayor parte de los habitantes del mundo moderno con las necesidades básicas cubiertas. O no tan paradójicamente, porque las necesidades básicas sólo son parte de las necesidades que cada ser humano tiene. También el ser humano tiene otro tipo de necesidades por satisfacer, como explicó muy gráficamente Maslow en su famosa pirámide. Por eso el desencanto de Holden es también el de J. D. Salinger, el mío y el de mucha otra gente. No es raro entonces que en El guardián entre el centeno exista una especial preocupación por la religión, que sea la religión un tema de conversación de Holden y las personas con las que se encuentra de camino a Nueva York. Y es que hay inquietudes evidentes en el ser humano que claman al cielo y no a los bienes terrestres. Toda alma llora y se desangra. La grandeza del personaje de Salinger es que no lo esconde.

En este sentido la confesión de Holden de qué le gustaría ser conmueve profundamente, y se convierte de súbito en uno de los sueños declarados más hermosos de la literatura universal: 

«¿Sabes lo que me gustaría ser? ¿Sabes lo que me gustaría ser de verdad si pudiera elegir? [...] Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adónde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno».



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