Sería incapaz de decir con exactitud cuánto hace que
no escucha los cañonazos, las salvas de fusilería, los gritos de sus camaradas,
los relinchos de los caballos..., pero las sienes le retumban y su cuerpo se
estremece. A su alrededor todo está oscuro. La luna apenas se atreve esa noche
a colarse por el ventanuco roñoso de la estancia; diríase que ha visto
suficientes calamidades. De pronto, el hombre siente frío. ¿Dónde está? ¿Qué le
ha pasado? Cuando prueba a aguzar el oído, enseguida percibe algo: un tenue
susurro le llega intermitente. Cerca de él, alguien está rezando.
La cámara huele a rancio, a carcoma, a fiebre y a
sangre. Sus ojos no tardan en acostumbrarse a la penumbra. Reconoce entonces su
espada apoyada en la pared encalada. En el piso, distingue su uniforme; allí
están también el viejo mosquete, el sombrero de ante, la bolsa de
municionamiento y la frasca de pólvora. No hay rastro de sus zapatos. A
continuación se palpa con cuidado; le duele cada costura y cada pliegue, cada
hueso y cada órgano: ha sido vendado en el costado y en una pierna. Las
jaculatorias, mientras tanto, siguen flotando en el aire viciado de la
estancia. Al fin intenta levantarse del catre, y no sin dificultad, consigue
mantenerse erguido. Se cubre con calzón y casaca, retira el cortinaje y
traspasa el umbral del cuarto.
Las plegarias han cesado.
Y además allí no hay nadie. Sólo una iglesia vacía,
helada y silenciosa salpicada de oscuridades. Se pregunta, en consecuencia, si
ha escuchado realmente esas preces, o si ha sido una ilusión engendrada por su
imaginación excitada. Por otro lado, ¿dónde están sus compañeros? ¿Y cómo es
posible que reine semejante sigilo, cuando en su mente permanece tan vivo el
fragor de la batalla?
La noche anterior, justo las horas previas al
enfrentamiento con los hombres del Archiduque, había estado entre los brazos
atentos de una hermosa muchacha. No quería pensar en la muerte. No quería
pensar en el choque fatídico que ya se aproximaba. Ensueño o no, al abandonar
tan acogedora litera le dio por creer que aquel encuentro sería el preludio de
un amor incesante.
Ahora se pregunta dónde estará ella. ¡Pero cómo
saberlo! Ni siquiera sabe dónde está él, qué ha sido de su batallón, o qué
bando ha merecido la gloria. Tampoco sabe a qué precio.
En el templo en el que se encuentra cabrillean las
sombras, como espectros enervados incapaces de acceder por sí mismos a su
eterno descanso, porque en el exterior la luna se despereza y agita,
disponiéndose a prestar atención a cuanto en adelante suceda. Los bancos se
hallan totalmente vacíos, las teas apagadas, los santos taciturnos y el
Santísimo en ascuas. De repente, vuelve a oír los ensalmos. Acto seguido se
mueve hacia la entrada. Las puertas están abiertas. Sale al patio porticado de
parras, y observa.
«Ermita de San Antón», reza un letrero enclavado en la
tapia. La claridad es mayor ahí fuera, donde domina una calma absoluta, una
calma siniestra que le eriza el vello y le provoca una punzada en el alma. Por
eso busca a tientas el origen de la voz; sin duda una persona anda cerca, y
confiando en que ésta pueda referirle algo, el hombre va dando pasos en
dirección hacia ella. Más allá de la verja oxidada, los muros mohosos y los
olmos rayanos, distingue una luminaria detenida en medio del camino. ¿Acaso es
la figura de una muchacha?
Sin dudarlo un segundo, el hombre decide ir tras ella.
A decir verdad, seguiría a esa mujer aunque lo condujera a la mismísima boca
del infierno: terrible lugar en el que ya no cabe esperanza. Porque está
molido, sangra y no sabe qué pasa.
Delante de él, la joven camina despacio,
lánguidamente, recogida en sus oraciones. Resulta extraño pensarlo siquiera,
pero por sus movimientos el hombre diría que está triste. Entre sus manos
sostiene un cirio candente; y una cofia blanca cubre su cabeza. El soldado la
sigue a cierta distancia, comprometido el aliento, aterido y admirado a partes
iguales.
Poderosos pinos observan la escena a lo largo de esa
galería noctámbula, en la que un moribundo persigue un fantasma, o tal vez sea
un fantasma persiguiendo una dama inalcanzable.
El camino pronto se ensancha y da paso a una llanura
mil veces hollada. Al fondo distingue el castillo, soberbio, alzado sobre el
Cerro del Águila, bañado por mil rayos de plata. Reconoce sin dudarlo el
paraje, lo que le permite darse cuenta en seguida de que la villa está a tiro
de bala. Sabe que la batalla se ha desarrollado muy cerca. Por eso sabe también
a qué se deben los temblores que ahora lo agitan.
—¿Cuántos cadáveres habrá esparcidos en esta planicie?
—gruñe.
¿Quién podría creer que entre los muertos contiguos no
habría camaradas? Se impone alcanzar a la mujer. Ha de interrogarla.
El camino es llano, la noche serena. Parece que en
breve aplacará sus dudas el soldado errante. Mas lo que descubre al instante es
que le cuesta más de la cuenta dar alcance a la mujer, apretar la marcha, y es
por eso que la llama a grandes voces…; no obstante, apenas un hilo de voz se le
escapa de la garganta. No tiene fuerzas. La fiebre acrecienta su dominio, y las
piernas le fallan.
Por suerte llegan al pueblo en seguida. El camino se
ha desvanecido y ya les arrebujan las viviendas. Y, sin embargo, en un descuido
imperdonable, la ha perdido de vista. La mujer se ha esfumado súbitamente. Delante
de él ya no hay nada. Sólo casas mudas y calles llenas de tierra con manchas
oscuras de sangre. En vano busca el hombre a la joven de cofia blanca. La
oscuridad apremia. El tiempo pasa. Y ni siquiera los ojos de la luna alcanzan a
investigar lo que ocurre en los estrechos callejones, pues los caserones se
apretujan unos con otros para impedir que corran veloces los secretos más
inconfesables. Así continúa el soldado ambulante persiguiendo sombras, dejando
atrás embocaduras y bocacalles.
Entretanto ha visto varias carretas y varios
cadáveres, echados sobre la tierra, en posiciones sorprendentes, con muescas
alegres y muescas dantescas. El hombre tiembla y se desespera. Y el viento, que
nadie ha invocado, se impacienta igualmente; y ruge, calla, aúlla, enmudece, y
silba una especie de réquiem…. Al menos dice, al menos habla; al menos con él
le llegan al hombre los primeros indicios de vida: oye lamentos en la lejanía,
oye voces varoniles cerca. Entonces dobla una esquina y contempla, mudo, la
escena siniestra.
Ante un portón medio podrido aguarda un sacerdote. Un
instante después cuatro hombres agotados salen del interior cargando un ser
inanimado sobre sus espaldas. El presbítero hace la señal de la cruz sobre el
difunto, da media vuelta y se aleja, recitando el salterio quedamente. El
soldado, aliviado, se propone seguirlos. No le importa interrumpir el rito
fúnebre. Lo cierto es que ansía con todas sus fuerzas interrogar a alguien. No
puede negar que le conforta haberse topado con esos hombres en esas calles
desiertas… Pero, a la postre, cuando no ha hecho más que recuperar el resuello,
y con él el coraje, vuelve a ver a la mujer, que surge de otra vivienda como el
reflejo que provoca un espejo o el espejismo que suscita un oasis.
Al verla de frente se le corta el aliento. La conoce
bien. ¡Sí, es ella! La mujer con la que había pasado las horas más encantadoras
de su vida, en el caserón del que ha salido la más prometedora de todas las
presencias, hasta que el Mariscal, sobrio como una estatua de jaspe, lo
arrancara del tálamo. El deber y Berwick lo llamaban. La guerra podría haberlos
separado del todo, reflexiona al punto el soldado. Pero el destino parecía
haberlos reunido después de la refriega. Él le había prometido hacerla su
esposa, ella, entre lágrimas, le prometió varios hijos. Una generosa hacienda
los esperaba, con tierra y animales de sobra para labrarse una vida tranquila. ¡El
paraíso en la tierra! Así que esta vez jura no perderla de vista.
A las faldas del castillo inician los amantes su
última andadura, próximos ya el uno del otro. La mujer avanza con brío esta
vez, presurosa, con la lamparilla aún entre sus manos sedosas. A él, en efecto,
lo alienta un porvenir venturoso: dejará la milicia, abandonará las armas,
trabajará la tierra y formará una familia. Embriagado por tales visiones,
parece llevado en volandas. Imagina, entretanto, que sus pensamientos son
auspiciados por los altos muros de la fortificación rocosa que parecen ceñir
con sus pasos los amantes. No sabe lo que le espera. Encima ya el uno del otro,
atraviesan un paseo flanqueado de álamos; pero al parecer, se alejan de
Almansa.
—¡Ábrase la tierra y húndame yo en ella! —exclama el
hombre inesperadamente—. ¡Mujer, detente! —protesta luego embravecido— ¡Mal
lugar es ése para noche tan clara y tan negra! ¡Ay, Jesús, no he visto día más
hermoso y más feo que éste!
Por alguna misteriosa razón, que sólo él conoce, el
hombre considera que alejarse de la villa en la dirección en la que se encamina
la mujer es señal aciaga. Un mal augurio. Una muy mala idea. Porque el soldado
cree adivinar adónde van. Y sabe que no deberían dirigirse a aquel lugar miserable.
Él ha estado allí antes, y allí sólo pueden quedar sombras y maldiciones,
trampas y revelaciones sombrías. Entonces se desploma y grita. Se exaspera. No
quiere seguir. No quiere ir allí. Una intuición verosímil le raspa las
entrañas. Un presentimiento negrísimo lo paraliza; no hay movimiento en sus
venas. Vuelve a gritar otra vez, ahora como un loco. Al fin invoca, sin
esperanza ya en sus evocaciones, aquel nombre añorado, promisorio, dulce,
inaccesible durante toda esa noche.
—¡Frena ya tus pasos, aparición triste y cruel, si aún
reconoces mi voz y no hubo disimulo en tus caricias!
La mujer, que no se detiene, se le escapa una vez más.
Testigo de sus lágrimas son el silencio y la luna maldita. El hombre, sin más
remedio que satisfacer al destino, se levanta con rabia, con pavura, con hiel,
con infinita nostalgia. Sus músculos se colapsan. Su ánimo languidece. Prosigue,
al fin, entre suspiros, a la zaga de la luminaria.
Por momentos el soldado se anima. ¿Se trata acaso del
falso renacer de todo moribundo antes de entregar el ánima? ¿O será más bien
una especie de lucidez misteriosa y póstuma? Después de todo, se dice, quizá
sea la fiebre, que vuelve a morderle con saña. De las heridas sigue manándole
sangre. Y cada cabello le duele. Quizá no haya que temer nada, cavila. Quizá
sólo lo peor sea razonablemente esperable.
Mientras se dice esas cosas ha perdido de vista a la
mujer, definitivamente. Ha dejado de llamarla. Ha dejado de gemir y lamentarse.
Y aunque la luna lo guía, maldita la falta que le hace: él ya sabe dónde
encontrar a su prometida…
En realidad el camino conduce directamente al campo de
batalla, al anchuroso manto hollado por dos tremendos ejércitos pocas horas
antes. A un lado y a otro el soldado agonizante descubre bestias reventadas,
soldados caídos, cañones dañados, estandartes desatendidos, piezas de
artillería abandonadas. Le envuelve un olor a muerte, linfa y pólvora. Todo
aquello, sin duda, es propiedad del príncipe de este mundo. La tierra, por su
parte, permanece húmeda, impregnada de sangre y rocío. Pero el soldado avanza
ya impasible, ajeno a toda destrucción, indiferente al desastre; y continúa su
inevitable recorrido entre los muertos, y el sol frío que los vuelve visibles,
con la mirada fija en su prometida, arrodillada en medio de la nada.
Cuando llega por fin a su altura, se coloca a su
espalda. La muchacha reza concentrada. El hombre se pone rígido: con todas sus
fuerzas desea acariciarla. Sabe sin embargo que sería inútil intentarlo. Ya es
imposible. No volverá a tocarla. No concebirá en ella ningún hijo. No habrá
mañana...
El motivo ya es fácil deducirlo: Bajo la vela
llameante se aloja una fosa recién cavada, y sobre la cruz, que en ese preciso
instante honra la mujer con sus labios, asoma un nombre grabado con punta afilada
de arma.
Él ya sabe a quién pertenece esa tumba. Él ya sabe por
qué la joven no ha oído sus pasos, y por qué ha desatendido sus llamadas.
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