En los últimos años han tenido un enorme éxito editorial las novelas y ensayos sobre la guerra civil española con pretensiones de imparcialidad escritas por conocidos intelectuales. En ellas, dejando a un lado el sentido común, el pudor histórico y el contexto, se vendió al público por enésima vez el mito de los españoles cainitas y goyescos, enterrados hasta las corvas y matándose con las garrotas. Eran historias sobre la guerra civil que presumían —falsa molestia aparte— no gustar a nadie, cuando en realidad deseaban agradar a todo el mundo. Sin embargo, para decir que había hombres crueles en los dos bandos no hacía falta haber escrito ni media línea. Pero es que incluso ésta es una verdad a medias, porque en el bando inicialmente perseguido, masacrado y finalmente victorioso, un conjunto de hombres y mujeres, clérigos y religiosas, no replicaron, siendo sacrificados en los altares de la proterva utopía llamada dictadura del proletariado. En realidad, estas novelas y ensayos exitosos, que pretenden una falsa neutralidad y equidistancia, hacen un flaco favor a sus lectores y les hurtan la verdad de lo sucedido.
Por esta razón la excelentísima novela de Agustín de Foxá, Madrid, de corte a checa (1938), resulta infinitamente más fiel, honorable y sincera. Además, el valor literario de sus páginas no ha sido igualado en nuestra época. He aquí la razón de por qué es hoy una obra proscrita.
El relato narra la peripecia vital de José Félix Carrillo, joven madrileño que vive el fin de la monarquía de Alfonso XIII, los años convulsos de la Segunda República y el horror del Madrid ensangrentado por las salvajes milicias populares al inicio de la guerra. Es decir, la narración abarca siete años, de 1931 a 1937, ambos inclusive. Y conforma un cuadro especialmente vivaz y colorido al principio, y apasionante, terrible y dinámico en su último tercio.
José Félix es presentado como «un muchacho de veintidós años, alto, romántico y generoso, que se avergonzaba de su corazón. Porque tenía una inteligencia fina y templada, tentada por la cátedra de Asúa, los filmes rusos, la pintura cubista de Picasso y los periódicos satíricos. Por eso había recubierto una sensibilidad, que ya no se llevaba, con una coraza caliza como los caracoles. Había nacido en el siglo del automóvil y de la deshumanización del Arte y tenía que abandonar a Dios en la sordidez del Ateneo, a la novia en los libros zoológicos de Freud y a la Patria en los Estatutos de Ginebra». Además, al principio hace gala de ideas republicanas, pero más que por convencimiento, por la «elegancia intelectual del momento».
La evolución del personaje, que vive una complicada historia de amor con Pilar Ribera y Castillo de Abrantes, casada en primeras nupcias con Miguel Solís —un libertino y bruto aristócrata al que le acaba salvando la vida—, es notable: de sus simpatías revolucionarias pasa a militar en la Falange, atraído por el indudable carisma de Primo de Rivera y por los graves desórdenes provocados por los sectarios gobiernos de Azaña y las hordas izquierdistas.
Idéntica transformación experimentan en la novela paisaje y paisanaje. El Madrid elegante de la Corte se convierte poco después en una ciudad gris y desolada, controlada por asesinos y ganapanes. Pero esa transformación se aprecia mejor si se atiende a la división tripartita de la obra.
En la primera parte, llamada «Flores de lis» en alusión a la monarquía borbónica, se relata el desmoronamiento del régimen y la definitiva deserción del monarca, que junto a sus más acérrimos defensores, entrega el poder sin trabas a sus rivales políticos tras las elecciones municipales de 1931. Es de admirar la veracidad que encierran las páginas de Foxá, y su paralelo con la realidad presente. El narrador refiere que «en plena Monarquía los vivas al rey se consideraban provocativos». Los días de playa, los bailes en el casino, las carreras de caballos, los paseos por el Retiro y la Casa de Campo, las procesiones de Semana Santa, los entierros religiosos, todo ello estaba en un tris de ser deshecho. Y, finalmente, «Madrid, sin rey, experimentaba una sensación de orfandad y temor». En aquellos momentos «olían las calles a sudor, a vino; polvo y gritos. Pasaban los camiones con hombres arrebatados, enronquecidos, en mangas de camisa, y las golfas de San Bernardo y de Peligros con los pechos desnudos, envueltas en matronas de alegoría en las banderas tricolores y rojas. Era el día de los instintos sueltos. Nadie pagaba en los tranvías ni en los cafés. Vomitonas en las esquinas, abortos en la Dehesa de la Villa, pellizcos obscenos y el sexo turbio que se enardecía en los apretones.
—Oiga joven, no se aproveche.
—«Pa» eso estamos en la República».
La segunda parte, titulada «Himno de Riego», se inaugura con la proclamación de la república. Algunas familias alargan sus vacaciones de verano en San Juan de Luz, Bayona, Biarritz, Guetaria, a la espera de que se aclaren en el país los acontecimientos, que pintan bastos, pues con la complicidad del gobierno las turbas queman numerosas iglesias, bibliotecas y conventos. A José Félix, por entonces en la costa francesa, «en aquel mundo delicado de espumas, geranios y escotes yodados, qué celtíbero y bárbaro se le representaba el Madrid polvoriento de la República, con su olor plebeyo a churros, ataúdes de obreros huelguistas y caballos desventrados en las novilladas». «José Félix comprendió que la ciudad evolucionaba; se hacía más chabacana y ruidosa». Pero «aquella era una República llena de resabios monárquicos», pues «en la auténtica línea española, detrás de la Cruz está el diablo, pero no el vacío.
»Los intelectuales sustituían a los aristócratas en los banquetes de Palacio, en las cenas de gala, en los salones de las embajadas». «Era el símbolo de los mediocres en la hora gloriosa de la revancha. Un mundo gris y rencoroso de pedagogos y funcionarios de Correos, de abogadetes y tertulianos mal vestidos, triunfaban con su exaltación». Era la envidia en estado puro.
Cuando las elecciones de noviembre de 1933 reflejan una gran triunfo de las derechas, muchos madrileños respiran aliviados. Creen que la religión se ha salvado, que el ciclo de la revolución ha llegado a su fin. Pero parte del pueblo recibe con torva hostilidad la noticia del triunfo electoral. Entonces José Félix empieza a militar en Falange, asqueado de la mundanidad que le rodea y del triste futuro que le espera a su patria. Entretanto, «los chicos de la Falange seguían cayendo atravesados a balazos en todas las esquinas, en las barriadas extremas, a la salida de la boca del metro». Y «cuando la Falange, cargada de razón, empezara a tomar represalias, aquellos señores les llamarían pistoleros». Mientras, Madrid desaparecía. «José Félix sintió que su ciudad se despañolizaba y que allí estaba Asia acechando, con sus laboratorios, su plan quinquenal y sus tractores». El marxismo ya infectaba amplias capas de la población con su propaganda; y toda la hez de los fracasados, «el mundo inferior y terrible» era «removido por aquellas banderas siniestras», a cuyo frente, exhibían «enormes retratos de Lenin y Stalin. Era Rusia, que nos invadía. Ni un grito español».
In crecendo, los episodios dramáticos se suceden y crecen en intensidad hasta reventar en la tercera parte, llamada «La hoz y el martillo», que transcurre durante los años 1936 y 1937. Son unas ciento cincuenta páginas excelentes y espantosas en las que se desencadena la barbarie y se describen verdaderos horrores. El narrador especifica los diversos crímenes de las milicias populares, compuestas por anarquistas, socialistas y comunistas, que en el Madrid prebélico «iban arrebatados, borrachos de sangre». La reacción del ejército de África acaudillado por Franco los vuelve verdaderos salvajes, y Madrid se convierte en un presidio donde caben las peores atrocidades.
«El terror se extendía por todo Madrid. Cruzaban las calles cientos de camiones, erizados de fusiles. Amenazaban a los transeuntes y a los balcones». «Empezaban los registros; la angustia y el martirio de la ciudad. Hasta entonces la revolución se había detenido ante los hogares. Ahora irrumpían, con blasfemias y culatazos, en las más recónditas alcobas». «La saña de los milicianos no se detenía ante nada; entraban en los hospitales y querían matar a los heridos. A otros los sacaban vendados y los fusilaban en los solares de las afueras».
Para entonces la familia de José Félix se ha exiliado a Portugal, pero él ha vuelto a Madrid, junto a sus compañeros. «Encontró un Madrid desolado, diferente; con los mismos edificios y la misma gente, aquélla era ya otra ciudad. Se daba cuenta, así, de la fuerza enorme de las ideas. A pesar de la geografía, aquello ya no era España. En la Gran Vía, en Alcalá, acampaba la horda».
Y la horda, claro está, se regocijaba. «Llevaban una vida divertida. Por las mañanas tomaban el aperitivo en Chicote. Así se comprobaba que no odiaban a los señoritos, sino que querían ser ellos los señoritos; en realidad no eran marxistas, sino envidiosos».
En las páginas 270 y 271 se fija de manera rotunda el carácter infernal de aquellas masas degradadas, que ponen los pelos de punta a quienes simplemente se figuran sus crímenes.
Dogmatizaban:—Dios no existe. Eso ya se acabó.
«No les desarmaba el pudor, ni la belleza, ni la valentía. Eran fuerzas telúricas o abismales, sueños prehistóricos que resucitaban. Y un odio químicamente puro». «Era el gran día de la revancha». «Porque odiaban toda superioridad». «No eran ateos, sino herejes». «No ignoraban a Dios, sino lo odiaban». «Eran creyentes vueltos del revés». «No se trataba únicamente de una lucha de ideas. Eran el crimen, el odio y el instinto sexual, andando por la calle».
En fin, la peripecia vital de José Félix, acorralado en un Madrid dantesco devenido en checa, se convierte en frenética lucha por la supervivencia, que supone la suya y la de su gran amor, la bellísima Pilar. Se trata de pasajes en los que el ser humano caza a individuos de su misma especie y los extermina con saña. Después de todo, las preguntas se agolpan y sus posibles respuestas resultan inquietantes: ¿Sería un ser humano digno de consideración el que pudiendo saldar los crímenes que en esta novela se narran los pasara por alto? ¿Puede una sociedad prosperar si es asediada por fuerzas que la dividen, la engañan, la crispan, y subvierten el orden natural de las cosas?
Sea como fuere, todo ello, junto al estilo eufónico y enérgico de Foxá, confluye en una excelente novela de carácter histórico, de gran valor literario y social, cuya lectura debería ser para las generaciones presentes y futuras un deber ético y una lección para recordar. Pues aquello, como dice Agustín de Foxá, «era hermoso y terrible; pero era la verdad».
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