Crónica de un vendedor de sangre cuenta la azarosa historia de un matrimonio chino y sus tres hijos varones durante la terrible dictadura comunista de Mao Zedong. Según la modesta opinión de quien esto escribe, la obra merece la calificación máxima, y puede ser considerada, de manera consecuente, una de las principales joyas de la literatura china contemporánea.
El paterfamilias y personaje más destacado del relato es Xu Sanguan, un hombre vulgar que trabaja en una fábrica de seda del interior de China, en una pequeña ciudad situada a cierta distancia de Shanghai. La suya no es una vida idílica, pues al menos presenta dos inconvenientes. Por un lado, las penosas circunstancias políticas y sociales del país le obligan a vivir, junto a su mujer, Xu Yulan, y sus tres hijos (Primer Júbilo, Segundo Júbilo y Tercer Júbilo), bajo condiciones de extrema precariedad. Para mayor desgracia, cuando esas mismas circunstancias empeoran y el mísero sueldo de Xu Sanguan resulta insuficiente para obtener incluso los bienes de primera necesidad, el protagonista, como último recurso, y de acuerdo a un antiguo uso del mundo rural del que tiene noticia por unos amigos, vende su propia sangre al hospital. Por otro lado, sufre una doble deshonra: la de descubrir que el verdadero padre de su primogénito es un antiguo pretendiente de su esposa, y la humillación pública a la que por una denuncia anónima someten a Xu Yulan las milicias revolucionarias rojas.
Al hilo de estas contrariedades, los personajes se cuestionan acerca de los motivos de sus desgracias o dificultades, manifestando sus creencias budistas al preguntarse por sus vidas anteriores. También el confucianismo, que permanece en lo más íntimo del alma del pueblo chino, como el sedimento espiritual de su civilización milenaria, reluce en sus acciones y pensamientos, como más adelante veremos, a través del aprecio por los antepasados.
De suerte que los valores que acaban condicionando las actitudes de los personajes de la novela son principalmente los que el sabio chino legó a sus paisanos. Es como si en los momentos críticos tuvieran presente, como les hizo ver Confucio, que «quien ofende al Cielo no tiene a nadie más a quien rogarle». Por eso, a pesar de sus debilidades, recapacitan, y en las coyunturas difíciles obran de acuerdo a las normas celestiales. Sin ir más lejos, el protagonista, que experimenta a lo largo de su vida una profunda transformación interior, sitúa como máximo referente al «Señor del Cielo», y razona con sabiduría al afirmar que «el hombre debe hacer muchas buenas acciones, ninguna mala; o si hace una, debe corregirla inmediatamente», pues el «buen hombre tiene que tener buen corazón».
Del mismo modo, dejando el resentimiento a un lado, Xu Sanguan aconseja a Primer Júbilo que socorra a su verdadero padre cuando éste se encuentra moribundo tras un grave accidente: «He Xiaoyong se ha portado muy mal con nosotros en su momento, pero eso es agua pasada; no debemos guardarle rencor. Ahora que está en peligro de muerte, urge salvarlo. Al fin y al cabo, es un ser humano, y la vida de un ser humano hay que intentar salvarla. Además, es tu padre. Aunque sólo sea por eso, ve a su casa, súbete al tejado y llámalo...» Poco antes, la esposa de Xu Sanguan, Xu Yulan, manifiesta idéntico sentimiento de compasión: «La mujer de He Xiaoyong ha venido llorando a suplicar. Si no la ayudamos, me quedaría mala conciencia. Olvidemos cómo nos trataron en el pasado. Sea lo que sea, tenemos la vida de un hombre en nuestras manos, no vamos a aplastarla, ¿no? (...) Siempre dices que la bondad con bondad se paga».
Desde luego, Xu Sanguan, que al principio es deslenguado, abúlico e irritable, acaba demostrando una capacidad infinita de entrega y un profundo amor filial. Al margen de su desliz con Lin Fenfang, solo se permite un capricho: una ración de hígado de cerdo salteado y vino caliente de arroz en el restaurante Victoria, después de cada venta de sangre. Se trata por tanto de un hombre corriente, un proletario de origen campesino cuya vida, radicalmente opuesta a toda épica, se eleva con su sacrificio a cotas de verdadera heroicidad.
Así pues, la novela, creada por el autor chino Yu Hua, consiste en una especie de tragicomedia, o drama con momentos jocosos, embebida por un humor negro que relaja las duras escenas por las que a menudo los personajes, que se sienten profundamente desgraciados, se echan a llorar. Por medio de un estilo descarnado y sin ornato, ajeno a las descripciones paisajísticas y construido sobre los diálogos, Crónica de un vendedor de sangre es un auténtico relato de amor por la familia, un canto al sacrificio que en todo tiempo y lugar se consuma por parte de los padres en beneficio de los hijos, y un canto en definitiva al valor del perdón como piedra angular de una convivencia armónica y pacífica.
Naturalmente la frase final, que constituye un verdadero anticlímax, se interpreta como un reproche a los jóvenes, que, en su condición de hijos, desempeñan un papel que en líneas generales nunca está a la altura del de sus progenitores. Lo cual es entendible pero no justificable, pues la juventud es la etapa vital en la que mayor descaro e insolencia se muestra hacia los padres, y cuando más se ignora o menosprecian sus sacrificios.
También es interesante destacar las risas a las que mueve, a costa de algunas supersticiones chinas, Yu Hua. El autor de Crónica de un vendedor de sangre se burla por ejemplo de las prácticas de Xu Saguan y sus amigos para aguar la sangre, bebiendo hasta nueve boles de agua fría antes de venderla. Otra creencia irrisoria es la de llamar a voces desde la chimenea al alma de un moribundo. Finalmente, Yu Hua rompe con la creencia ancestral de que vender sangre supone deshonrar a los antepasados. Frente a esta creencia irracional, el autor aprueba sin embargo uno de los máximos mandamientos del confucianismo: la piedad filial. Y la mejor manera de cultivar esta virtud fraterna es cuidando y respetando a cada uno de los miembros de la unidad familiar; hasta el extremo, como en este caso hace Xu Sanguan, entregando físicamente su sangre a riesgo de perder la vida, ya sea en la China del genocida Mao, donde por sus medidas insensatas murieron de hambre varias de decenas de millones de personas, ya sea en la materialista isla de Manhattan.
Parece querer decir por tanto el autor de Crónica de un vendedor de sangre que quienes importan son los vivos, por los cuales hay que desvivirse especialmente si son nuestros familiares. Noción muy alejada no obstante de la concepción cristiana, para la cual también es vital rezar por los difuntos.
En definitiva, este bello canto a las virtudes filiales contrasta, desde luego, con el sistema inhumano que implantó Mao Zedong en el gran país asiático. Las cinco relaciones básicas anunciadas en las enseñanzas de Confucio siglos atrás para el buen funcionamiento de la sociedad (entre el soberano y sus súbditos, entre padres e hijos, entre marido y mujer, entre hermano mayor y menor, y entre amigo y amigo) fueron alteradas por el culto al «padre de la patria», al «gran timonel», y por las denuncias entre vecinos, espectáculo lamentable que constituyó uno de los totalitarios pilares de la Revolución Cultural. Revolución o dictadura que, por desgracia y con Mao sepultado ya en los infiernos chinos, todavía está lejos de acabar.
Con todo, aquí el autor se centra en las relaciones vecinales y en la lucha por la vida, con un padre que, a pesar de su evidente vulgaridad, se gana a pulso finalmente nuestro cariño y el de su familia.
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