William Shakespeare es un enigma histórico, tan grande o mayor que el que representa Miguel de Cervantes Saavedra. Los datos que poseemos de su vida son exiguos, y cuesta entender un genio tan grande. En cuanto a sus creencias religiosas, plasmadas en sus obras, cada lector y estudioso que se han acercado a las mismas ha visto reflejadas en ellas sus ideas de una manera u otra. Así, arrimando el ascua a su sardina, cada intérprete ha entendido a su modo la obra del bardo. Los ateos han visto a un Shakespeare impío; los católicos, a un criptocatólico fiel a Roma; y los anglicanos, a un hijo obediente a la corona inglesa. Forzosamente, alguien tendrá la razón, sin que pueda descartarse a priori una evolución en las ideas del gran poeta y dramaturgo.
Sabemos que sólo en algunas de sus comedias se encuentran argumentos completamente originales. Los dramas históricos y sus tragedias se inspiran en historiadores de la Antigüedad como Plutarco, en cronistas ingleses y en alguna novela extrajera, como ocurre en el caso de Otelo. En la primera de sus tragedias, Tito Andrónico, quedan patentes esas fuentes, pues Shakespeare bebe de un mito clásico y de la interpretación que hizo del mismo Séneca en Tiestes. También quedan reflejadas sus ideas religiosas, aunque no son tan fácilmente visibles.
En concreto, la historia de Tito Andrónico es pavorosa, injuriosa, sanguinolenta. El senado y el pueblo de Roma están de luto. El emperador ha muerto y sus dos hijos aspiran a relevar a su padre. La ambición de poder y el honor de cada cual juegan un papel determinante. El mayor, Saturnino, desea hacer valer su primogenitura; el segundo, Basiano, pide a los electores que tengan en cuenta el mérito de cada uno, que atiendan a sus cualidades y reparen en la vileza de su hermano: «Y ahora no toleréis que el deshonor se acerque al asiento imperial, que ha sido consagrado a la virtud, justicia, continencia y nobleza». Entretanto, el tribuno de la plebe, Marco Andrónico, propone otro candidato: Tito Andrónico, glorioso general que mientras se discute quién ocupará la más alta magistratura de Roma, regresa victorioso de la guerra contra los godos, llevando consigo como trofeos de guerra a la reina goda Tamora, y a sus hijos y esclavos. Por desgracia, la llegada de estos bárbaros a Roma desata una tremenda hecatombe entre las familias de los aspirantes al trono.
La principal perjudicada es Lavinia, hija de Tito Andrónico, que, violada y mutilada, acaba siendo víctima de la sinrazón y muere a manos de su padre. Por otra parte, la reina goda Tamora y su amante y diabólico lacayo, Aarón, ponen en marcha un engranaje de atrocidades, cebándose con la familia de Andrónico, en la que recae su odio hacia los romanos. Y que tendrá una fiera respuesta por parte del general, «cuyos ojos están hartos de tiranías», y para cuyas desgracias no encuentra explicación que ponga límites a su dolor; viéndose por un lado deshonrado por Roma y por otro abatido por la ruina familiar.
Lo cierto y verdad es que la carnicería remueve las entrañas y hiela la sangre. La historia es demasiado trágica y siniestra; y se compone de hechos abominables, crueldades y hasta de un banquete canibalístico. Por otro lado, Shakespeare es un magnífico creador de perfiles malignos. Y al lado de Aarón, villanos como Edmund o Yago, palidecen. Para alcanzar sus fines, al moro de tez renegrida le vale cualquier clase de medios: «Política y ardid son los que habrán de hacer lo que deseáis; y así debéis tener en claro que lo que no podéis lograr como quisierais debéis llevarlo a cabo del modo en que podáis». Pero cada uno de los malvados son sorprendidos finalmente en sus faltas. Al moro lo acaban apresando y confiesa todos sus crímenes, después de que Lucio le garantice, mediante juramento, que no matará a su hijo, que le dará de comer y que lo educará. Aun así, en ningún momento se arrepiente; más bien le provoca verdadero dolor no haber cometido diez mil crímenes más.
La venganza de Andrónico alcanza su cénit en la segunda escena del quinto acto, cuando entran en su casa los hijos de Tamora, Quirón y Demetrio, «disfrazados» de Violación y Asesinato, creyendo engañar al laureado general, que se hace pasar por loco para acercarlos a su trampa. Lo cual constituye una escena de sublime genialidad. Al final Tamora es burlada y Aarón condenado a morir de hambre por Lucio, hijo de Andrónico, que recibe en última instancia la corona imperial. Y por supuesto el moro muere blasfemando, escupiendo toda su rabia contra sus odiados romanos: «Si alguna buena acción en toda mi vida hice, de eso sí me arrepiento desde el fondo del alma».
Más allá del argumento, en Tito Andrónico William Shakespeare realiza una exhibición de sus conocimientos mitológicos y cristianos, usando además abundantes citas evangélicas, algunas tácitas y otras manifiestas: «Trillad primero el grano, después quemad la paja». «Llorar con los que lloran causa un poco de alivio». «Muere, mísero loco, te condena el matar», pues quien a hierro mata, a hierro muere. Palabras éstas dirigidas a Andrónico que, finalmente, sí parece haber perdido el juicio al quitar la vida a la pobre Lavinia.
Por consiguiente, ¿no podría representar la muerte de Andrónico el fin del paganismo y sus barbaries, y por tanto el triunfo del cristianismo y la piedad verdadera de Lucio?
Desde luego, en esta tragedia no se aprecia a simple vista la teórica catolicidad de Shakespeare, únicamente porque los árboles (los detalles truculentos de la trama y la sangre derramada) no dejan ver el bosque (la superación de la barbarie por medio de un gobernante justo y cristiano). De hecho, al margen de Rústico, que pone una breve nota de humor y cita a San Esteban y a Nuestra Señora, llama poderosamente la atención que nadie se haya fijado en que Lucio, el nuevo emperador, observe, como admite Aarón, las ceremonias papistas. Y en la Inglaterra de Enrique VIII e Isabel I mayor prueba de catolicidad era impensable.
De modo que ya en la primera tragedia del cisne de Avon, se encuentran vestigios de sus ideales católicos y de su gusto por los mitos clásicos.
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