En estas Navidades he vuelto a leer la polémica obra de Shûsaku Endô: Silencio. También he visto de nuevo la no menos controvertida adaptación cinematográfica de Martin Scorsese. Aquí diré solamente unas palabras acerca de la novela, que, a pesar de parecerme soberbia y entretenida, contiene sin embargo dosis fatales de veneno espiritual, sobre todo para lectores incautos, como yo lo fui en su día.
Tres asuntos
capitales son tratados en esta soberbia novela, aunque no son los únicos: 1) el
supuesto silencio de Dios ante el sufrimiento y el mal, 2) la inculturación
japonesa en tiempo de las misiones y 3) la apostasía y el martirio.
Acerca de la primera cuestión, cabe decir que ni Dios está sordo, ni mudo;
escucha el clamor de sus criaturas y habló de modo admirable en última
instancia por medio de su Hijo. En la segunda cuestión, interesantísima,
tampoco me detendré, aunque Endô, que dice de sus paisanos que son insensibles
a Dios, al pecado y a la muerte, parece insinuar que debiera ser la Iglesia universal la que tendría que depurar, para ser acogida por todos los pueblos, su
sello romano, latino u occidental…
Por otro lado
está la cuestión de la apostasía y el martirio. Es el asunto principal,
entiendo yo (con él abre Endô su obra). Pues bien, el hecho de
que el autor parezca disculpar en ella la apostasía revela lo que desde hace
décadas es una infestación modernista de la fe y el abandono del catecismo
tradicional.
Según la doctrina
tradicional de la Iglesia católica, la apostasía es el pecado por antonomasia:
Judas es el primero de todos los apóstatas —comenta el padre José María Iraburu
en Reforma o apostasía—. Él creyó en Jesús, y dejándolo todo, le siguió (en
Caná «creyeron en Él sus discípulos», Jn 2,11). Pero avanzando el ministerio
profético del Maestro, y acrecentándose de día en día el rechazo de los judíos,
el fracaso, la persecución y la inminencia de la cruz, abandonó la fe en Jesús
y lo entregó a la muerte. La apostasía es el mal mayor que puede sufrir un
hombre. No hay para un cristiano un mal mayor que abandonar la fe católica,
apagar la luz y volver a las tinieblas, donde reina el diablo, el Padre de la
Mentira. Corruptio optimi pessima. Así lo entendieron los Apóstoles desde el
principio: «Si una vez retirados de las corrupciones del mundo por el
conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, de nuevo se enredan en
ellas y se dejan vencer, su finales se hacen peores que sus principios. Mejor
les fuera no haber conocido el camino de la justicia, que después de conocerlo,
abandonar los santos preceptos que les fueron dados. En ellos se realiza aquel
proverbio verdadero: “se volvió el perro a su vómito, y la cerda, lavada,
vuelve a revolcarse en el barro”» (2Pe 2,20-22). De los renegados, herejes y
apóstatas, dice San Juan: «muchos se han hecho anticristos… De nosotros han
salido, pero no eran de los nuestros» (1Jn 2,18-19).
El Catecismo de
la Doctrina Cristiana enseña que ama a Dios sobre todas las cosas el que cumple
todos sus mandamientos. Y sobre todas las cosas quiere decir más que a todas
las criaturas, estando dispuestos incluso a perderlo todo, aun la propia vida, antes
que ofenderle. En cambio, en esta novela se presenta la vida terrenal como el
valor supremo. Y el sufrimiento como algo a evitar a toda costa. Por eso salvar
el pellejo de los demás, aun arriesgado el destino eterno del alma, es para los tentadores «la
mayor prueba de amor que nadie haya dado jamás». ¿Y no es esta insinuación del
padre Ferreira al padre Rodrigo diabólica? Renegar públicamente de la fe, se mire por donde se
mire, es un antitestimonio, la inversión del modelo de los mártires, que
despreciaron su vida hasta la muerte (Ap 12, 11). En definitiva, vivir la fe
en secreto es vivir una mentira, es no creer en nada, o creer lo que cada cual
apetezca, que es, precisamente, la fe de la nueva iglesia, y artículo eminente
de su credo modernista.
Y decía, ya para
acabar, que esta controversia acerca de la apostasía ha sido posible por el
olvido del catecismo tradicional. Si se conociera éste, no se caería en la
tentación satánica de preguntarse nuevamente en qué consiste amar a Dios cuando
no podemos verle, palparle o sentirle. El precio del cielo, como dice Leo J.
Trese en La fe explicada, es amar a Dios. «Y este amor tiene que probarse del
único modo con que el amor a Dios puede ser probado: por la libre y voluntaria
sumisión de la voluntad creada a Dios, por lo que llamamos comúnmente un «acto
de obediencia» o un «acto de lealtad».
En conclusión, a
pesar de lo que piensen los cristianos modernistas, de hinojos todos ante el
mundo y ante un falso credo, Cristo aseguró que quienes lo negaran delante de
los hombres, Él los negaría delante del Padre celestial (Mt 10,33). Respecto al resto, qué decir, ya sabemos que la sabiduría del Evangelio es escándalo para judíos y necedad para paganos (I Cor 1, 23).
Si, pero somos débiles, y un martirio puede hacer que Le negemos por puro terror y dolor ,aunque sufrimos enormemente por la traición involuntaria
ResponderEliminarUna tortura nos puede hacer que Le negamos sin ser nuestr voluntad
ResponderEliminarEs cierto todo lo que usted dice, pero aun así, no me parece ésta una película ejemplar.
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