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viernes, 19 de febrero de 2016

La violación de Lucrecia de William Shakespeare

La producción literaria de William Shakespeare no se reduce a las obras destinadas a la función teatral, aunque sean éstas las más populares. En realidad el genial poeta británico es responsable de dos poemas narrativos magníficos, Venus y Adonis y La violación de Lucrecia, siendo el segundo de ellos el que le valió entre la crítica londinense un reconocimiento rotundo; por la armonía de sus versos, sus melódicas estrofas, su embriagador gracejo..., se le otorgó, justamente, el epíteto de «Dulce Shakespeare». Escribió ambos poemas en 1593 y 1594, respectivamente, aprovechando la clausura de los teatros de la capital a causa de un brote de peste. Uno y otro poema revisten tintes dramáticos, pero La violación de Lucrecia, sobre todo por su contenido, es una obra más sombría que la primera; una obra fecunda en dilemas morales, políticos y aun metafísicos. Es ésta, en definitiva, la obra de un autor culto; y por eso una obra reservada, ya en su concepción, a paladares con muy buen gusto.

Shakespeare quiso impresionar, como decía, a la crítica con este poema narrativo ambientado en la Roma monárquica. Daba así el bardo cuenta de su conocimiento de la historia clásica, pero también de la sagrada, porque el asunto de este poema es un reflejo del enredo que mantienen el rey David, Betsabé y Urías

En este drama, una vez más, la belleza de una mujer hace perder el sentido de un hombre impío. Se repite por tanto, como si las almas no fueran capaces en cuerpo mortal de eludir las pasiones más feroces, el arrebato de Paris y Helena. Entonces ardió hasta los cimientos la ciudad de Príamo. En este caso la bella Lucrecia abraza el suicidio.

Quizá lo más sorprendente de La violación de Lucrecia sea, pese a todo, el inicio de la tragedia, el motivo oculto que anima este desgraciado poema; motivo en apariencia insustancial y ridículo. Todo se debe en el fondo a una imprudencia, a una fatal y torpe indiscreción. Colatino, marido de Lucrecia, al presumir de la castidad de su mujer y de sus otras altas virtudes delante de los jefes del ejército del soberbio rey Lucio Tarquino, despierta el interés lascivo de Sexto, hijo del tirano de Roma. No en vano diría Jesús en el Evangelio de Mateo, previniendo a sus discípulos, «guardaos de los hombres». Y Colatino, en cambio, presenta en bandeja de plata a los impíos hombres a su inmaculada esposa.

Y así, «arrebatado por traidoras alas de un pérfido deseo, Tarquino, a quien lujuria inflama, las romanas tropas deja y la asediada Árdea y conduce a Colacia la oscura llama, que, encubierta bajo pálidas cenizas, arde en deseos de elevarse y ceñir en su fogoso abrazo el talle de Lucrecia, la púdica mujer de Colatino». Una vez en casa del leal soldado y de Lucrecia, Sexto Tarquino se disfraza de cordero para asaltar a su presa. Es en el ínterin, a punto de introducirse Tarquino en los aposentos de Lucrecia, cuando Shakespeare desarrolla un magistral episodio dominado por las dudas y temores del sacrílego Tarquino, que forcejea inútilmente contra el ímpetu que lo violenta: «¿Quién da la eternidad a cambio de un capricho?», llega a decirse el impío, mientras se debate entre el deseo ardiente y la fría conciencia. Aquí resuenan de nuevo los ecos del Evangelio, que Shakespeare conoce al dedillo, pues asimismo en Mateo leemos la sentencia que motiva en el autor esa frase redonda: «¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?». Y el desgraciado continua, consciente de su vil pensamiento, diciendo: «¿De qué excusa podré echar yo mano cuando me acuse de acto tan perverso?». Pero abusando de su poder, y a pesar de conocer la perversidad de su agravio, consuma los deseos que lo están consumiendo.

Es esta acción probablemente una alegoría de las desgracias que trae consigo el abuso de la autoridad y la inmoralidad que acompaña en sus actos al poderoso. Por eso esta desgracia servirá para que Roma se alce contra los Tarquinos y los destierre a perpetuidad. 

Pero no es el mensaje político de este poema el que a mí me interesa ahora. Me preocupa más el sufrimiento que las grandes convulsiones políticas —de las que siempre son responsables los individuos que controlan los resortes del mundo— ocasionan entre los que son simples piezas de un juego antiquísimo. Lucrecia, de virtud probada, es ultrajada por la estupidez de un marido sin apenas luces. Ella forma parte del juego, aunque no lo advierta; ella y todos los vivos. Se preguntará en consecuencia «¿por qué el placer privado de un solo ser se torna fatalidad de tantos?». 

Yo intuyo, o sé, la respuesta. Porque venir a la vida es entrar sin saberlo en un tablero cuyas piezas llevan siglos enfrentándose, movidas por astutas inteligencias. Así de fácil. Y así de terrible.


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