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miércoles, 30 de septiembre de 2020

Novelas ejemplares de Miguel de Cervantes (VII): El celoso extremeño

En mi último encuentro en el Madrid de los Austrias con un colega de la buena literatura, salieron a relucir los enigmas históricos de Shakespeare y Cervantes. Sin duda, los orígenes de uno y otro dan para muchas horas de tertulia, así como sus obras. Sin embargo, aunque mi interlocutor considera El Quijote un libro de envergadura universal, las Novelas ejemplares no le parecen gran cosa. Creo que es una estimación acertada, pero preliminar. Las Novelas ejemplares poseen un notable valor didáctico, y a través de ellas, además, Cervantes pone de manifiesto, entre otras cosas, su arte de enseñar deleitando. En resumen, aunque estas entretenidas narraciones son desiguales, y ciertamente no pueden compararse con Macbeth o El Quijote, tampoco son obras de poca monta. 

La séptima novela corta de Cervantes se titula El celoso extremeño. El protagonista es Felipo de Carrizales, un hidalgo extremeño nacido de padres nobles que viaja a Sevilla, desde donde finalmente da el salto a las Indias en busca de mejor fortuna. Entonces tiene 48 años. Veinte años después, y habiendo hecho un caudal millonario, siente el deseo de volver a su patria. 

De nuevo en España conoce a Leonora, joven y bella, con la que contrae matrimonio, y de la que espera unos vástagos a los cuales legar su patrimonio. Ella es una esposa sumisa, que acepta no tener más voluntad que la de su esposo. Y él, que es un ser celoso en extremo, sólo piensa en esconder su belleza.

La trama se complica cuando un galán sevillano, que tiene tanto de conquistador como de holgazán, se fija en Leonora. A partir de entonces, Loaisa, pues tal es su nombre, teje una trampa para seducir a la esposa de Carrizales. El plan consiste en disfrazarse de tullido con el fin de ganar la confianza del servicio de la casa, embelesándolo con la música de su guitarra. Y, claro, el deseo desenfrenado, unos malos servidores y la curiosidad, hacen caer en los brazos de Loaisa a la bella Leonora, que para acercarse a la joven no tiene reparos en jurar «como católico y buen varón».

A pesar de todo el adulterio no se consuma. La joven resiste, y el seductor y la chica acaban dormidos después del extenuante tira y afloja. Lo cual permite que el celoso viejo los descubra abrazados, momento dramático que Cervantes describe con su idiosincrásico estilo, divertido, llano, suelto y al mismo tiempo retórico:

«Sin pulsos quedó Carrizales con la amarga vista de lo que miraba, la voz se le apagó en la garganta, los brazos se le cayeron de desmayo, y quedó hecho una estatua de mármol frío; y aunque la cólera hizo su natural oficio, avivándole los casi muertos espíritus, pudo tanto el dolor, que no le dejó tomar aliento; y con todo eso tomara la venganza que aquella grande maldad requería, si se hallara con armas para poder tomarla; y así determinó volverse a su aposento a tomar una daga, y volver a sacar las manchas de su honra con sangre de sus dos enemigos, y aun con toda aquella de toda la gente de su casa. Con esta determinación honrosa y necesaria, volvió con el mismo silencio y recato que había venido a su estancia, donde le apretó el corazón tanto el dolor y la angustia, que, sin ser poderoso a otra cosa, se dejó caer desmayado sobre el lecho».

Leonora asegura a su anciano marido que sólo le ha ofendido con el pensamiento. Pero Carrizales no supera el disgusto y muere. Ella en cambio salva su honor entrando en un monasterio. Por último, el golfo, con dos palmos de narices, tiene que buscarse la vida en las Américas.

En conclusión, ¿cuál podríamos decir que es la moraleja de esta novelita? Una lectura superficial puede llevar a pensar que la enseñanza que plantea El celoso extremeño es que no se le pueden poner puertas al campo. Una lectura más atenta, sin embargo, revela que, más allá de las escenas irónicas, la idea de fondo de esta obra es que todas las prevenciones humanas dan en tierra si quienes han de mirar por nuestro bien, resultan el enemigo; por su mal ejemplo, por sus malos consejos, por su mala influencia. Y contra tales «amigos», como dice Cervantes, «no hay escudo de prudencia que defienda».



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