Uno de los integrantes más destacados de la llamada generación del 98, edad de plata de la cultura española, es Pío Baroja (San Sebastián, 1872 - Madrid, 1956). Su extensísima obra, que comprende más de cien volúmenes, revela a un fino observador que narra lo que ve y que plasma a menudo su actitud ante la vida, rebelde y testaruda. Los valores novelísticos del arte de Baroja residen en su amenidad y en su idea de que la literatura debe entretener.
Vascongado de cuna, residió la mayor parte de su vida en Madrid. Ejerció la medicina, aunque abandonó muy pronto su profesión, regentando primero una panadería y consagrándose a la literatura poco después. Zalacaín el aventurero, publicada en 1909, es sin duda su novela más vehemente y atractiva.
La novela se desarrolla en tres partes, y cuenta las andanzas, correrías y fortunas de Martín Zalacaín, un joven odiséico, a veces audaz y otras temerario, nacido en la imaginaria villa de Urbía, en el actual País Vasco.
En la primera parte se relata la infancia de Martín en Urbía, y de qué manera éste acaba siendo tutelado por Miguel Tellagorri, «un hombre de rapiña, alegre y jovial, buen bebedor, buen amigo, y en el interior de su alma bastante violento para pegarle un tiro a uno o para incendiar el pueblo entero». El viejo beodo, en consecuencia, le enseña al muchacho toda su ciencia, que se reduce en realidad a la gramática parda. Aunque a los ocho años «Martín gozaba de una mala fama, digna ya de un hombre». «Mientras los niños de su edad aprendían a leer, él daba la vuelta a la muralla», siendo Urbía en ese momento para el chico «la reunión de todas las bellezas, el compendio de todos los intereses y magnificencias». Esta sección, así pues, forma parte de la iniciación de Martín en el mundo.
La segunda parte comprende ya la juventud de Martín Zalacaín, convertido en contrabandista de armas, mulas y caballos, y viajero. En realidad los libros segundo y tercero se enmarcan en los acontecimientos de la tercera guerra carlista (1872-1876). Durante este tramo de la novela, Martín, junto a su socio Capistun, lleva una vida accidentada y peligrosa entre Guipúzcoa, Navarra y Francia. Para entonces el protagonista «comenzaba a impregnarse del liberalismo francés y a encontrar atrasados y fanáticos a sus paisanos».
Finalmente, la tercera y última parte supone la exaltación de Martín, que realiza diversas hazañas y alcanza la gloria al morir como un héroe, asesinado por la espalda por Carlos Ohando, el antihéroe, mientras defiende el honor de Catalina, su esposa.
De Martín Zalacaín puede inferirse que es el hombre de acción por antonomasia, ambicioso y temerario, siente atracción por el peligro, no teme a nada y posee una confianza ciega en su buena estrella, irritándole la sola perspectiva de una vida sedentaria. También es un hombre bravo, pero calmado y seguro de sí mismo. Con todo, aunque le honra sin duda la defensa de Catalina, y sus servicios militares resultan admirables, la vida de Martín es más parecida a la de un forajido o bandolero romántico.
Por otro lado, Carlos Ohando, rival de Martín desde la más tierna infancia y partidario carlista, es descrito de joven como un «un muchacho cerril, oscuro, tímido y de pasiones violentas». Y de mayor, como un «hombre sombrío y fanático» que odia frenéticamente al protagonista. Esta descripción negativa del villano se extiende al resto de simpatizantes carlistas, a los que el narrador demoniza abiertamente. Y éste es quizá el mayor defecto de la novela, en la que Baroja no disimula sus fobias y cuyo tenebroso cuadro es bastante cuestionable; llamando poderosamente la atención los juicios despectivos dirigidos a los tradicionalistas, que son en general vilipendiados, y en concreto, la partida del Cura, cuyo líder (Miguel Santa Cruz Loidi) es descrito con trazos monstruosos:
«Aquel hombre tenía algo de esa personalidad enigmática de los seres sanguinarios, de los asesinos y de los verdugos; su fama de cruel y de bárbaro se extendía por toda España. Él lo sabía, y probablemente estaba orgulloso del terror que causaba su nombre. En el fondo, era un pobre diablo histérico, enfermo, convencido de su misión providencial».
Al margen de la sombría estampa barojiana del mundo católico y monárquico tradicional, del conflicto entre liberales y carlistas, asoman también los asuntos sociales, pues el autor siempre demostró estar comprometido con las circunstancias políticas. Una cuestión de más profundo calado es la que plantea el conflicto mismo, y que afecta a cualquiera de los españoles, en esas fechas divididos. Baroja alude al «instinto provincial español» y a las discusiones «de amor propio regional, de esas tan frecuentes en España». Pero está en juego el ser mismo de la nación, como revela la actitud de Martín Zalacaín, que según el narrador «se sentía muy español», aunque más tarde le contradiga el protagonista: «Mi país es el monte». Expresión que hubiera sido impensable sin las mefíticas corrientes ideológicas que, a principios del siglo XIX, arrastraron hacia la península las tropas napoleónicas.
Con todo y con eso, Zalacaín el aventurero es una novela muy divertida. En realidad es un relato épico, en el que se detectan influencias de Homero, la leyenda del rey Arturo, El conde de Montecristo y el Cantar de Roldán; es también una novela de aventuras, una novela de aprendizaje y una novela histórica. Asimismo, Baroja inserta historias secundarias dentro de la principal, como la del estrambótico músico Joshé Cracasch, que no tiene gran interés; intercala canciones de guerra e ironiza sobre la forma de hablar de algunos personajes.
Entre los rasgos principales de la novela, merecen alguna apreciación el estilo, el ritmo y el ambiente. El estilo es muy natural, espontáneo y agradable. Las frases son breves, los párrafos cortos. El ritmo es rápido, marchando los acontecimientos al galope, sobre todo a partir de la llegada de Martín a Estella, la mítica ciudad navarra convertida durante el siglo XIX en la corte del carlismo. Finalmente, en la novela se aprecia por parte del autor una gran atención al ambiente, concretada en bellas descripciones de la naturaleza, que contrastan con la vida vertiginosa de la guerra y los cambiantes humores humanos.
Por último, Baroja, además de divertir, y de poseer el don de la narración, promueve un interesante debate. Quisiera comprender el hado de cada hombre, preguntándose por el hecho de que unos nazcan con estrella y otros estrellados, y si esto se debe al talento, al instinto o a la suerte. Sea como fuere, se ha apuntado que al literato vasco le falta religión, y yo creo que es cierto, pues carece de esa tierna devoción a las cosas santas; del mismo modo que aborrece algunos de los más altos valores, como los aborrecen sus héroes, indómitos y autosuficientes.
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