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lunes, 25 de enero de 2021

Atala de François-René de Chateaubriand

Algunas personas, no sé si muchas o pocas, sentimos una inclinación especial por los debates meramente teóricos que, si bien no son especialmente útiles, al menos sirven para mantenernos apegados a los temas por los cuales sentimos gran predilección. Así, pasamos la vida teorizando sobre quién es el mejor atleta, pintor, músico o futbolista; el mejor abogado, arquitecto, médico, director de cine o actor. En el terreno literario, cómo no, también hay un puñado de escritores que pueden ser considerados los mejores en su oficio.

Por ejemplo, el famoso creador de Los miserables y Nuestra Señora de París, Victor Hugo, estimó que un contemporáneo suyo era el arquetipo de los escritores. Dicho espejo era François-René de Chateaubriand, que tan buena opinión mereció del novelista de Bezançon que éste llegó a exclamar en su juventud una significativa aspiración: «seré Chateaubriand o nada». 

La calidad de la obra de Chateaubriand está hoy fuera de toda duda. Su estilo majestuoso y encantador, de tono solemne y fondo romántico, se refleja en sus extensas Memorias de ultratumba, en sus novelas cortas (AtalaRené y El último abencerraje) y en sus ensayos, especialmente en El genio el cristianismo, donde Chateaubriand, frente al ateísmo de Voltaire y el resto de filósofos iluministas, expone de modo sublime y encomiástico las bellezas de la religión cristiana. En mi opinión, éste es uno de los textos más primorosos y elevados de la literatura mundial.

Chateaubriand, nacido en Saint-Malo en 1768, vivió los trágicos sucesos de la brutal y sanguinaria Revolución Francesa, escribiendo más tarde sobre este hecho. Varios miembros de su familia, partidarios como él de la monarquía católica, fueron ejecutados durante la revolución; él logró escapar a los Estados Unidos. Allí, en Norteamérica, conoció en persona las tradiciones de algunos pueblos indios, quedando impresionado por los virginales paisajes del Nuevo Mundo. A su regreso al continente europeo, viajó por varios países, entre ellos España, y ejerció de diplomático en su patria, siendo nombrado ministro de Asuntos Exteriores. Hasta que desencantado de la política, se refugió en una hermosa mansión rodeada de vegetación cercana a París.

Las inquietudes más características del romanticismo, que nace pocos años antes con Las penas del joven Werther de Goethe, están plasmadas ya en sus dos primeras novelas: Atala (1801) y René (1802). 

Atala es su primera creación de ficción, y en ella el genial escritor bretón narra la triste historia de amor de dos indios americanos: Atala y Chactas. El motivo de su desgracia es la muerte prematura de ella, que representa un «ejemplo terrible de los peligros del entusiasmo y de la falta de luces en materia religiosa».

En realidad, lo que separa a los dos amantes, cuyo amor se despliega en un marco selvático de hermoso verdor, no es la pertenencia de ninguno de ellos a tribus enemistadas, como los siminoles o los muscogulgos, sino la religión, pues ella es una cristiana de sentimientos puros, y Chactas un guerrero que no ha conocido todavía al verdadero Dios. Se enamoran cuando él es hecho prisionero por una tribu salvaje, siendo liberado por Atala antes de ser sacrificado. Huidos los dos, se pierden entre los bosques interminables de América del Norte hasta que son encontrados por el padre Aubry, un misionero que «caminando sólo con su báculo y su breviario por el desierto», ha creado una pequeña comunidad de indios convertidos al cristianismo, «donde se advertía la más tierna mezcla de la vida social y de la vida natural». Experiencia a partir de la cual Chactas reconoce «la superioridad de la vida estable y ocupada sobre la errante y salvaje».

La muerte de Atala, como se ha dicho, es fruto de su educación salvaje, de su formación religiosa superficial. Así, la falta de armonía entre la moral evangélica que ha echado raíces en el corazón de Atala, y las tumultuosas pasiones que animan a los dos jóvenes, forman una combinación explosiva que produce finalmente un efecto indeseable: ella, que se pregunta premonitoriamente adónde les conducirá esa pasión, para salvar su alma de toda mancha, ingiere un veneno y se sacrifica en vano, aunque antes le arranca a Chactas la promesa de hacerse cristiano. Por otro lado, la muerte de la protagonista provoca en el narrador una serie de reflexiones melancólicas en torno a la condición humana y las tempestades que ocasiona en los mortales «esa locura que la juventud apellida amor».

Para Chactas, así pues, el hombre «camina incesantemente de dolor en dolor». Pero parece haber olvidado las palabras consoladoras del misionero, que observa que «los dolores no son eternos». Es éste un epílogo puramente romántico, en el que predomina el drama, aunque dicho drama está planteado precisamente para transmitir una enseñanza, y concebir una idea alta de la más excelsa y misteriosa religión; esa admirable religión que es capaz de convertir en virtud la esperanza.

Finalmente, y más allá de la moraleja, la historia está narrada con gran solemnidad, siendo de admirar las impresionantes descripciones de la naturaleza que brotan de la pletórica prosa de Chateaubriand. Uno de los mejores escritores de la literatura mundial.


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