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viernes, 31 de julio de 2015

Los siete contra Tebas de Esquilo

Frente a la versión de Antígona de Sófocles, más centrada en el dilema creado en torno a la obediencia a las leyes de los hombres o a la de los dioses, al Estado o a Zeus en definitiva, en Los siete contra Tebas lo que constituye el drama es la propia guerra. El viejo Esquilo no explota por tanto el conflicto que enfrenta a Antígona e Ismene con el resto del pueblo por la sepultura de sus hermanos Eteocles y Polinices. Prefiere mostrar los horrores de la guerra, paradójicamente describiéndola con belleza indescriptible, y la maldición y el fatalismo que acompaña a algunos hombres.



Son muy pocos los actores que forman parte de esta tragedia. El rey Eteocles, líder de la invicta Tebas; un explorador, un mensajero, sus hermanas Antígona e Ismene y un grupo de jóvenes tebanas que conforman el coro. Pero como es sabido sobran personajes para urdir una trama realmente atractiva y funesta.

La acción arranca con la ciudad de Tebas siendo amenazada por 7 reyes («siete héroes, valiosos caudillos») y con el coro exhibiendo su preocupación por la inminente invasión de los mismos. Ni Esquilo explica el motivo del asedio ni revela en principio que las desgracias llegan por la maldición proferida contra la casa de Edipo, cuyos hijos son Eteocles, Policines (uno de los reyes invasores), Antígona e Ismene.

La guerra, en cualquier caso, es el núcleo de la tragedia. Y ésta es cosa de hombres, se encarga de repetir una y otra vez Eteocles; si bien sus males afectan a hombres y mujeres por igual. Aunque no faltan como decía descripciones exquisitas de ésta, presentando a  Tideo, un soldado enemigo, de esta guisa: «tres penachos umbrosos agita —las crines del casco—, y, bajo su escudo, badajos forjados en bronce tocan a miedo. Lleva en su escudo este arrogante emblema: un cincelado cielo fulgente de estrellas. En medio del escudo, se destaca la luna llena, enloquecido con su bélico atuendo arrogante, grita junto a la ribera del río, ansioso de lucha, igual que un caballo que aguarda, dando resoplidos, tascando su freno, piafando pendiente de oír el sonido de la trompeta». Sublime pasaje de un «divino» Esquilo

Pero la guerra es sobre todo horror y espanto. Lamento y tristeza. El coro canta las desgracias que trae Ares con su furia guerrera: «Sube el tumulto a la ciudadela, hacia el lugar donde se encuentra el recinto fortificado. Cada hombre recibe la muerte mediante la lanza de manos de otro. Suenan vagidos de niños lactantes ensangrentados que estaban mamando a los pechos maternos. El pillaje es hermano de la persecución. El saqueador tropieza con otro que ya ha saqueado, y el que carece aún de botín llama al que está con las manos vacías con la pretensión de hacerlo su cómplice, pero sin desear una parte igual o menor. ¿Qué puede pensarse que saldrá de esto?».

Por eso el comentario central de Los siete contra Tebas se encuentra en boca de una de las mujeres tebanas que compone el coro de esta tragedia. La pobre chica se acuerda de los dioses con los augurios de la guerra que tienen encima: «Ellos son felices, con sede segura». El hombre en cambio no esta libre de los infortunios y las guerras que asolan vidas y haciendas. El hogar de nadie está seguro cuando comienzan a oírse tambores de guerra. Y por eso nadie debe llamarse dichoso hasta el final de su vida, pues no sabemos qué nos aguarda a la vuelta de cada esquina. Tesis ésta en la que insisten sobre todo Sófocles y Esquilo.

Finalmente, el coro expresa también el desconcierto que le causa el mal en estado puro, o las fuerzas oscuras y sobrenaturales que se manifiestan a los ojos del hombre como maldiciones que caen fatalmente sobre algunas personas: «Me estremezco al pensar que la deidad destructora de las familias —deidad no semejante a las otras deidades—, la muy verdadera profetisa del mal, la Erinis invocada por un padre, dé cumplimiento a las airadas maldiciones que profirió Edipo arrastrado por el arrebato que anubló su mente». Idéntico desconcierto provoca en nosotros el mal que nos rodea, o toda forma de desgracia.

Clásicas son estas obras sin duda porque recuerdan a las generaciones de hombres que estamos en manos de la «fortuna» (o divinidad) y que existen en nuestro corazón unas directrices que nos orientan al bien y que no deberíamos olvidar. ¿O acaso está libre alguien de catástrofes y reveses como los descritos por Esquilo en Los siete contra Tebas? El infortunio, parecen decirnos los clásicos helenos a través de sus valiosas tragedias, siempre se presenta sin anunciarse.

Y ante esta circunstancia los hombres se posicionan: los que por un lado viven como el cerdo, pendientes de qué les ofrece la tierra, y los que por otro intentan vivir con la cabeza erguida, con la mirada puesta en el cielo.




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