El signo de los cuatro transcurre siete años después de la investigación de Estudio en escarlata. En este nuevo relato largo el genial sabueso británico exhibe de nuevo su brillantez intelectual y su particular temperamento. En esta ocasión, el misterio consiste en un tesoro indio compuesto por piedras preciosas que ha desaparecido y que en justicia debería poseer la señorita Mary Morstan. Cuando ésta se pone en contacto con el genial investigador privado denunciando la desaparición de su padre, propietario del tesoro, Sherlock se pone en marcha. El enredo sin embargo me parece algo secundario en esta breve novela. Pues el contraste entre Sherlock y Watson, enfatizado en El signo de los cuatro, me merece mayor interés que toda la trama.
Sir Arthur Conan Doyle, por algún azar extraño que se nos escapa, dio vida a uno de los personajes de ficción más extraordinarios de la literatura, pero no lo malbarató, sino que lo destinó al bien; no erigió por tanto un villano, sino un verdadero héroe literario. Cómo consiguió tal empresa el escritor escocés no es posible explicarlo, pero lo cierto es que en su obra, y de la mano de su gran protagonista, el lector encuentra un placer secreto al ir observando cómo el sobresaliente detective desenmaraña paso a paso las complicadas madejas humanas. Y, claro, esa sensación de satisfacción que encuentra el lector en las aventuras de Sherlock le ha granjeado al personaje numerosos fanáticos.
Por eso Watson, admirado también de esta brillantez intelectual de Sherlock, no puede sino temblar ante la perspectiva de que su fraternal compañero hubiera puesto sus dones al servicio del mal: «no podía dejar de pensar en qué terrible criminal habría sido si hubiese volcado su energía y sagacidad en contra de la ley, en lugar de ejercerlas en su defensa». La nobleza de Watson, expresada en todo momento, destaca precisamente cuando se mide con el detective. Holmes, sin duda, es una figura enormemente atrayente. Sus extraordinarias cualidades despiertan la admiración de cuantos conocen su incomparable hoja de servicios. Pero también es un hombre difícil, antipático, adusto. Watson, pese a todo, y siendo sin duda un individuo brillante asimismo, reconoce sin reparos la superioridad de su amigo. Esto no lo podría tolerar un corazón envidioso. Watson sí, porque como se dice coloquialmente, el suyo es de oro. Esta es quizá una de las claves por las que la pareja funciona tan bien, el equilibrio entre afectos y talentos que los dos presentan.
No dedicaré aquí más de un segundo, como dije al principio, a los personajes que hacen posible la trama y que están implicados en la desaparición del gran Tesoro de Agra, todos ellos hombres de nombres exóticos y complicados: Jonathan Small, Mahomet Singh, Abdullah Khan, Dost Akbar, o los hermanos Thaddeus y Bartholomew Sholto. Son, como decía, simples comparsas. El atractivo de este relato reside en el contraste entre Sherlock y Watson, y sobre todo, en la riqueza psicológica del héroe principal.
Sherlock entiende como pocos el comportamiento humano. Si bien reconoce que el hombre en tanto individuo es un misterio, como masa, su comportamiento puede ser predicho con el rigor de una ciencia exacta. Es en este sentido pionero de las futuras ciencias de la conducta. Aquí nos quitamos el sombrero y aplaudimos, recordando al mismo tiempo al profeta Ortega, que denunció la pavorosa homogeneidad de situaciones, gustos y pensamientos de nuestra época. Quizá Sherlock influyó en algo a nuestro filósofo, o tal vez es que las almas afines acaban en los mismos caminos. Como sea, el propio Sherlock confiesa, asqueado y no sin asombro: «detesto la aburrida monotonía de la existencia».
Aquí se revela otra de sus mayores grandezas, no tan apreciada sin embargo, porque su brillante intelecto ensombrece cualquiera de sus otros talentos. Me refiero a su entrega, en cuerpo y alma, a los numerosos casos que investiga. Esta búsqueda de la excelencia lo eleva y distingue totalmente del resto de sus congéneres. En términos filosóficos, se podría decir de Sherlock que es un hombre que desprecia la mediocridad. Y es precisamente ese aborrecimiento atávico por la mediocridad lo que le impulsa a no ser como los demás, superándose siempre a sí mismo.
Y sin embargo, a pesar de su carácter difícil y de sus dotes extraordinarias, Sherlock no es ningún necio. Para nada es un ser fatuo que aprovecha su superioridad para hundir al resto. Sabe que por encima de él, aunque no haya muchos hombres, sí existen leyes, fuerzas, o entidades que nos superan, y que hacen aún más apasionante esta existencia: «Cuán pequeños nos sentimos, con nuestras ambiciones y luchas insignificantes, ante las poderosas fuerzas de la naturaleza».
Triste descubrimiento es que sabiendo esto, a muchos en nada les aprovecha.
Holmes y Watson; Quijote y Sancho; Johnson y Boswell, narrador y el "Gran Meaulnes" nos dan noticia sobre la fascinación que despierta en ciertas naturalezas una personalidad especial y atrayente.
ResponderEliminarDiseccionar, cómo el primero del tándem es más atractivo (y quizá más peligroso) que el cronista, tiene que ser la elíptica y hábil labor de la gran literatura.
No le perdono, amigo Luis, que hablando de Holmes no haya comentado su más sublime caso: "El sabueso de los Barkerville" criatura perfecta de la intriga que tuve la dicha de conocer a mis once años, y que me generó un sentimiento berrendo de miedo y apasionado interés por las letras.:):):)
Haddock.
Estimado Haddock, todo a su debido tiempo. Primero, Estudio en escarlata; después, El signo de los cuatro; en tercer lugar El sabueso de los Baskerville; y por último, El valle del miedo. Tengo intención de glosar los cuatro grandes relatos de Holmes. Los dos primeros ya han sido realizados y publicados en La Cueva. El siguiente, en riguroso orden, es su preferido. Espero, por mi bien, estar a la altura.
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