De Magdalena del Amo, autora de esta novela, tenía buenas referencias por sus artículos de opinión, publicados periódicamente en la prensa digital no oficialista; pero sobre todo por su osado e inencontrable trabajo de investigación sobre el asesinato de las jóvenes de Alcácer, crimen traumático para la sociedad española, cuyo primer acto se desarrolló, con la desaparición de las chicas, el 13 de noviembre de 1992. De cualquier modo, en esta otra obra de ficción, Magdalena pone de manifiesto que posee gracia para escribir, demostrando con las palabras habilidad y soltura. Sin embargo, a pesar de lo dicho, y del increíble marco en el que se desarrolla su argumento (el Camino de Santiago), El códice de Clara Rosenberg no me ha convencido.
Pues bien, más allá de la alternancia de narradores, recurso a partir del cual es probable que los lectores se puedan confundir, si hay algo perfectible en la novela, a mi modo de ver al menos, es su protagonista. Y a pesar de todo, el argumento, que ciertamente es convencional, resulta interesante. La periodista Clara Rosenberg acomete de repente, tras un desgarro sentimental, un viejo proyecto postergado sine die por las obligaciones laborales y la terca rutina: recorrer la famosa Ruta Jacobea. Finalmente lo lleva a cabo con un grupo de amigos y su exmarido, Sergio Santamarina, escritor de novelas de misterio que convence a Clara para sumarse al viaje con el objetivo oculto de reconquistarla.
En el largo trayecto, mientras visitan templos y monumentos emblemáticos, explicados por Clara al resto de acompañantes, a lo largo y ancho del Camino Francés, siguiendo así el itinerario del antiquísimo Códice Calixtino, los peregrinos se ven envueltos en un asesinato cuyo fin último es la posesión de una invaluable obra de arte. Además, un antiguo novio de Clara, George, se une enseguida a la peregrinación, dando lugar, así pues, a un triángulo amoroso que combina muy bien con las descripciones artísticas e históricas, representando éstas un paréntesis de las escenas de acción, con las que propiamente se despliega y avanza el conflicto al que están expuestos los personajes.
Pero decía más arriba que Clara Rosenberg deslustra ella sola la historia que protagoniza. De acuerdo o no con la intención de su autora, la protagonista, más bien doña Perfecta, es una persona impertinente y enterada, sabionda o sabelotodo si se quiere, convencida del sentido esotérico del Camino y de todas y cada una de sus piedras y leyendas. A ella le atrae el esoterismo, y por tanto no valora la raíz cristiana del descubrimiento de la tumba del Apóstol y los caminos que hasta ella se fueron llenando de albergues, hospitales y peregrinos, desempeñando un papel primordial en el fortalecimiento de la lucha contra la invasión islámica, que el mismísimo Beato de Liébana identificaba en sus comentarios al Apocalipsis de San Juan con el Anticristo. Por eso, consciente o no de ello, menosprecia a su amiga y compañera María Montesdeoca, uno de los personajes más planos y grises del relato, católica tradicional, cuyas opiniones son en todo momento desestimadas por Clara, la listilla y pedante cicerone del grupo, para la cual, tras la aventura colectiva, María había aprendido «a ser más tolerante con las creencias de los demás». Cosa, por cierto, que en ningún caso se desprende del texto, y que es, en consecuencia, un deseo inconsciente de la narradora.
Para colmo, Clara, además de irritante, de considerarse el ombligo del mundo y de empeñarse en poner a todos, todas y todes, los puntos sobre las íes, es sincretista y panteísta y por tanto indiferentista y relativista, con cierto aire de superioridad frente a la doctrina católica y la jerarquía eclesial, y en consecuencia progre. Hace yoga, y lo mismo le reza a Buda, a la naturaleza o a Jesucristo. En definitiva, semejante empanada mental o confusión de ideas se resume en dos frases. En la primera, expresada con motivo de su visita a la catedral de León, acompañada por George, confiesa lo siguiente: «Cuando entré en la catedral sentí que un manto me protegía. Las vidrieras ojivales de colores se elevaban hacia el cielo como los pensamientos y ruegos del medio centenar de personas arrodilladas ante los altares. Sentí que tenía que rezar. También lo hubiera hecho de estar en una sinagoga, en una mezquita o en un templo hindú. Todo es válido siempre que se busca la trascendencia y un acercamiento a Dios». ¿Pero con qué fin? ¿Para qué? Si como confiesa Magdalena del Amo al presentar a Clara en el principio de su obra, «lo importante es la creencia y sus frutos, más que la verdad de la idea que los sustenta».
A fin de cuentas, Clara tiene, valga la redundancia, una visión ordenada del cosmos: cree que todo sucede para bien. Pero a su exnovio lo deja echo polvo en dos ocasiones. La suya es por tanto una interpretación de los acontecimientos interesada, puesto que es a ella a la que le ha ido bien, y mal al prójimo. Al menos en principio, porque para George, aunque no lo crea, también es un bien haberse librado de ella.
Sea como fuere, y a pesar del manoseado recurso de los nazis —el abuelo de Clara fue uno de ellos—, puesto que resulta intrascendente para el devenir de la trama e incluso para las actitudes y reacciones de la protagonista, es digno de alabar que la autora refleje las metamorfosis interiores de los personajes, cambiados por el mágico e indescriptible ambiente del Camino. Un «microcosmos, donde todo el mundo es amable, todos te ayudan, todos tenemos una meta común, y no luchamos por llegar los primeros, sino por llegar. Fuera del Camino la vida tiene otras reglas». Y es verdad. Lástima que a pesar de su estilo limpio y ágil, Magdalena del Amo no haya sabido ofrecer a los lectores, como frutos del camino de peregrinación más famoso del mundo, otra cosa que un revoltijo de ideas sacadas de un cajón de sastre.
Y por acabar destacando lo mejor, me quedo con la descripción del marco incomparable del Camino de Santiago y todo lo que lo rodea. También con el tratamiento de la aventura como un progreso personal o moral. Y finalmente con el estilo de la narración, suelto y agradable.
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