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jueves, 4 de junio de 2020

Nazarín de Benito Pérez Galdós

Las inquietudes espirituales de Benito Pérez Galdós se manifiestan muy especialmente en su último período creativo. Prototipo de estas preocupaciones de índole cristiana son obras magistrales como Ángel Guerra (1891), Nazarín (1895) y Misericordia (1897). En concreto Nazarín es el epítome del misticismo galdosiano, pues su protagonista, un sacerdote manchego de origen árabe, vive con radical celo el espíritu evangélico, y es al mismo tiempo figura y modelo del propio Jesucristo. Además, la obra evoca en muchos pasajes los ambientes, personajes y escenas quijotescas, y es sin duda alguna una de las narraciones galdosianas más espléndidas. 

Presentada en episodios muy breves, la vida de Nazario Naharín es un formidable cuadro en el que el protagonista, que vive desgajado del mundo y tiene fama de santo, se ve impulsado, como Don Quijote y Jesucristo, a recorrer los caminos en pro del bien y la caridad, en defensa de los débiles y como modelo vivo del valor profundo que poseen los sacrificios que se hacen por el prójimo. 

El escenario son los campos del suroeste de Madrid, que tienen a Móstoles por eje geográfico. 

La descripción que Galdós hace del menesteroso clérigo recuerda al héroe de Cervantes: «Era de mediana edad, o más bien joven prematuramente envejecido, rostro enjuto tirando a escuálido, nariz aguileña, ojos negros, trigueño color, la barba rapada...» En fin, vestido con vestidura talar, es decir, con sotana, el padre Nazario inicia su periplo por los senderos polvorientos, encontrando enseguida unos discípulos, o escuderos, Beatriz y Ándara, que deciden seguir la estela del santo para expiar sus numerosos pecados. 

Por supuesto, en su camino, las dos seguidoras de Nazario —una guerrera, la otra pacífica—, y el propio apóstol manchego, se topan con gentecilla zafia y bruta, con villas infestadas de peste, con crudelísimos aristócratas como el señor de la Coreja, Don Pedro de Belmonte, y con bárbaros compañeros de celda, siendo el pobre apóstol apaleado y escarnecido, como lo fue Don Quijote, y, sobre todo, como lo fue su Señor Jesús antes, durante y después del Calvario.

Del encuentro con una de esas bestias, Pedro de Belmonte, pronuncia Nazarín palabras de elocuencia sagrada. Después de amansar a la fiera, los dos hombres coinciden en que el mundo está mal, y que el remedio para la sociedad humana es la fe católica. «Y a los que poseen la fe —dice Nazarín—, ese don del cielo, toca el conducir a los que están privados de ella. En este camino, como en todos, los ciegos deben ser llevados de la mano por los que tienen vista. Se necesitan ejemplos, no fraseología gastada. No basta predicar la doctrina de Cristo, sino darle una existencia en la práctica e imitar su vida en lo que es posible a lo humano imitar lo divino».

Respecto a la política dice el santo que «es agua pasada. Cumplió su misión, y los que se llamaban problemas políticos, tocantes a libertad, derechos, etcétera, están ya resueltos, sin que por eso la Humanidad haya descubierto el nuevo paraíso terrenal». [...] «De la política no esperemos ya nada bueno, pues dio de sí todo lo que tenía que dar. Bastante nos ha mareado a todos, tirios y troyanos, con sus querellas públicas y privadas. Métanse en su casa los políticos, que nada han de traer de provecho a la Humanidad».

Por otra parte, de la filosofía afirma el santo que es «un juego de conceptos y palabras, tras el cual está el vacío, y los filósofos son el aire seco que sofoca y desalienta a la Humanidad en su áspero camino».

Por último, complementan estas interesantísimas opiniones de Nazarín, las que dedica a la ciencia: «Decía que en la Humanidad se notan la fatiga y el desengaño de las especulaciones científicas, y una feliz reversión hacia lo espiritual. No podía ser de otra manera. La ciencia no resuelve ninguna cuestión de trascendencia en los problemas de nuestro origen y destino, y sus peregrinas aplicaciones en el orden material tampoco dan el resultado que se creía».

En suma, Nazarín no goza de la popularidad que sí disfrutan otras novelas del literato canario, tal vez por su tema, pero constituye sin duda una verdadera obra maestra de ese último período galdosiano, marcado por la mística y, en consecuencia, por una búsqueda sincera de la religiosidad genuina; como la que encarna su extraordinario protagonista, tenido por loco y despreciado por muchos, pero cuya santidad sobrepuja y triunfa en todo momento, al ser dueño de una voluntad, más que humana, angélica.


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