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lunes, 14 de diciembre de 2020

Fahrenheit 451 de Ray Bradbury

«Los libros sólo eran un tipo de receptáculo donde almacenábamos una serie de cosas que temíamos olvidar. No hay nada mágico en ellos. La magia sólo está en lo que dicen los libros, en cómo unían los diversos aspectos del Universo hasta formar un conjunto para nosotros».

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En 2020 hemos asistido a una operación de terrorismo a gran escala, trazada por parte de la plutocracia globalista con el propósito de, más pronto que tarde, aherrojar a la humanidad y laminar sus derechos fundamentales, perpetrando así contra una población indefensa y desinformada el mayor engaño de todos los tiempos: la pandemia de Covid-19. Para superar esta histeria colectiva, las mismas élites mundialistas que han provocado, o como mínimo aprovechado, la coyuntura creada por un supuesto virus, prometen un mundo «feliz», análogo o equivalente a los mundos descritos en las pesadillas literarias publicadas en el siglo XX. 

Precisamente, coincide con el infausto 2020 el centenario del nacimiento de Ray Bradbury (1920-2012), escritor estadounidense famoso por su distopía Fahrenheit 451, donde una población alienada y degradada cree ser feliz a pesar de vivir bajo la más absoluta anormalidad, regida por un estado de cosas superficial, surrealista e infrahumano.

El argumento de la popular novela distópica es conocido. Guy Montag, el protagonista de Fahrenheit 451, es un bombero que, junto a sus compañeros de oficio, tiene la tarea de provocar incendios en vez de extinguirlos. Sus mangueras no arrojan agua, sino petróleo. Y el objeto de las llamas son los libros. Según el Gobierno, los libros son peligrosos para una sociedad adormecida e insensibilizada, a la que se entretiene con espectáculos varios y concursos frívolos. En resumidas cuentas, en el mundo descrito por Bradbury pensar está prohibido, aunque algunas personas, consideradas fanáticas por su afición a la lectura y al estudio, mueren calcinadas en sus hogares aferradas a sus libros. 

El placer lo domina todo en esa sociedad de diseño ideada por el escritor estadounidense. El ritmo de vida es frenético. La población, atontada, está controlada y abducida por la inteligencia artificial y la tecnología. Es un mundo banal, despersonalizado, de conversaciones triviales, de mediocridad absoluta, de delatores, de igualitarismo patológico, de gente sin memoria que en parte ha dejado de leer por iniciativa propia. El propio Gay Montag, de hecho, ha olvidado dónde y cuándo conoció a su mujer Mildred, una infeliz que al comienzo de la obra intenta suicidarse ingiriendo somníferos.

Para Beatty, jefe de Montag, cualquier hombre que crea que puede engañar al Gobierno está loco. Tal es el nivel de represión y servil convencimiento. Además, los hombres no nacen iguales, sino que se hacen, por medio de la ingeniería social y una legislación opresora, liberticida y enfermiza, en la que se desconfía de quienes leen porque se entiende que «un libro es un arma cargada en la casa de al lado», y porque nunca se puede estar seguro de «cuál podría ser el objetivo del hombre que leyese mucho».

De modo que «si no quieres que un hombre se sienta políticamente desgraciado, no le enseñes dos aspectos de una misma cuestión, para preocuparle; enséñale sólo uno o, mejor aún, no le des ninguno. [...] Dale a la gente concursos que puedan ganar recordando la letra de las canciones más populares, o los nombres de las capitales de Estado, o cuánto maíz produjo Iowa el año pasado. Atibórralos de datos no combustibles, lánzales encima tantos «hechos» que se sientan abrumados, pero totalmente al día en cuanto a información. Entonces, tendrán la sensación de que piensan, tendrán la impresión de que se mueven sin moverse. Y serán felices, porque los hechos de esta naturaleza no cambian. No les des ninguna materia delicada como Filosofía o Sociología para que empiecen a atar cabos»

Por ese motivo los bomberos se autoproclaman los guardianes de la felicidad, los custodios de la tranquilidad de espíritu. Y en un mundo donde todo es diversión y actos inconscientes, «uno puede ser feliz continuamente». Pero no es verdad. Primero Clarisse McClellan, una chica inadaptada a tan repugnante sociedad, y después, en la clandestinidad, el profesor Faber, hacen recapacitar a Montag: «Tenemos todo para ser felices pero no lo somos». 

Y sin embargo sólo es cierto que no son felices, no que lo tengan todo. En primer lugar, porque carecen por completo de una noción adecuada de la condición humana, y, en segundo lugar, porque viven ajenos a Dios, aunque el protagonista lo nombre en numerosas ocasiones. Y si Dios no está en el centro de una sociedad, deviene enseguida la calamidad y el desorden.

Montag presiente esa ruina. Así que antes de sucumbir junto al resto de zombis, abjura del sistema y escapa con una Biblia, consiguiendo salvar el libro del Eclesiástico y el ApocalipsisEn aquél, exactamente en el capítulo cuarenta, se hace una descripción meridiana de la humanidad desamparada de Dios, de la condición humana antes de ser rescatada por Jesucristo. Se dice en ese pasaje que Dios asignó a los hombres una gran fatiga y un yugo pesado, desde que salen del vientre materno hasta que mueren. Preocupaciones, temores y la angustia de la muerte que antes o después llegará, turban sus corazones. Y los hombres, que creen huir de su sino echándose en brazos del pecado, convierten su mundo en una pocilga sin sentido inundada de pestes y asesinatos, reyertas y puñales, ruinas y desastres, hambres y muertes. Y habiendo sido creada la desgracia para el malvado, no se aleja la destrucción por su culpa.

Naturalmente, una sociedad que quema libros ㄧ«están para recordarnos lo tontos y estúpidos que somos» y pretende dominar totalmente la mente humana y por extensión su principio inmortal, que es el alma, se autodestruye, como ocurre en este caso por medio de una repentina y devastadora guerra, que sirve para purificar la civilización y darle la oportunidad de comenzar de nuevo. Y todo por no haber querido aprender del Maestro, que es manso y humilde de corazón, habiendo podido encontrar descanso para sus almas, siendo realmente suave su yugo, y ligera su carga.

Al final, aunque la novela es incómoda y el estilo agrio, se vislumbra el fin de la pesadilla, con la vuelta a la transmisión oral del conocimiento y a una vida natural, necesariamente, tras la catástrofe. Aun así, toda sociedad que se desentienda de Dios estará perdida, y errante, irá de desgracia en desgracia, siendo aterrorizada por las visiones de su propia fantasía, que es preciso conjurar, para no caer en tentaciones totalitarias como las que se están concretando ya en medio de nosotros y sobre las que Ray Bradbury, haciendo uso de la facultad racional, advirtió en su popular distopía.

2 comentarios:

  1. En general disfruto mucho los comentarios y reseñas de los libros aqui en La Cueva de los Libros pero encuentro desafortunado que caiga en la bajeza de promulgar “Teorias de conspiración” Esto es una falta de respeto para aquellas personas que han perdido seres queridos con esta enfermedad “inexistente” y tambien para aquellos que han estado enfermos y quizas siguen luchando con las secuelas.

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    1. En los últimos tiempos se ha acuñado una expresión insidiosa con objeto de desaprobar todas aquellas réplicas que cuestionan la veracidad de los relatos oficiales. Llaman a estas réplicas incómodas, independientemente del grado de verosimilitud que contengan, teorías de la conspiración. Y se quedan tan panchos.

      Sin embargo, cuestionar el hecho histórico en cuestión no implica despreciar a los que lo han sufrido. En algunos casos es más bien al contrario. Cuestionar por ejemplo la versión oficial del atentado del 11-M e indagar sobre las circunstancias del mismo para esclarecer los misterios que encierra y sacar a la luz a los responsables, demuestra en todo caso consideración hacia las víctimas y sus allegados. Por lo tanto, no es menospreciar a los muertos decir que se ha ocultado la causa o los motivos de su muerte. Creo que es fácil de entender.

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