Con
el rey Agamenón recién inhumado, esclavas troyanas se acercan por encargo de la
reina a verter libaciones (coéforas) sobre su tumba. El lamento de éstas es
vigilado por dos hombres, Orestes y Pílades, que vuelven de Delfos con un
objetivo inspirado por Apolo: vengar la muerte del padre del primero de los
jóvenes. Cualquiera diría que los dioses velan por que exista cierta justicia.
Pero como advertirá Esquilo en esta tragedia, segunda de la Orestea, no
parece que nadie pueda aplicarla imparcialmente y de forma completa.
Electra,
que ha perdido a su padre como Orestes, siendo su propia madre la asesina,
clama también por el agravio infringido al rey en su propio palacio. Y sale de
éste hecha una furia. ¿Qué redención existe para una sangre vertida en tierra?,
se preguntará un mundo que da por hecho que el final de la vida conduce al
Hades. La única esperanza que le queda a las criaturas del mundo arcaico, del
tiempo anterior a la venida de Cristo, es la intervención de un vengador,
cualquiera, como dice el coro, «que dé muerte por muerte». Electra, sin
embargo, no es una máquina, aunque Esquilo tampoco es Eurípides y sus
personajes son menos humanos que los de éste, y se pregunta si es piadoso
reclamar eso de los dioses. El coro, compuesto por las coéforas, responde
implacable: «¿Cómo no va a serlo devolver mal por mal al enemigo?».
Será
en todo caso un mundo donde corra la sangre y las maldiciones se multipliquen.
Pero Orestes reconoce a su hermana y se decide a llevar a cabo el matricidio. «¡Oh Zeus, concédeme vengar la muerte de mi padre y sé, de grado, aliado mío!».
Se pone en marcha el drama, que se resume en los labios de Orestes con estas
gravísimas palabras: «nuestros parientes más íntimos son nuestros más crueles
enemigos».
Cuál
sea el fin de esta cadena de muertes se resolverá en la última de las tragedias
de la trilogía, Las Euménides. Por lo pronto, las coéforas piden a las Moiras y
al mismo Zeus, alentando la venganza de Orestes, que no quede sin expiar el
crimen cometido contra el soberano de Argos: «Que por golpe asesino se pague
otro golpe asesino: que el que lo hizo lo sufra. Eso dice un refrán muy
antiguo».
Es
por tanto ley en ese mundo que las gotas de sangre vertida en el suelo otra
sangre exijan. Será este principio en consecuencia el alimento de poderosas
maldiciones contras las casas de los ricos y aun de los pobres. Aquí a cada
injusticia le sucede su enmienda. Una reparación personal, inmediata y
sangrienta. Se pide una respuesta proporcionada, y es legítimo que se pida. En
cambio, como repara Esquilo en esta tragedia tremenda, «nadie respeta lo que es
detestable para los dioses». Y las desgracias llegan «cuando
alguien ofende a la absoluta majestad de Zeus de modo ilegítimo».
Como
Orestes acaba matando a su madre, su crimen habrá de ser también perseguido. Se
cierra este drama con las terribles visiones de Orestes, que ve a las Erinis
acercándose a él para cobrarse la sangre de Clitemnestra. Son diosas temidas
que mantienen en lo profundo de su espíritu los deseos de venganza contra los
asesinos.
Para
el pueblo argivo, sin embargo, Orestes los ha liberado del dominio de una casa
impía al haber cortado las cabezas de dos serpientes (Clitemnestra y Egisto); mientras que para las Erinis (maldiciones invocadas por los propios difuntos), tampoco esta
justicia es pura ni perfecta. Y por tanto han de restituir el orden violado por
la mano del hombre. ¿Cuándo tendrá fin esta cadena de muertes?, se pregunta al
final el coro. ¿Cuándo dormirá la rencorosa Ate?
Lo
cierto es que si se medita lo suficiente sobre este dramático asunto, se entiende en
seguida que no dormirá jamás la diosa de la venganza si no se reconoce una
autoridad entre los hombres que administre justicia. Esquilo hace rogar al
pueblo por esa autoridad. Está confiriendo en realidad legitimidad al Areópago,
consejo de ancianos atenienses encargados de dictar sentencias, como se verá en
la tercera y última parte de la Orestea. Un tribunal que impida que cada uno
busque el desquite directamente.
Pero
ésta no deja de ser una difícil tarea para unos hombres que, por mucha sangre
que consigan ahorrarse, son incapaces de dar a cada uno lo que merece y de no
emitir fallos imperfectos, por muy honestos que sean.
Habrá
que aguantarse con la mejor justicia de la que somos capaces. Cuál sea ésta
seguirá siendo objeto de debate.
Obras de Esquilo:
La Orestea:
*Las Coéforas
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