Uno de los clásicos por excelencia de la filosofía del poder
es la principal obra de Maquiavelo. Desde que se escribió esta obra muchos han
sido los poderosos que la han leído atentamente y, lo peor de todo, tomado al
pie de la letra. Por ejemplo Napoleón, el cual llegó a comentar El Príncipe.
Precisamente el texto leído para este breve ensayo es acompañado por los
comentarios de Napoleón Bonaparte, reflejándose en ellos el alma del tirano
nacido en Córcega.
El Príncipe ha sido un texto muy comentado y polémico desde
su mismo nacimiento. Ha dado origen al adjetivo maquiavélico, es decir, a la
persona que actúa sin ningún escrúpulo o moral para conseguir sus objetivos. Por
otro lado, no pocos estudiosos de la obra han defendido el clásico de Nicolás
Maquiavelo, alegando que el texto no ha sido bien entendido. ¿Manual de
estrategia, con importantes cuestiones para la reflexión moral, o una
advertencia sobre la inmoralidad de los príncipes?
Quizá un poco de todo. No en vano Maquiavelo, en 1513, sufre
en sus carnes la caída de la república de Florencia y la vuelta al poder de la
familia Médicis. El cambio de gobernantes significó para él la pérdida de sus
cargos. Además, se le detuvo y sometió a tortura. Después de esto escribió El Príncipe. El contexto, como se recuerda una y mil veces, nunca debe perderse de
vista.
Así, es posible que originalmente El Príncipe pretendiera
ser una obra con la que Maquiavelo deseara congraciarse con los nuevos amos de
Florencia, precisamente aquellos que le habían despojado de todos sus cargos
públicos e incluso le habían sometido, como dijimos, a reclusión y tortura. De
hecho, la dedicatoria de la obra va dirigida a Lorenzo de Médicis:
“Los que desean ganarse el favor de un
Príncipe suelen presentarse a él, la mayoría de las veces, con aquellas de
entre sus pertenencias que ellos más estiman, o que él más aprecia. De ahí que
muchas veces le regalen caballos, armas, telas tejidas con oro, piedras
preciosas y otros adornos semejantes, dignos de su grandeza. Por tanto, siendo
mi deseo ofrecer a Vuestra Magnificencia algún testimonio de mi devoción hacia
Vos, no he encontrado en mis cosas nada más querido ni más estimado que mis
conocimientos sobre las acciones de los grandes hombres, adquiridos a través de
una amplia experiencia de las cosas modernas y una repetida lectura de las
antiguas; habiéndolas examinado y considerado con gran diligencia durante mucho
tiempo, las he resumido ahora en un pequeño volumen, que envío a Vuestra
Magnificencia”[1].
Una vez escrita esta dedicatoria, Maquiavelo comienza su exposición
haciendo referencia a los tipos de principados y a la manera en que se
adquieren estos. Por tanto, entra en harina sin mayores circunloquios:
“Todos los estados, todos los gobiernos
que han regido y rigen la vida de los hombres, han sido y son repúblicas o
principados. Los principados pueden ser hereditarios, cuando la estirpe de su
señor los ha gobernado durante mucho tiempo, o pueden ser nuevos. Los nuevos
pueden ser completamente nuevos, como fue Milán para Francesco Sforza, o ser
como miembros adjuntos del estado hereditario del príncipe que los
consigue, como es el reino de Nápoles para el rey de España. Los estados que se
adquieren de esta forma pueden estar acostumbrados a vivir bajo la autoridad de
un príncipe o pueden estar acostumbrados a ser libres, y se los puede
conquistar con las armas de otros o con las propias, con la suerte o con la
virtud”[2].
En términos generales los principados transmitidos
hereditariamente resultan más fáciles de mantener, ya que el príncipe natural
tiene menos causas y necesidad de ofender, por lo que sus súbditos lo estiman
más. Una situación muy distinta es la de los principados nuevos y,
especialmente, la de los mixtos, es decir aquellos en que parte de los territorios
se han incorporado más o menos recientemente. En estos casos, por mucho que el
príncipe haya sido llamado por parte de los súbditos, no debe confiar en su
ayuda para mantener los nuevos territorios:
“(…) su inestabilidad nace en primer lugar
de una necesidad natural propia de todos los principados nuevos: que los
hombres siempre están dispuestos a cambiar de señor, creyendo que así van a
mejorar, y esta convicción les hace alzarse en armas contra él; aunque se
engañan, porque luego comprueban por experiencia que han empeorado. Esto se
debe a su vez a otra necesidad natural y ordinaria, que es que siempre hay que
ofender a los nuevos súbditos, tanto con las armas como con los numerosos
ultrajes que provoca la nueva adquisición. Debido a esto, siempre tendrás como
enemigos a todos los que ofendiste cuando ocupaste el principado, y tampoco
podrás conservar con amigos a los que te apoyaron, porque no puedes
satisfacerlos como ellos esperaban; tampoco puedes emplear remedios enérgicos
en su contra, puesto que estás en deuda con ellos”[3].
De hecho, la manera más segura de mantenerlos o recuperarlos
es recurrir a medidas de astucia que obtienen su efectividad de la forma en que
está configurada la propia naturaleza humana. Si los territorios hablan la
misma lengua, bastará con extinguir la línea de sucesión del anterior príncipe.
Si no es así, resulta recomendable que el nuevo ocupante resida en esa tierra,
lo que facilitará sofocar las revueltas y evitar abusos de los nuevos
funcionarios. Finalmente, es de interés mantener bases en el nuevo territorio
que permitan controlar cualquier motín. De aquí que la injuria causada a un
hombre deba tener tal envergadura que no le dé oportunidad de reaccionar.
Por lo que se refiere a la obtención de nuevos partidarios,
bastará con que se aprovechen las limitaciones de la naturaleza humana:
“Lo que suele suceder es que, en cuanto
un extranjero poderoso entra en un estado, todos los que se encuentran en una
situación desfavorable se unen a él, movidos por la envidia que sienten hacia
quienes han estado por encima de ellos, de forma que no tiene que hacer ningún
esfuerzo para ganarse su apoyo, porque en seguida se asocian por propia
voluntad con el nuevo estado que ha conquistado. Sólo tiene que tener cuidado
de que no adquieran demasiado poder ni demasiada autoridad”[4].
Ejemplos como los proporcionados por la historia antigua y
reciente (Luis XII de Francia) vienen a demostrar, según Maquiavelo, lo
acertado de su tesis (3). También lo corrobora cómo se conservó el imperio de Alejandro Magno incluso después de muerto éste (4).
En algunos casos, sin embargo, puede que los estados
recientemente adquiridos no dependieran previamente de un príncipe y que
contaran con leyes propias y vivieran en libertad. Estos estados también pueden
ser sometidos recurriendo a tres posibles opciones: la primera, arruinarlos; la
segunda, ir a vivir a ellos; la tercera, dejarlos vivir con sus propias leyes,
cobrando tributos y estableciendo en ellos un gobierno oligárquico que conserve
la amistad hacia el príncipe (5).
Concretamente es en la conquista de nuevos principados donde
Maquiavelo no muestra ningún motivo de censura moral. Estos se pueden
conquistar de tres maneras: con armas y esfuerzo propios (6), con armas y
fortuna ajenas (7), mediante el crimen (8) o civilmente (9). En el primer caso
nos encontramos con un buen número de innovadores. Pero para Maquiavelo los
éxitos hay que atribuirlos sobre todo a consideraciones prácticas, entre las
que se encuentra por supuesto el uso adecuado de la violencia:
”Si los innovadores se valen por sí
mismos o si dependen de otros, es decir, si para llevar a cabo su obra tienen
que rogar o pueden imponerse con la fuerza. En el primer caso siempre acaban
mal y no consiguen llevar nada a término, pero si dependen de sí mismos y
pueden imponerse con la fuerza, entonces rara vez se encuentran en peligro. A
esto se ha debido que todos los profetas armados hayan vencido, y todos los
desarmados hayan fracasado. Porque, además de todo lo dicho, el pueblo es de
naturaleza voluble, y es fácil convencerle de una cosa, pero es difícil
mantenerle en esa convicción; por eso conviene organizarse de forma que, cuando
el pueblo ya no crea, se le pueda obligar a creer por la fuerza. Moisés, Ciro,
Teseo y Rómulo no habrían podido conseguir que el pueblo observara sus
constituciones durante mucho tiempo si hubiesen estado desarmados, como le ha
ocurrido en nuestros tiempos a fray Girólamo Savonarola. Éste cayó en desgracia
junto con sus nuevas leyes cuando el pueblo dejó de creerle, puesto que no
tenía medios para mantener firmes a los que habían creído, ni para convencer a
los que no creían”[5].
Sin embargo, más difícil es la situación de aquellos que se
han hecho con principados valiéndose de armas y fortuna ajenas. Lo más lógico
es que no los puedan mantener, aunque ocasionalmente se producen excepciones,
como son los casos de Francisco Sforza y César Borgia. En este último caso, la
fortuna vino propiciada por la acción de su padre, el papa Borgia, que no dudó
en introducir desorden en los territorios de dichas familias, a fin de poder
hacerse con parte de los principados fácilmente.
Y es que la historia de César Borgia proporciona a
Maquiavelo el tema perfecto para referirse a la toma del poder mediante el
crimen. El ejemplo clásico de este método es el de Agatocles, que se aseguró la
tranquilidad mediante el uso de medios crueles. Sin embargo, la crueldad en sí
no es garantía de éxito, sino la crueldad bien empleada:
“Alguien podría preguntarse cómo es que
Agatocles y otros como él, tras haber cometido numerosas traiciones y
crueldades, pudieron vivir seguros en su patria durante mucho tiempo y
defenderse de los enemigos externos, sin que sus conciudadanos conspirasen
nunca contra ellos, mientras que muchos otros no han podido conservar sus
estados mediante la violencia ni siquiera en tiempos de paz, y mucho menos en
las inseguras épocas de guerra. Creo que se debe a la buena o mala utilización
de los delitos. Se puede definir como buena utilización del delito (si es que
se puede hablar bien del mal) la que se hace en un momento concreto, por la
necesidad de asegurar la propia posición, sin volver a insistir luego en ella,
sino intentando sacarle el mayor provecho posible para los súbditos. Están mal
usados los delitos, que aunque al principio son pocos, van aumentando con el
tiempo en vez de desaparecer.
Por tanto, hay que señalar que cuando
se conquista un estado, el que lo ocupa tiene que pensar cuales son los
ultrajes que va a tener que cometer y hacerlos todos de una vez, para no tener
que cometer uno nuevo cada día, asegurándose de esa forma la fidelidad de los
hombres y ganándoselos con los beneficios que les ofrece. Quien actúe de otra
forma, ya por timidez o porque ha sido mal aconsejado, siempre tendrá que tener
la espada en la mano, y nunca podrá confiar en sus súbditos, puesto que estos,
a su vez, no podrán sentirse seguros con él, a causa de los nuevos ultrajes que
continuamente reciben. Porque los ultrajes hay que hacerlos todos a la vez,
para que, al saborearse menos, la ofensa sea menor, mientras que los
beneficios, hay que hacerlos poco a poco, para que los saboreen mejor”[6].
Por el contrario, las intenciones del pueblo suelen ser, por
regla general, más honradas que las de los poderosos, ya que éste sólo busca
que no lo opriman. Pese a todo, dirá Maquiavelo, el príncipe nunca puede estar
seguro del pueblo, que es multitud, y sí puede estarlo de los poderosos, que
son pocos. Sin embargo, mantener el favor del pueblo es fácil tanto en un caso
como en otro y, además, resulta muy necesario.
Como última clase de principados, Maquiavelo se refiere a
los principados eclesiásticos (11). Éstos son los mejores, según su entender,
porque se apoyan en leyes canónicas:
“En ellos todas las dificultades se
presentan antes de poseerlos, porque para conquistarlos hace falta virtud o
suerte, pero para conservarlos no es necesaria ninguna de ellas, puesto que
están regidos por antiguas instituciones eclesiásticas que han tenido tanta
influencia y tanto prestigio que mantienen a sus príncipes en el poder
independientemente de cuál sea su forma de proceder y de vivir. Estos príncipes
son los únicos que tienen estados y no los defienden, y tienen súbditos y no
los gobiernan; y aunque sus estados no están defendidos nadie se los quita, y
los súbditos no se preocupan de la falta de gobierno, y no piensan en abandonar
a sus señores. Éstos, pues, son los únicos principados seguros y felices”[7].
Pero claro, la extensión de ese poder no se ha debido más
que a la fuerza y al dinero, afirma Maquiavelo, y para demostrarlo cita el caso
de los papas Alejandro VI, padre de César Borgia, y Julio II.
Después de señalar las maneras de cómo se consigue
el poder sobre los Estados, Maquiavelo señala los métodos para conservarlo: “Los
fundamentos principales de todos los estados, ya sean estos nuevos, viejos o
mixtos, son las buenas leyes y los buenos ejércitos”(12).
Así, los ejércitos pueden ser mercenarios, auxiliares o
mixtos. De los primeros, Maquiavelo tiene una opinión negativa, atribuyéndoles
“la actual ruina de Italia”. Igualmente malas son las tropas auxiliares o prestadas
por otros príncipes (13). En realidad, los únicos ejércitos fiables son los
propios, como demostró César Borgia en la conquista de la Romaña o como enseña
la historia de Roma, ya que el Imperio se desplomó cuando en lugar de tener sus
propias tropas se valió de los servicios proporcionados por los godos. De ahí
que sea tan importante para el príncipe el ocuparse de organizar y disciplinar
al ejército con vistas a una posible guerra (14).
En los siguientes capítulos, Maquiavelo va a centrarse en los criterios de utilidad
política y no en los morales a la hora de valorar las virtudes de un príncipe.
En este sentido afirma que su generosidad no debe ser pronunciada porque le
creará más problemas que beneficios (16). Igualmente, sostiene que la crueldad puede
ser conveniente, ya que lo importante no es discernir si es mejor ser amado o
ser temido, sino evitar ser odiado (17). De la misma manera, faltar a la
palabra dada puede ser conveniente y, al respecto, sin mencionarlo por su
nombre, Maquiavelo recurre a Fernando el Católico, nombrado previamente en la introducción
de su libro:
“Un príncipe de nuestro tiempo, cuyo
nombre no conviene mencionar, predica continuamente la paz y la lealtad, siendo
en realidad enemigo de ambas; de hecho, si hubiese observado tanto la una como
la otra, habría perdido repetidas veces el prestigio y el estado”[8].
Pero, no basta, sin embargo, con que
el príncipe conserve lo que tiene y sepa reprimir cualquier oposición.
Además, debe hacer lo posible por ser querido. Para lograrlo, no debe ser virtuoso, sino ¡tener éxito! Su
modelo parece ser de nuevo Fernando el Católico:
“Nada da tanto prestigio a un príncipe
como afrontar grandes empresas y dar de sí insólito ejemplo. En nuestros
tiempos, tenemos al actual rey de España, Fernando de Aragón. Se le podría
definir como a un príncipe nuevo, porque, de ser un rey débil, se ha convertido
por fama y por gloria en el rey más importante de la cristiandad, y si
consideráis sus acciones, encontrareis que todas ellas han sido grandísimas, y
algunas incluso extraordinarias”[9].
Se quiebra, si nos fijamos, la rectitud moral del
gobernante. Ya no es la virtud orientación de los monarcas modernos, sino su
eficacia en lograr el poder y mantenerlo. Para alcanzar el éxito, dirá
Maquiavelo, habrá que favorecer a los que tienen méritos,
estimular el trabajo y el comercio, saber mantener el equilibrio fiscal y divertir
a las masas; aunque luego matiza lo anterior, algo que conviene advertir si
quiere comprenderse este complejo documento:
“Un príncipe también debe mostrar
aprecio por las virtudes, dando acogida a los hombres virtuosos, y honrando a
los que destacan en una actividad. Además, debe promover en sus ciudadanos el
tranquilo ejercicio de sus profesiones, ya se trate del comercio, la agricultura
o cualquier otra actividad humana. Y debe quitarles el miedo a aumentar sus
bienes por temor a que se los quiten, o abrir un impuesto por temor a los
impuestos: al contrario, el príncipe debe preparar premios para quienes quieran
hacer estas cosas y para cualquiera que, de cualquier forma, piense en
beneficiar a su ciudad o a su estado. Además de esto, en las épocas del año
apropiadas, tiene que entretener al pueblo con fiestas y espectáculos”[10]
En el capítulo 23 Maquiavelo afirma que dado que los hombres
obran el mal, a menos que la necesidad los obligue a actuar bien, el príncipe
deberá contar con buenos consejeros y evitar los aduladores.
Finalmente, Maquiavelo insiste en que sus argumentos sean
tenidos en cuenta por los príncipes, ya que los que no los tuvieron perdieron
sus Estados.
Conclusiones
Una de las primeras reflexiones que surgen de la lectura de
esta obra es que a Maquiavelo no le preocupa, o por lo menos no lo manifiesta,
el bien de los ciudadanos, ni tampoco la práctica de la virtud. Para él todo
gobierno debe tener como primera meta la conquista del poder y su
mantenimiento. Al menos todo parece subordinado a este fin.
Por tanto, el discurso de Maquiavelo está fundamentado en
consideraciones prácticas y no éticas. El que tiene éxito es el que se alza con
la victoria; lo demás, no importa, o importa secundariamente. De ahí que
Maquiavelo insista en utilizar el crimen y la violencia de manera que aseguren
el éxito. Sería lícito e incluso conveniente hacer uso de ellos con tal de
adquirirlo.
Así, creo que uno de los párrafos más significativos de la
obra es aquel en el que se puede ver que el príncipe no destaca por sus
virtudes humanas, sino por su capacidad para mantenerse en el poder. Lo
importante para el príncipe no es la virtud, como decía, sino el éxito:
“Y sé que todos afirmarán que sería
enormemente loable que en un príncipe se encontraran, de todas las cualidades
que hemos mencionado arriba, las que se consideran buenas; pero puesto que no
se puede tenerlas todas ni observarlas en su totalidad, porque la condición
humana no lo consiente, es necesario que el príncipe sepa evitar con su
prudencia la infamia de aquellos vicios que le quitarían el estado, y sepa
guardarse, en lo posible, de los que no se lo quitarían; no obstante, si no es
capaz, puede dejarse llevar por ellos sin demasiado temor. Y además no debe
preocuparse de incurrir en la infamia de aquellos vicios sin los cuales difícilmente
podría salvar el estado, porque, si se examina todo atentamente, se encontrarán
cosas que parecen virtudes y sin embargo le llevarían a la ruina, y otras que
parecen vicios, de los que por el contrario nacerán su seguridad y su
bienestar”[11].
Por último, parece adecuado decir que El Príncipe influyó
notablemente en el desarrollo de los Estados modernos, y favoreció que éstos se
sumergieran en tenebrosos abismos relativos al uso del poder y su mantenimiento.
Secuelas de todo ello fue la posterior separación de la Iglesia y el Estado o
el nacimiento de los siniestros servicios secretos contemporáneos, cuyos
crímenes y engaños sólo Dios podrá poner en claro cuando regrese para presidir
el Juicio Universal que se cierne sobre todos nosotros.
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