Elogio de la Locura fue dirigida por Erasmo de Rotterdam a
su amigo Tomás Moro, escrita en 1509 y publicada dos años después, en 1511. En lo formal, es característico del texto que hable
la Locura en primera persona, como protagonista absoluta de la obra. Erasmo
quería mostrar, mediante una ironía no exenta de espíritu reformista, los supuestos
beneficios que aporta ésta (la locura) a la humanidad, siendo por tanto éste un texto
subversivo contra el orden establecido, ácido con los poderosos de la época y
censor de los abusos de la Iglesia de aquel tiempo. Se olvida flagrantemente
que Erasmo fue ordenado sacerdote (católico) el año del descubrimiento de América,
más por ignorancia que por malicia, y que una verdadera reforma de la Iglesia
tardomedieval o renacentista era el único acicate de este libro.
Ya en el prólogo del Elogio el autor aclara cuál es la finalidad
de su obra, para que ningún miserable aproveche ilegítimamente el libro y atice
así a la Iglesia con los argumentos en él esparcidos, consciente sin embargo de
que levantará ampollas en la sociedad de su tiempo y que será, a pesar de todo,
mal entendida por muchos: “Criticar la
vida de los hombres ¿es sarcasmo o más bien advertencia o consejo? ¿No ejerzo
yo la autocrítica sobre mis muchas faltas? Por lo demás, cuando no se excluye a
ningún hombre, es claro que se censuran todos los vicios, no los de un
individuo. Quien se ofende por haber sido herido está poniendo de manifiesto su
conciencia culpable o al menos sus terrores” (p. 35, Alianza Editorial, 2006).
En el inicio de la obra, la Estulticia nos cuenta su particular
genealogía; fundada por dos ninfas: la Borrachera (hija de Baco) y la
Ignorancia (hija de Pan). Ambas están presentes en la comitiva junto con otros
acompañantes: “esa que veis con las cejas
marcadas no es otra que Filautia: el Amor propio. Y esta de ojos chispeantes y
pronta al aplauso se llama Kolakia: Adulación. Esta que veis semiinsomne y como
dormitando se llama Lethe: Olvido. La que apoya sus dos codos y cruza las dos
manos se la conoce por Misoponía: Pereza. La que aparece coronada de rosas y
envuelta en perfumes es Hedoné: Voluptuosidad. Anoia: Demencia, es la de ojos
esquivos y mirada huidiza. Tryfe: Molicie es conocida por su tersa piel y
torneado cuerpo.
Estos dos dioses que veis entre las
ninfas, el uno se llama Komom: Festín, y el otro Negreton Hypnon, sueño
profundo. Con la ayuda fiel, repito, de esta servidumbre, someto a mi imperio
todo cuanto existe, llegando a mandar sobre los mismos emperadores” (pp. 43-44).
Así que la Estulticia se rodea del amor propio, la
adulación, el olvido, la pereza, la voluptuosidad, la demencia y la molicie,
complementada por el festín y el sueño profundo. Interesante reparto. Y ante
semejante banda es inevitable hacerse una pregunta: ¿hay algún hombre libre de alguno
de estos vicios? Con razón, nos parece, reivindica la Locura un puesto de honor
entre los cultos humanos.
Relatado su origen, crianza y comitiva, la Estulticia se
propone demostrar por qué merece el título de Diosa, por encima de cualquier otra
divinidad. En primer lugar, se atribuye el origen de la vida: “¿Puede haber algo más dulce y preciado que
la vida? ¿Y a quién atribuir su origen sino a mi?” (p. 44). Pues ella
entiende que la unión entre hombre y mujer debe su éxtasis y embriaguez a sí
misma.
A continuación inicia una crítica contra los sabios estoicos,
que para ser padres también han necesitado de la Estulticia. De ésta, según
ella, proceden los estirados filósofos y su progenie, así como los monjes o
frailes, los reyes vestidos de púrpura, los piadosos sacerdotes, los
pontífices, y en definitiva, todos los hombres. La crítica a la jerarquía
eclesiástica brota rápidamente en el discurso de Erasmo.
Seguirá la Estulticia pregonando sus favores, pues todo lo
placentero se debe a ella, incluso la infancia y la vejez, que son las etapas
más felices de la vida, a su parecer, por estar revestidas de mayor Locura que
otras. Ya que “en cuanto los jóvenes se
hacen mayores y adquieren la discreción de los adultos, a través de la
experiencia y el estudio, se marchita la belleza, su entusiasmo se desvanece,
se enfría su gracia y se tambalea su vigor. Cuanto más se distancian de mí,
menos viven, hasta dar con la molesta vejez” (p. 47).
Si seguimos analizando la naturaleza de la felicidad, que en
el fondo es el asunto que la Estulticia pone sobre la mesa, advertimos que el
olvido es un ingrediente fundamental de la misma. Frases como “prefiero que no
me lo digas” o “es mejor vivir en la ignorancia” reflejan una preferencia por
vivir alejados de las preocupaciones o de las cuestiones que nos ocasionan
disgusto. Por eso afirma la Locura: “Yo,
en cambio, restituyo al hombre a la mejor y más dichosa edad de su vida, y
estoy segura de que, si los mortales cortaran cualquier contacto con la
sabiduría y vivieran siempre a mi lado, no habría vejez, y gozarían de perpetua
juventud” (p. 49). Sin embargo, si se viviera tal y como propone la
Estulticia, no se distinguiría el hombre del resto de animales. Si algo nos
distingue precisamente de ellos es nuestra capacidad para dominarnos a nosotros
mismos. Ahora bien, es cierto que sin ella la vida sería menos llevadera, y en determinados
momentos, inaguantable. Ella reclama el reconocimiento que merecen éste y
cuantos favores concede a los hombres.
Continúa postulando la Estulticia su elevación a los altares
mostrándonos cómo el hombre rinde el culto más fervoroso a deidades como Venus,
Baco, Cupido, Flora, etc., siendo evidente por otra parte el dominio de los
textos clásicos por parte de Erasmo para fundar sus argumentos. Pues si la
sabiduría, dice la Moría, no es otra cosa que dejarse llevar por la razón, y
necedad es ser arrastrado por las pasiones, ¿cómo se explica, se pregunta, que
la naturaleza haya consentido en que exista más dosis de pasión que de razón?
En el capítulo 16, la Estulticia señala la derrota de la
razón frente a la ira y la concupiscencia: “La
vida del hombre muestra bien a las claras lo que puede hacer la razón contra el
ímpetu combinado de estas dos fuerzas enemigas (ira y concupiscencia). Lo único
que puede hacer es gritar hasta enronquecer, dictando normas de honestidad.
Pero ellas mandan a paseo a su reina soberana (razón) y gritan más
desaforadamente, hasta que cansada cesa y se entrega” (p. 55). La Locura,
definitivamente, no tiene ninguna confianza en la voluntad, no cree en la
resistencia a las pasiones de los hombres; prueba de ello es la entrega a ésta
sin reservas.
Después de demostrar su concurso en la felicidad y la inferioridad
de la razón frente a ella, la Estulticia se propone también reivindicar la
amistad. ¿O no es locura ver los defectos de los amigos como si fueran
virtudes? Ella es la única que mantiene unida a los amigos, afirma: “sin mí no existiría ningún tipo de sociedad
ni relación humana agradable y sólida. Más, ninguna obra está realizada sin mi
inspiración, es decir, no se ha acometido ninguna empresa sin ser yo
responsable” (p. 59). Se atribuye, incluso, toda actividad humana. Sigue, “¿no es acaso la guerra la semilla y el
origen de las hazañas más celebradas?” (p. 61).
Y en medio de esa diatriba vuelve a arremeter contra los
filósofos. El colmo del filósofo inútil es, para la Locura, Sócrates, el cual
es llevado por la sabiduría a beber de la cicuta después de ser acusado
culpable injustamente. La Estulticia se admira de que todavía se celebre la
frase de Platón: “felices los estados en que los filósofos son reyes o los
reyes filósofos”. Afirma que este tipo de hombres, los sabios, “entregados día y noche a la sabiduría son
desdichadísimos en todo, en especial a la hora de engendrar hijos. Me imagino
que la naturaleza quiere asegurarse con ello de que el mal de la sabiduría no
se extienda entre los hombres” (p. 64). Es una de las críticas más
contundentes e irónicas de toda la obra, pero ahí no para la cosa. Los
filósofos son “asnos tocando la lira en
asuntos públicos”. Son, nos cuenta, inútiles para sí mismos, para su
familia y para el país, porque ignoran las cosas más elementales, y están
alejados de la opinión pública y de las costumbres del pueblo. Así, al sabio
sólo le queda retirarse al desierto y gozar de su propia sabiduría.
En el capítulo 29 la Estulticia se propone una empresa más
difícil todavía: ¡Reivindicar la prudencia! Si la prudencia, dice la Locura, es
fruto de la experiencia, ¿a quién cabe aplicar tal honor?: “el sabio se refugia en los libros antiguos,
de los que aprende meras sutilezas de palabras. El insensato, en cambio, lo
prueba todo, y se enfrenta a los peligros cara a cara, y con ello, si no me
engaño, adquiere verdadera prudencia” (p. 68). Se vuelve prudente entonces
aquél que tropieza caminando, no él que únicamente conoce de oídas.
Prosigue la Locura mostrando más beneficios que ha brindado
a los hombres. Antes, busca refutar los argumentos de los sabios, ya que para
estos la desgracia es vivir en la insensatez, la ilusión, la mentira y la
ignorancia. Sin embargo, para la Estulticia no se puede llamar a esto
desgracia. No constituye desgracia alguna ser fiel a la propia naturaleza. La
desgracia es cuando el hombre intenta salirse de los límites impuestos por ésta. Es decir, cuando intenta dominarse. Lo ilustra muy bien Erasmo en el siguiente pasaje: “¿Hay acaso, ¡por los dioses inmortales!, seres más felices que esos
hombres que el vulgo llama payasos, tontos, fatuos y locos de remate,
apelativos todos ellos espléndidos, a mi parecer? (…) Ya de entrada, esta clase
de personas no siente miedo ninguno a la muerte, mal no pequeño, por cierto; se
ven libres del aguijón de la conciencia. No les amedrentan las historias de los
muertos. Tampoco les aterran los espíritus y espectros. No les turba el temor
de males inminentes, ni les saca de sus casillas la esperanza de bienes
futuros. En suma, les dejan impasibles los mil y un problemas que ofrece la
vida. Carecen de vergüenza, de miedo, de ambición, odio o amor. Finalmente, si
creemos a los teólogos, cuanto más se acercan a la irracionalidad de los
animales, menos capacidad tienen de pecar” (pp. 79-80). Por otro lado, el
sabio no haría otra cosa que atormentarse con problemas, a veces sin posible
solución.
Llegado el capítulo 38 la Locura hace una descripción de los
distintos tipos de locura. La que corresponde a la protagonista es aquella en
la que el alma se siente liberada de las preocupaciones y angustias por una
especie de desvarío.
A partir del capítulo 40 la Locura realiza un duro ataque
contra la religión: “¿qué es lo que piden
estos hombres a sus santos sino cosas parecidas a la insensatez?” (p. 89).
Nadie, nos dice la Locura, ha dado gracias por haberse visto libre de la
insensatez.
El capítulo 42 se convierte en una crítica a la nobleza.
Esta se caracteriza por la Filautía, amor propio, vanidad. Tampoco los artistas
se libran del amor propio, ni siquiera las naciones.
En el capítulo 44 se habla de la Adulación, propia al
hombre. Pero la adulación también es responsabilidad de la Estulticia y por eso
presenta una serie de beneficios para los hombres: “levanta los ánimos abatidos, alegra a los tristes, estimula a los
débiles, despabila a los no avispados, alienta a los enfermos, apacigua a los
iracundos, concilia y mantiene los afectos” (p. 93). Consigue, en suma, que
cada uno se acepte y tenga una mayor estima de sí mismo, que es la base de la
felicidad. En realidad la Locura está invirtiendo el orden natural las cosas. Erasmo, al hablar por boca
de la Locura, muestra desenfadadamente los errores a los que puede dar lugar
conducirse según pretende su insensata protagonista.
En el capítulo 45 defiende que es mejor equivocarse puesto
que las apariencias son mejores que la realidad. La realidad sólo entristece la
vida. La ilustración de este argumento es magnífica y está elaborada en forma
de pregunta: “¿Qué diferencia hay, según
esto, entre los que desde dentro de la cueva de Platón se maravillan de las
sombras y figuras de los objetos proyectados en la pared –sin querer ni
jactarse de nada, y con tal de que estén contentos y no sepan lo que les falta-
y el filósofo, que fuera ya de la caverna, contempla las cosas como son?
(p.95). La relación nuevamente entre ignorancia y felicidad se hace presente.
La formulación de la pregunta es perfecta, porque ¿qué pasaría si los
encadenados se jactasen, sin saber nada?
El capítulo 47 es especialmente crítico con los modos de
vida y costumbres cristianas, con el lastre del que ha ido cargándose la
Iglesia, según lo llama el autor del Elogio de la Locura, ya que los fieles
rinden culto a unos dioses y a unas imágenes que luego no imitan en sus vidas.
A partir del capítulo 49 la Estulticia ataca a por enésima
vez a los sabios, y a los gramáticos, poetas, abogados, teólogos, religiosos,
monjes, reyes y cortesanos, pontífices, cardenales y obispos. Y es que “la fortuna ama a los insensatos, a los más
arriesgados, a hombres que lo apuestan todo a una carta. La sabiduría, en
cambio, hace a los hombres tímidos, y esa es la causa de que los sabios vivan
asociados a la pobreza y al hambre, arrinconados, sin fama, mal vistos. El
dinero, en cambio, corre a las manos de los tontos; ellos tienen las riendas
del Estado y, en definitiva, prosperan en todos los aspectos” (p. 132). La
crítica aquí es doble; por un lado, carga contra sus eternos enemigos, los
sabios, calificándolos de atormentados, infelices y reprimidos. Por otro lado,
se ve claramente una crítica a los que ostentan el poder, a los que llama
directamente tontos. Es decir, quienes gobiernan no son muy inteligentes, sin
embargo, reciben la gracia de la Estulticia que los convierte en atrevidos y
afortunados.
Finalmente, la Estulticia relaciona la religión cristiana
con la insensatez, pues nada tiene que ver con la sabiduría al ser, dice,
enemiga de las ciencias: “La felicidad
que los cristianos buscan con tanto trabajo no es otra cosa que una especie de
locura o insensatez” (p. 146).
Se cierra el Elogio con una sentencia de la protagonista: “¡Que os divirtáis, pues! ¡Aplaudid, vivid,
bebed, seguidores celebérrimos de la Insensatez!” (p. 151).
Eso quiere ella, claro es, para que los altares de sus
templos estén siempre envueltos en sacrílego incienso. Y Erasmo lo advierte
irónicamente en una obra de genial alumbramiento. De ser su culto el camino
verdadero, veríamos a hombres y mujeres satisfechos y plenamente felices. La
realidad en cambio se empeña en decirnos que no hay mortal que alimentado de
desenfrenos y orgías periódicas encuentre la paz que todo hombre anhela en lo
más hondo de su ser. Más si cabe: ¿Qué insensato alcanza al final de sus días buen
puerto habiéndose dejado arrastrar por las corrientes de la insensatez? ¿Será
que quien habla en el Elogio de la Locura no es otro que Satanás?
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