Durante siglos, miles de almas
han peregrinado, desde los confines más insospechados de la tierra, a
Compostela, donde se encuentran los restos del Apóstol Santiago el Mayor,
buscando una experiencia culminante de indudable valor espiritual.
El Camino puede ser duro, y a
veces infernal, pero también maravilloso y emocionante. Lo cierto y verdad es
que aunque no todos los caminantes decidan emprender la aventura de marchar hacia
la Jerusalén occidental por motivos elevados, el Camino tiene igualmente
efectos purificadores para todos, siendo capaz de liberar de las ataduras
cotidianas que entorpecen a menudo el vuelo del espíritu.
Iniciar la marcha de noche, antes
del alba, rodeado de bosques de incomparable belleza, y bajo el murmullo de la
lluvia o el repiqueteo del bastón de algún peregrino adelantado, parece una
escena de otro mundo, de otra época quizás. Pero es real. No es una realidad
inalcanzable. Es, más bien, una experiencia excepcional. Los almuerzos
opíparos, las conversaciones sinceras, las muestras de bondad, el sufrimiento
pintado en los rostros vecinos, la estampa de una naturaleza exuberante, el
aliento constante de los ángeles, y un silencio celestial… Hasta la meta
soñada, acariciada en el Monte do Gozo…
Reservar, después de largas
caminatas, cuatro días, con sus noches, a la capital gallega, es un regalo
imponderable. Ese maravilloso colofón supone despertar envuelto en el trino de
los pajarillos y el ritmo de las campanas de la catedral. Supone, también,
poder pasear sobre adoquines cubiertos de rezos y alternar en tabernas. Y
visitar todas las iglesias y asistir a todas las misas. Y probar sin darnos
tregua los manjares de la cocina local, que doy mi palabra que saben mucho
mejor después de la guerra. Por eso recuerdo con emoción, mientras escribo
estas líneas, las raciones de exquisito pulpo, las sublimes zamburiñas, las
indescriptibles vieiras al horno, terneras de escándalo, primorosas merluzas en
salsa, deliciosas empanadas de cocido, y riquísimas tortillas de grelos, y
almejas y berberechos y mejillones de primera, y benditos caldos dorados,
ribeiros y albariños…
Y es que «a Compostela se acerca
uno como quien se acerca al milagro». La plaza del Obradoiro, de las más
auténticas que he visitado, con esa monumental fachada de piedra y vidrio,
parece un bosque oscuro de piedra, un bosque venerable que a quienes arrebuja,
les hace perder el sentido del tiempo… Santiago de Compostela, al fin, es un
lugar único, un paraíso cercado por muros de granito que visten capas de
líquenes y musgos, bendecidos por temporales cargados con nieblas y lluvias…
Todo ello para acoger el milagro que Dios dispuso para Galicia, a fin de
enriquecerla y preñarla con un aura de solemnidad.
Después de todo, no sé si mis
pecados han sido perdonados totalmente por Dios Padre. Sí sé, por el contrario,
que he atravesado una tierra mágica, y que he visto cosas invisibles…
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