Francia ha
sido considerada por los historiadores la hija primogénita de la Iglesia. El
hecho de que Clodoveo fuera el primer monarca germánico en abrazar el
catolicismo contribuyó decididamente a otorgarle ese reconocimiento. La
conversión del rey de los francos, pueblo bárbaro a finales del siglo V, inició
un proceso de cristianización mediante el cual se irían incorporando a la
Iglesia durante los siglos posteriores todos los demás pueblos europeos,
alcanzando su momento de mayor apogeo el día de Navidad del 800, año de la
coronación de Carlomagno en la basílica de San Pedro. Carlomagno se convertía,
así pues, en el gran emperador cristiano.
Hoy sabemos
que «el gran designio de Carlomagno fue desarrollar una auténtica “política
cristiana”, que alcanzase a toda la extensión de sus dominios y a todos los
aspectos de la vida de sus súbditos. Carlos estaba profundamente penetrado por
el sentimiento de la gran misión que le tocaba cumplir en el mundo. La Ciudad de Dios, de San Agustín, el libro
preferido, inspiraba su filosofía política, y él mismo se consideraba como
instrumento escogido por Dios para poner por obra los designios divinos sobre
la Iglesia y la Cristiandad. El impulso dado por Carlos a la sociedad cristiana
en todos los órdenes de la vida se materializó en el llamado “Renacimiento
carolingio, del que fueron artífices, junto al soberano, una selecta minoría de
eclesiásticos versados en letras sagradas y profanas, de procedencia muy
diversa que acredita la amplia capacidad integradora de hombres y de pueblos
característica de la obra carolingia»[1].
Ahora bien,
sin restar valor alguno a los sucesos antes mencionados, si alguna nación
alcanzó inconmensurable gloria a los ojos de la Iglesia, esa fue España. España
fue la que mejor sirvió a la Santa Madre Iglesia, y ningún otro país de la
tierra ha defendido la causa de Cristo con idéntico celo y sacrificio. Por eso
España debe ser considerada la hija predilecta de la Iglesia.
España, de
entrada, ganó para la Iglesia el nuevo mundo. Don Marcelino Menéndez Pelayo
arguyó, en el epílogo del octavo libro de su Historia de los heterodoxos españoles, que «Dios nos conservó la
victoria, y premió el esfuerzo perseverante dándonos el destino más alto entre
todos los destinos de la historia humana: el de completar el planeta, el de
borrar los antiguos linderos del mundo». Entre los designios de Dios, por
tanto, estaba que España hiciera «sonar la palabra de Cristo en las más
bárbaras gentilidades». Por eso llamó a España don Marcelino la «evangelizadora
de la mitad del orbe».
El auxilio
que prestó la nación española a la Iglesia para combatir la herejía en la que
había caído media Europa, también ha de ser tenido en cuenta. Tanto es así que
puede decirse con el corazón henchido que no hay rincón de Europa donde no haya
una tumba con los restos de alguno de nuestros soldados. Y si Francia tuvo a
Carlomagno, España tuvo a los Reyes Católicos y al emperador Carlos. De tal
manera que, combatiendo en los campos de Europa la herejía e iluminando el
nuevo mundo con la luz del Evangelio, España entregó «a la Iglesia romana cien
pueblos por cada uno que le arrebataba la herejía». Y si Carlomagno concibió un
proyecto de sociedad cristiana europeo, «nosotros tuvimos un programa político
con validez para el mundo entero»[2], cavando
las bases de un orden internacional inculcado en la idea de la universitas christiana.
Al fin y al
cabo el rencor que ha sufrido España, al menos desde la aparición de la leyenda
negra, es fruto de la intensidad con la que la caracterizan dos de sus notas
esenciales: romanismo y cristianismo. Por eso este hecho no ha podido pasar
inadvertido a los hispanistas que han indagado seriamente los entresijos de la
historia de España. Así, para el historiador Joseph Pérez «el pecado original
de España es ser católica y latina»[3].
En fin, el
rico terruño español —como lo llamara Pío XII en su radiomensaje a los fieles
españoles el 18 de noviembre de 1945—, fue el origen de «la epopeya gigante con
que España rompió los viejos límites del mundo conocido, descubrió un
continente nuevo y lo evangelizó para Cristo»[4]. Tanto
honor, obviamente, dio lugar a un encono enfermizo por parte de los enemigos de
la Verdad contra la hija predilecta de la Iglesia.
Pero ahí no
acaba el lustre de la nación española. Muy pocos eruditos en realidad se han
percatado de la principal singularidad de España con respecto a Europa.
Francisco Elías de Tejada notaba que algunos estudiosos se habían aproximado a
resolver el problema, pero sin éxito: «Se ha repetido hasta la saciedad que
Europa acababa en los Pirineos, y ello es cierto con tal que no suponga, dentro
del simplismo del bachiller de primer año, que después de Europa comenzaba
África; pues lo que empieza en los Pirineos es el Occidente preeuropeo, una
zona en donde aún alientan vestigios arraigadamente tenaces de la Cristiandad
que allí se refugió después de que fue suplantada en Francia, Inglaterra o
Alemania por la visión europea, secularizada y moderna de las cosas»[5].
Es decir, la
Cristiandad moría mientras nacía Europa. Sin embargo en España la Cristiandad
pervivió bajo la forma de la Tradición cristiana. «En el rincón sudoccidental
del Occidente, allá donde terminaban los confines geográficos del orbe antiguo,
un puñado de pueblos capitaneados por Castilla constituía cierta Cristiandad
menor y de reserva, arisca y fronteriza, que se llamó las Españas, tensas en el
combate diario contra la amenaza constante del Islam»[6]. Por eso
andando el tiempo se podrá ver a los requetés portando un Detente. Y por eso a
los miembros de este cuerpo militar de voluntarios que luchó en defensa de la tradición religiosa y la monarquía carlista durante las guerras civiles
españolas de los siglos XIX y XX, se les podía ver en sus pechos la imagen del
Sagrado Corazón de Jesús, infundiendo el desánimo entre las filas enemigas, pues
éstas sabían que combatían contra hombres auxiliados por el cielo.
¿Y no es en
España donde la Pascua se ha vuelto más memorable y respetada? Un motivo más
por el que la Iglesia puede estar bien orgullosa de su hija predilecta —aunque
les pese a cuantos con espíritu vulgar ven las procesiones españolas como el
movimiento de muchedumbres tras muñecos de madera—, es la diligencia de ésta en
la semana más grande del año. La Semana Santa española no tiene parangón en el
orbe cristiano, y goza de fama mundial porque en España se ha llevado a su
máximo cumplimento el culto a las imágenes prescrito en el segundo concilio
niceno celebrado en el año 787.
Los espíritus
vulgares no pueden comprender —o no quieren más bien— que «el culto de la
religión no se dirige a las imágenes en sí mismas como realidades, sino que las
mira bajo su aspecto propio de imágenes que nos conducen a Dios encarnado.
Ahora bien, el movimiento que se dirige a la imagen en cuanto tal, no se
detiene en ella, sino que tiende a la realidad de la que es imagen»[7].
¿No ha de ser
la Semana Santa española un positivo rescoldo del culto público que debe a Dios
el cristiano ante el mundo?
Finalmente,
España ha sido llamada también «Tierra de María». Este solar fue el único,
según la tradición, en haber recibido la visita de la Santísima Virgen María en
carne mortal, esto es mientras aún vivía, a orillas del Ebro. Se le apareció al
apóstol Santiago el año 44 en Cesaraugusta. Y hoy, en el lugar de la aparición,
se levanta una impresionante basílica barroca que recuerda ese momento. Pero
otro privilegio exclusivo reservaba Dios para los españoles en relación con la
Santísima: la casulla azul en el día de la Inmaculada.
El dogma de
la Inmaculada Concepción fue declarado por el papa Pío IX en 1854. Sin embargo
siglos antes los españoles ya celebraban a la Inmaculada como patrona y
protectora de España. Precisamente por el papel de la Iglesia española en
defensa del dogma, la Santa Sede concedió a los sacerdotes españoles el
privilegio de vestir la casulla azul celeste cada 8 de diciembre.
Este
privilegio excepcional demuestra en definitiva la especial catolicidad de la
nación española y su destino privilegiado en la Historia. Ciertamente ser hijo
predilecto no significa ser hijo impecable y libre de errores. Pero no cabe
duda que España, evangelizada y evangelizadora como ninguna otra, no solo puede
ser considerada la nación más gloriosa del mundo, sino que puede presumir con
orgullo de haber sido especialmente mimada por Dios, en función de su destino
inigualable en el mundo, como a la niña sus ojos.
[1] José Orlandis, Historia de la Iglesia. Vol 1. La Iglesia antigua y medieval (Madrid
2006), páginas 223-226.
[2] Vicente Palacio Atard: Derrota, agotamiento, decadencia en la
España del siglo XVII (Madrid 1949), páginas 194-195.
[3] http://www.abc.es/20100629/cultura-libros/joseph-perez-201006291647.html
(29 de junio de 2010)
[4] https://w2.vatican.va/content/pius-xii/es/speeches/1945/documents/hf_p-xii_spe_19451118_spagna-apor.html
(28 de noviembre de 1945)
[5] Francisco Elías de Tejada, La Monarquía tradicional (Madrid 1954)
páginas 34 y 35.
[6] Ibíd, página 43.
[7] Santo Tomás, Suma Teológica (II-II, 31, 3, ad 3).
¿Cómo no amar a España nuestra Madre Patria? Solo basta conocerla un poco, ¿Cómo no despreciar la república anticatólica que nos gobierna?
ResponderEliminarDesde México con aprecio.
Pues para ser la hija predilecta de la Iglesia, el que hace de Obispo de Roma en cuatro años no se ha dignado a visitarla ni siquiera por el 5º Centenario de Santa Teresa de Jesús, insigne doctora de la Iglesia. Y es que, además, por las noticias que tengo, tampoco tiene en su agenda el visitarla.
ResponderEliminarAsí es. Que pena que muchos Comunistas quieran implantar de nuevo el Marxismo. Pero la gran mayoría de los Españoles somos Católicos y no lo permitiremos con la ayuda de Dios.
ResponderEliminar"Cuando es necesaria una gran hazaña, los ángeles, clamando a Dios, miran a España." (cito a L. Castellani, aunque no textualmente.)
ResponderEliminarQuizás sea por eso que el demonio se ha ensañado con los españoles en la modernidad.
Saludos! Me gustaría visitar España.
ResponderEliminar