Las Coplas son un hermoso canto, de honda y serena emoción, de melancólicas lamentaciones, de perennes cualidades expresivas. Son, en suma, la más bella esquela mortuoria que existe.
Jorge Marinque se las dedica a su padre, don Rodrigo Manrique, bravo soldado y maestre de la Orden de Santiago, fallecido en noviembre de 1476. Dicho conjunto de estrofas, que en el fondo son una alabanza a su progenitor, aparecen entreveradas con reflexiones filosóficas, contempladas, eso sí, a través de la luz de la religión. Los principales tópicos literarios que trata Manrique en esta obra de apenas medio millar de versos son la muerte inevitable y su uniformidad, la vanidad de las cosas de este mundo y su fugacidad, la fama, la fortuna, la vida, la importancia de vivir rectamente y la fe.
En el comienzo, antes de imitar a los clásicos invocando a las musas, el caballero castellano se lamenta acerca de la fugacidad de la vida con unos versos inmortales: «cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando». Es muy hermosa sin duda la identificación que hace el poeta entre nuestras vidas y «los ríos que van a dar en la mar, que es el morir». Con todo, la caducidad de esta vida y las vanidades y rigores de este mundo son sobrellevados bajo el paraguas de la fe y la esperanza cristianas. Para el ilustre poeta no hay duda de que «este mundo es el camino para el otro, que es morada sin pesar; mas cumple tener buen tino para andar estar jornada sin errar». Por ese motivo, Manrique no invoca al inicio a unas musas extrañas, sino al mismo Cristo: «Aquél sólo invoco yo de verdad, que en este mundo viviendo, el mundo no conoció su deidad».
Esta visión trascendente empapa las Coplas de principio a fin, y hace pasar a don Rodrigo a la posteridad no sólo como un hombre de armas eminente, comparado con ilustres personajes históricos como Julio César, Aníbal, Trajano o Constantino, sino como un cristiano virtuoso y ejemplar. El cual, al dejar «el mundo engañoso y su halago», entra en la otra vida asegurando que «mi voluntad está conforme con la divina para todo».
Jorge Manrique es un caballero castellano de mediados del siglo XV, que en la España de entonces es un tiempo a caballo entre la Edad Media y el Renacimiento. Vive apenas 39 años; los años de Juan II, Enrique IV, Álvaro de Luna y la primera década de matrimonio de los Reyes Católicos. Hombre versado y culto, y soldado osado y diestro, lucha contra los señores levantiscos y contra los aguerridos moros, y compone versos de amor y elegías eternas. De manera indirecta es alabado más tarde por Cervantes en su famoso discurso de las armas y las letras, al fundirse en Manrique estos dos atributos. Y aunque no sea realmente su imagen, la mirífica estatua sedente del Doncel de Sigüenza nos recuerda al gran poeta y a su inmortal homenaje paterno.
Hoy día se discute el lugar de su nacimiento. Tradicionalmente se creía que Jorge Manrique había nacido en Paredes de Nava (Palencia), en 1440, pero hay razones para creer que lo hizo en Segura de la Sierra (Jaén). Sea como fuere, murió de las heridas que le infligieron durante el asedio al castillo de Garcimuñoz (Cuenca), entregando su espíritu en la actual Santa María del Campo Rus, en 1479. Sus restos mortales reposan, junto a los de su querido padre, en la iglesia del histórico Monasterio de Uclés.
Cualquiera de estos lugares empapados de historia nos parecen ideales para releer los 480 versos de la elegía poética más hermosa que existe. Y para ejercitarse serenamente, como los verdaderos filósofos ―entre los cuales, por cierto, hay que contar también a Jorge Manrique―, para la muerte; más allá de la cual está para los cristianos, en efecto, «el vivir que es perdurable».
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