El
distinguido filósofo británico Bertrand Russell veía en los educadores a los
guardianes de la civilización. De entrada no perece posible impugnar fácilmente
esta observación, si no fuera porque los educadores compartiríamos misión con
militares, sacerdotes y profetas —lo cual provoca en principio cierto vértigo—;
aun así, ¿cómo negar la importancia fundamental de la educación?
Que el
hombre necesite educarse no es un postulado que precise ser probado. No se
aprende a respirar ni a comer; en cambio, el desarrollo armónico de las
facultades intelectiva y volitiva del hombre requiere desarrollo y recta guía.
«A las plantas las endereza el cultivo; a los hombres la educación»[1]. Donde
no hay acuerdo, ni lo habrá jamás, es en la cuestión de a quién corresponde
educar y enseñar, ni en la de en qué consiste la educación o cuáles son su
finalidad, principios y fundamentos.
Respecto
a la primera cuestión, ya no son agentes principales de la educación, al menos
en el orbe cristiano, la familia y la Iglesia, sino el Estado (por medio de una
escuela nacional) y los medios de comunicación. En cuanto al punto siguiente,
nos encontramos ante una auténtica guerra entre una enseñanza secularizada y
puramente natural, que aspira a hacer del hombre la medida de todas las cosas,
y una educación religiosa de matriz sobrenatural y por tanto trascendente.
Si de
educación se trata, los cristianos deberíamos atender a las enseñanzas de sus
más seguros guardianes. Al respecto, el Papa Pío XI, en su encíclica dedicada a
la educación, Divini illius Magistri, señaló: «La educación consiste esencialmente en la
formación del hombre tal cual debe ser y debe portarse en esta vida terrenal, a
fin de conseguir el fin sublime para el cual fue creado», por lo que «es
evidente que así como no puede existir educación verdadera que no esté
totalmente ordenada hacia este fin último, así, en el orden actual de la
Providencia, es decir, después de que Dios se nos ha revelado en su unigénito
Hijo, único que es camino, verdad y vida, no puede existir otra completa y
perfecta educación que la educación cristiana»[2].
Según
lo anterior, hay una educación verdadera y otra que no lo es. Lo cual da como
resultado que los profesionales de la enseñanza nos veamos divididos, en última
instancia, en la salvaguarda o promoción de dos civilizaciones opuestas. Nelson
Mandela, icono progresista hoy casi olvidado por completo, observó que «la
educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo». Y
estaba en lo cierto. Lo que no dijo es en qué sentido. Porque no es lo mismo un
mundo transformado por Cristo que otro por el Anticristo. Vendría a ser algo
así como lo que Herbert Spencer dijo una vez: «el objeto de la educación es
formar seres aptos para gobernarse a sí mismos, y no para ser gobernados por
los demás». Pero para llegar a gobernarse uno mismo, antes es necesario haber
sido educado en las virtudes clásicas: prudencia, justicia, fortaleza y
templanza, por un lado, y fe, esperanza y caridad, por otro.
Y es
que la educación es un proceso complejo que ha de permitir que los alumnos
alcancen su madurez física, moral, intelectual y afectiva.
La
educación física no contempla únicamente la salud del cuerpo, sino también el
pleno desarrollo de los talentos que están en germen en ciertas actitudes. En
segundo lugar, de igual modo que no puede haber un desarrollo corporal sin
disciplina y sin dominio de uno mismo, la educación moral es imprescindible
para adquirir una voluntad recta y fuerte, mediante el ejercicio de las
respectivas virtudes morales. No menos importancia tiene, en tercer lugar, la
dimensión intelectual, ya que la educación intelectual tiene por fin alcanzar
una visión del mundo conforme a la realidad. De hecho, si se educara bien esta
dimensión humana, la sociedad se ahorraría muchos desgraciados y muchas calamidades.
Finalmente, la educación afectiva, olvidada pero necesaria también, busca seres
humanos equilibrados y con sentimientos verdaderamente nobles y jerarquizados,
dispuestos a la relación íntima con Dios. Al final de lo que se trata es de
permitir a los jóvenes convertirse en cristianos, en llegar a ser plenamente
hombres, es decir, en hacer posible que crezcan, como nos inspira el Evangelio,
«en estatura, en sabiduría y en santidad» (Lc 2, 52).
La
realidad, en cambio, es muy distinta. El pobre Bertand Russel conoció un mundo
que poco o nada tenía que ver con el nuestro. Hoy los educadores no son ya la
salvaguarda de la civilización, no en su conjunto al menos, sino más bien la
causa de su destrucción. Lo cierto es que en las aulas españolas (y por
extensión en las del resto de Occidente) bulle una pandilla de gentes cocidas
en los hornos de las modas ideológicas, tiranos con piel de corderilla,
mentecatos de todo pelaje y «género», indigentes mentales y cabezas vacías,
enemigos del pensamiento lógico y titulados con tres o cuatro neuronas por
hemisferio cerebral, que en vez de ser los auténticos guardianes de la
civilización, son los más directos responsables de su ruina.
Para
finalizar, quizá no quede más remedio que apropiarnos de las palabras del cura
argentino Leonardo Castellani. Nuestra cultura, sin duda, está inficionada por
el maldito. Pero luchando por ella, aunque no la salvemos, estaremos limpiando
nuestras almas. Y contribuyendo, además, a que no todos los jóvenes se pierdan[3].
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