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domingo, 15 de noviembre de 2015

Las Coéforas de Esquilo: Segunda parte de la Orestea

Con el rey Agamenón recién inhumado, esclavas troyanas se acercan por encargo de la reina a verter libaciones (coéforas) sobre su tumba. El lamento de éstas es vigilado por dos hombres, Orestes y Pílades, que vuelven de Delfos con un objetivo inspirado por Apolo: vengar la muerte del padre del primero de los jóvenes. Cualquiera diría que los dioses velan por que exista cierta justicia. Pero como advertirá Esquilo en esta tragedia, segunda de la Orestea, no parece que nadie pueda aplicarla imparcialmente y de forma completa.


Electra, que ha perdido a su padre como Orestes, siendo su propia madre la asesina, clama también por el agravio infringido al rey en su propio palacio. Y sale de éste hecha una furia. ¿Qué redención existe para una sangre vertida en tierra?, se preguntará un mundo que da por hecho que el final de la vida conduce al Hades. La única esperanza que le queda a las criaturas del mundo arcaico, del tiempo anterior a la venida de Cristo, es la intervención de un vengador, cualquiera, como dice el coro, «que dé muerte por muerte». Electra, sin embargo, no es una máquina, aunque Esquilo tampoco es Eurípides y sus personajes son menos humanos que los de éste, y se pregunta si es piadoso reclamar eso de los dioses. El coro, compuesto por las coéforas, responde implacable: «¿Cómo no va a serlo devolver mal por mal al enemigo?».

Será en todo caso un mundo donde corra la sangre y las maldiciones se multipliquen. Pero Orestes reconoce a su hermana y se decide a llevar a cabo el matricidio. «¡Oh Zeus, concédeme vengar la muerte de mi padre y sé, de grado, aliado mío!». Se pone en marcha el drama, que se resume en los labios de Orestes con estas gravísimas palabras: «nuestros parientes más íntimos son nuestros más crueles enemigos».

Cuál sea el fin de esta cadena de muertes se resolverá en la última de las tragedias de la trilogía, Las Euménides. Por lo pronto, las coéforas piden a las Moiras y al mismo Zeus, alentando la venganza de Orestes, que no quede sin expiar el crimen cometido contra el soberano de Argos: «Que por golpe asesino se pague otro golpe asesino: que el que lo hizo lo sufra. Eso dice un refrán muy antiguo».

Es por tanto ley en ese mundo que las gotas de sangre vertida en el suelo otra sangre exijan. Será este principio en consecuencia el alimento de poderosas maldiciones contras las casas de los ricos y aun de los pobres. Aquí a cada injusticia le sucede su enmienda. Una reparación personal, inmediata y sangrienta. Se pide una respuesta proporcionada, y es legítimo que se pida. En cambio, como repara Esquilo en esta tragedia tremenda, «nadie respeta lo que es detestable para los dioses». Y las desgracias llegan «cuando alguien ofende a la absoluta majestad de Zeus de modo ilegítimo».

Como Orestes acaba matando a su madre, su crimen habrá de ser también perseguido. Se cierra este drama con las terribles visiones de Orestes, que ve a las Erinis acercándose a él para cobrarse la sangre de Clitemnestra. Son diosas temidas que mantienen en lo profundo de su espíritu los deseos de venganza contra los asesinos.

Para el pueblo argivo, sin embargo, Orestes los ha liberado del dominio de una casa impía al haber cortado las cabezas de dos serpientes (Clitemnestra y Egisto); mientras que para las Erinis (maldiciones invocadas por los propios difuntos), tampoco esta justicia es pura ni perfecta. Y por tanto han de restituir el orden violado por la mano del hombre. ¿Cuándo tendrá fin esta cadena de muertes?, se pregunta al final el coro. ¿Cuándo dormirá la rencorosa Ate?

Lo cierto es que si se medita lo suficiente sobre este dramático asunto, se entiende en seguida que no dormirá jamás la diosa de la venganza si no se reconoce una autoridad entre los hombres que administre justicia. Esquilo hace rogar al pueblo por esa autoridad. Está confiriendo en realidad legitimidad al Areópago, consejo de ancianos atenienses encargados de dictar sentencias, como se verá en la tercera y última parte de la Orestea. Un tribunal que impida que cada uno busque el desquite directamente.

Pero ésta no deja de ser una difícil tarea para unos hombres que, por mucha sangre que consigan ahorrarse, son incapaces de dar a cada uno lo que merece y de no emitir fallos imperfectos, por muy honestos que sean.

Habrá que aguantarse con la mejor justicia de la que somos capaces. Cuál sea ésta seguirá siendo objeto de debate.



Obras de Esquilo:
La Orestea:
*Las Coéforas

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