Cuatro o cinco veces debo de haber leído ya Romeo y Julieta. Si la primera, hace ya bastantes años, me encandiló enormemente, la última, que acabo de terminar, me ha resultado un deleite mayor, aumentando así más y más mi admiración por el genio de Stradford.
La fuerza pasional y tremenda de sus personajes icono, el lenguaje paradójico y el juego de palabras, la habilidad para enredar las tramas, la mezcla de humor y desgracia, la inclusión de elementos picantes, la ironía, la retórica lírica y elegante, los diálogos geniales; el brillo incesante de sus obras sería incomparable, si situáramos en un firmamento literario los astros más geniales de la historia. Romeo y Julieta relumbra por eso mismo con luz propia en esta bóveda improvisada y llena de grandes polígrafos, al destacar en todos y cada uno de los parámetros anteriores, tan característicos de William Shakespeare.
Son muchas las ideas que florecen en mi mente cuando leo Romeo y Julieta, y más las notas que se amontonan en las ediciones que tengo de esta obra. Quizá la idea que más me ha impactado en esta ocasión ha sido la necesidad que tiene el enamorado de estar ante el amado. Cuando en el Jardín de los Capuleto Julieta y su Romeo se declaran su amor, la despedida parece un instante impracticable:
Julieta. ¡Romeo!
Romeo. ¿Querida mía?
Julieta. ¿Mañana a qué hora te envío a alguien?
Romeo. A las nueve.
Julieta. No me descuidaré: faltan veinte años hasta entonces. He olvidado por qué te llamé otra vez.
Romeo. Déjame que me quede aquí hasta que lo recuerdes.
Julieta. Se me olvidará, si te sigo teniendo delante, por recordar cuánto quiero tu compañía.
Esto es precioso. La presencia del amado no hay nada que lo iguale. En otro lugar, más adelante (escena primera del acto quinto), Romeo exclamará: «¡Qué dulce debe ser el amor poseído, cuando sólo las sombras del amor son tan ricas en gozo!». A mí esto me ha hecho pensar en el profundo amor de Dios y en cómo la eternidad puede comprenderse únicamente a partir de su irresistible presencia, o de su ausencia en modo absoluto, fruto de un rechazo irrevocable por nuestra parte.
Por eso, si la presencia del amado, criatura al fin y al cabo, compuesto por tanto de grandeza pero también de miseria, suspende todos los afanes e incluso nos hace pensar que con esto basta para conservarnos vivos, la Presencia misma, la Vida con mayúsculas, el Amor divino, ¿qué arrebato, qué éxtasis provocará? ¿Qué estado de dicha inigualable supondrá estar en la presencia de Dios, si cuando estamos ante la amada todas las necesidades pasan a un segundo plano? Así, Romeo dirá: «¿Puedo pasar de largo si mi corazón está aquí?». Y Julieta, por su parte: «sólo el nombre de Romeo dice elocuencia celestial». ¿Qué tiene, así pues, el amor puro que de esta manera nos trastorna? Quizá la seguridad de que una vez hallado la vida revela su significado definitivo.
Al final, no hay que olvidarlo, la desgracia se consuma en esta obra porque un poder más grande de lo que podemos resistir, dirá Fray Lorenzo, ha malogrado los intentos de unir a los dos amantes, y por el odio tremebundo entre Montescos y Capuletos. Desafortunadamente, en esta vida tenemos enemigos. Y quien niega tal cosa se convierte en un verdadero peligro, porque sólo reconociendo al enemigo, se le puede hacer frente. De la misma manera que si el amor es ciego, a decir de Mercucio, éste no podrá dar en el blanco.
Resulta por tanto una idea feliz pensar que las dos familias podían haberse reconciliado por el bien de sus hijos, casados en secreto y dispuestos a todo con tal de consumar su amor libremente. Podría haberse dado esa reconciliación, cierto, y entonces no estaríamos ante una tragedia. Pero para que el verdadero amor, más allá de la ficción, triunfe en el mundo, deberíamos ser todos buenos. Y eso, me temo, significa negar que en el mundo también hay malos. Malos que en las sombras manejan los destinos del mundo, que desgarran familias y destruyen amores bendecidos incluso. Malos cuyo afán es el poder, el dinero, y el goce que proporciona sembrar el mal, por sadismo y maldad, porque son hombres malditos en el fondo. No son sorprendentes entonces las palabras de Romeo al boticario al que compra el veneno para suicidarse:
«Aquí tienes tu oro, peor veneno para las almas de los hombres, y que hace más crímenes en este mundo odioso que esos pobres compuestos que no deberías vender: te vendo veneno, tú no me has vendido ninguno».
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