Tiempo atrás dije de la Divina
Comedia que era la gran odisea y
alegoría cristiana. Otra maravillosa aventura cristiana es El Señor de los Anillos.
Tolkien, el autor de este
relato épico fantástico, escondió de forma sublime en un cuento de hadas la
gran conflagración presente en los evangelios, que no es más que una apoteósica
guerra a nivel espiritual entre los hijos de la luz y los hijos de las
tinieblas. En los evangelios, concretamente, se cuenta que el Hijo de Dios vino
al mundo para deshacer las obras del enemigo y rescatar a los hombres, esclavos
suyos desde antiguo. Y lo hizo llevando sobre sí mismo los pecados de todos, y
derramando finalmente su sangre, que constituyó la fianza mediante la cual nos
liberó de nuestra condición miserable. El Señor de los Anillos, por su parte, presenta asimismo esa guerra perpetua
entre los nobles corazones y las fuerzas demoníacas que representan todos los
siervos del Señor Oscuro, a través de la difícil misión de Frodo y sus amigos:
atravesar la Tierra Media, internarse en las sombras del País Oscuro y destruir
el Anillo arrojándolo en las Grietas del Destino.
El objeto de tal tarea
estremece, si se repara un instante en el riesgo que conlleva. Pues al parecer
un poder maligno ha forjado «un Anillo para gobernar a todos los hombres.
Un Anillo para encontrarlos, un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las
tinieblas, en la Tierra de Mordor, donde se extienden las Sombras». Las
potencias del mal se reúnen entonces para subyugar a los hombres, para
someterlos a un único señor y a un único orden.
Por eso resulta tan
extraña en principio la elección del «héroe» que ha de destruir definitivamente
el Anillo e impedir la dictadura total que proyecta el vil enemigo: Frodo, un
insignificante hobbit, o lo que es lo mismo, la criatura menos indicada de toda
la Tierra Media para realizar una proeza como ésa. ¡Sublime paradoja ésta! En
realidad todo el relato de Tolkien está salpicado de paradojas y significados
profundos. En realidad el relato mismo se nutre de un sustrato teológico
admirablemente ocultado por el escritor británico. Porque, de hecho, los únicos
que pueden consumar el encargo recibido («muchos son los llamados pero pocos
los escogidos»), son los pobres de espíritu, los puros de corazón, los que se
han hecho niños y perseveran hasta el fin, entregados resueltamente a su
principal bienhechor.
El Señor de los Anillos, en definitiva, no es tanto una fantasía o ficción
alegórica —aunque contenga alusiones, signos y metáforas bíblicas veladas, y
esté animado por personajes y monstruos que sólo existen en la imaginación de
su autor—, como un reflejo de la vida misma, sometida a la presión de fuerzas
incorpóreas, que aunque son vencidas al término la historia, en el camino
arrastran, con el poder enorme del Anillo, a miríadas de hombres. En eso, por
cierto, creía Tolkien. Pues Tolkien creyó en el devastador poder del Señor
Oscuro y sus secuaces, así como en la formidable, peligrosa y misteriosa fuerza
del pecado.
De ahí que una vez
cumplida su misión Frodo designe a Sam su heredero, encargándole perpetuar la
memoria de su gran aventura, «para que la gente recuerde siempre el Gran
Peligro»…
Gracias por el análisis
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