Sería incapaz de decir con exactitud cuánto hace que
no escucha los cañonazos, las salvas de fusilería, los gritos de sus camaradas,
los relinchos de los caballos..., pero las sienes le retumban y su cuerpo se
estremece. A su alrededor todo está oscuro. La luna apenas se atreve esa noche
a colarse por el ventanuco roñoso de la estancia; diríase que ha visto
suficientes calamidades. De pronto, el hombre siente frío. ¿Dónde está? ¿Qué le
ha pasado? Cuando prueba a aguzar el oído, enseguida percibe algo: un tenue
susurro le llega intermitente. Cerca de él, alguien está rezando.
La cámara huele a rancio, a carcoma, a fiebre y a
sangre. Sus ojos no tardan en acostumbrarse a la penumbra. Reconoce entonces su
espada apoyada en la pared encalada. En el piso, distingue su uniforme; allí
están también el viejo mosquete, el sombrero de ante, la bolsa de
municionamiento y la frasca de pólvora. No hay rastro de sus zapatos. A
continuación se palpa con cuidado; le duele cada costura y cada pliegue, cada
hueso y cada órgano: ha sido vendado en el costado y en una pierna. Las
jaculatorias, mientras tanto, siguen flotando en el aire viciado de la
estancia. Al fin intenta levantarse del catre, y no sin dificultad, consigue
mantenerse erguido. Se cubre con calzón y casaca, retira el cortinaje y
traspasa el umbral del cuarto.