La literatura infantil y juvenil nunca ha sido objeto de especial consideración por parte de la prensa, buena o mala, ni de la crítica, mejor o peor. Y, ciertamente, no es fácil encontrar una explicación a esta falta de atención y aprecio. Sin embargo, muchas de las obras circunscritas a este género consiguen deleitar, entretener e ilustrar el entendimiento. Además, no vician a sus lectores con contenidos inconvenientes e insanos ni con lenguajes procaces y artificiosos; por lo que a simple vista resulta complicado dilucidar las razones de la escasa predilección que despiertan las obras de este género literario.
Uno de los grandes escritores españoles de novelas de esta índole es Manuel Alfonseca. También es uno de los grandes desconocidos. El escritor madrileño, nacido en 1946, ha compaginado su carrera profesional como informático e ingeniero de telecomunicaciones en el ámbito docente con su pasión por la literatura, habiendo cultivado tanto el terreno de la divulgación científica, con obras como Bajo un cielo anaranjado, como el de la literatura infantil y juvenil, cuyo libro más acabado y valioso es El sello de Eolo.
Publicado en el año 2000, El sello de Eolo narra las correrías de Flavio Eolo, un joven de Cesaraugusta que por mediación de su padre alcanza el grado de portaestandarte en la legión XVII, acantonada en Lugdunum. Con esta medida el padre de Flavio, Lucio, un caballero romano acomodado, desea alejar al muchacho del cristianismo, religión incipiente a la que se ha convertido. Pero el inflexible progenitor ignora que todos los pasos de su hijo son conducidos conforme a un impenetrable designio, que está por encima de cualquier prevención humana y de cualquier contratiempo.
La arriesgada aventura de Flavio y sus compañeros tiene lugar durante la guerra entre los imperios romano y parto, acaecida entre los años 161 y 166 después de Cristo, siendo el jefe supremo de Roma el emperador Marco Aurelio. Este marco fascinante es aprovechado por el autor para recrear el clima espiritual de la época y el ambiente hostil generado en torno a los cristianos, cristalizado finalmente en las horribles persecuciones de los primeros siglos. Sin duda, uno de los aspectos más importantes del siglo II fue la inquietud religiosa. Por un lado, «Roma era un hervidero de religiones, desde la filosofía estoica, que recibió el espaldarazo imperial y trató de dar barniz al viejo paganismo, aún no renovado por las corrientes neoplatónicas, pasando por el judaísmo, que la diáspora había extendido por todo el imperio, y por las nuevas y viejas religiones de origen oriental, como el mitraísmo (que proliferó entre las legiones, mas no pudo conquistar al pueblo llano por su exclusión total de las mujeres), el culto de Cibeles, el de Isis y, naturalmente, el cristianismo». Por otro lado, en Oriente ganaba fuerza la religión de Zoroastro y arraigaban con fuerza diversas corrientes gnósticas y peligrosas herejías cristianas. Ciertamente, pocas veces en la historia se había buscado la verdad con más ahínco y curiosidad.
Sobre todos estos cultos, doctrinas filosóficas y gnosis secretas resplandece la fe pura y profunda que Flavio tiene en Jesucristo, al cual confía en todo momento su vida y su doble misión (recuperar un anillo familiar y conseguir información del enemigo en su propio territorio). Y de modo satisfactorio y sorprendente, enigmático pero eficaz, los múltiples obstáculos van siendo despejados, hasta su vuelta a Hispania junto a Zabbai o Zenobia, su adorable y perspicaz esposa, oriunda de Palmira y, como el protagonista, recién incorporada a la Iglesia universal.
En paralelo a las misiones de Flavio, como se ha dicho, hay todo un magma de ideas, agitaciones espirituales y expectativas, que revelan distintas maneras de interpretar la vida, así como el misterio de la condición humana y su trascendencia. Para Marcio Lúculo, el estoico tribuno de la XVII, «el hombre es una extraña mezcla de egoísmo y altruismo. Siempre que hacemos algo bueno, basta mirar atentamente en nuestro interior para descubrir motivos grandes y motivos rastreros».
Al fin y al cabo El sello de Eolo es un libro pulcro, cordial y muy bien logrado. Está escrito con sencillez inmarcesible y un lenguaje terso e intemporal. En definitiva, la historia, narrada a partir de una interesante mezcla de narradores, es de gran decencia y calidad. Y puede que no sea Quo Vadis?, pero su lectura causa un efecto gratísimo en el ánimo.
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