La espiritualidad de la Edad Media alcanza su máxima
expresión plástica en las catedrales góticas. La de Santa María, una de las
principales de este estilo, y de las más bellas de toda España, es el alma de
la ciudad de Burgos.
En la historia del arte una de las manifestaciones más
fascinantes de orden arquitectónico es la aparición del gótico. El gran
historiador del arte Giorgio Vasari le dio este absurdo nombre en el siglo XVI por
considerar que esta evolución del románico procedía de los bárbaros, de la rama
germana de los godos. No estuvo, sin embargo, muy acertado el erudito a la luz
de las glorias que cuajó el nuevo estilo arquitectónico. El anterior, el
románico, había sido el emblema del esplendor del monacato; pero poco a poco la
burguesía se fue abriendo paso en la sociedad y demandó en sus burgos
monumentos con una sensibilidad acorde con las nuevas creaciones urbanas. Los
frutos, principalmente evidentes en los edificios religiosos, serían auténticas
joyas artísticas.
La catedral de Burgos, desde que se puso la primera piedra
en 1221, aprovechando una nave románica anterior, hasta su remate en el siglo XVI, fue el orgullo de los vecinos burgaleses. Y
hoy más que nunca continúa siendo su eje, su piedra angular, su faro. En realidad
la Catedral de Santa María lleva siglos siendo el centro de la ciudad, el punto
neurálgico que, a partir de su altura y magnificencia, contagia su brillo y su
luz a la urbe castellana.
En la parte baja de la misma, a la vera del río Arlanzón, se
ubica la referida catedral. Su aspecto me impresiona al cruzar el Arco de Santa
María y entrar en la Plaza de San Fernando. El lugar es bonito. Y el templo
invita inmediatamente a conocerlo. La Portada del Sarmental es para mi gusto la
mejor elaborada. En el tímpano me topo con Cristo, que bendice con su mano
levantada a los curiosos que, como yo, no pueden evitar cruzar el umbral de esa
catedral llena de ángeles y de gárgolas.
Una vez dentro del majestuoso templo católico se abren de
par en par las ventanas del alma, suavemente, en un movimiento ascendente,
sustrayendo a ésta a las alturas a las que el diseño gótico nos eleva cuando
estamos bajo su techo. La altura, no hay duda, era un elemento decisivo para
los artesanos de este estilo arquitectonico, pues estaba en su ánimo crear la
tensión espiritual adecuada para señalar a las almas el camino al cielo. Por
eso todos los valores formales de la arquitectura gótica están subordinados a
este efecto. Soportes y cubiertas se conciben con esa idea; los gruesos muros
de los templos románicos adelgazan porque ya no son esenciales como sustento, y
en ellos se abren espacios que ocupan bellísimas vidrieras. Hay un enorme
contraste entre uno y otro estilo sólo en lo que se refiere a la luz interior
de las catedrales. Las sombras de los monumentos románicos, pues, retroceden en
estas moradas celestiales. Ahora la luz inunda, templada y serena, los nuevos
océanos de piedra.
No escondo mi entusiasmo por esta joya declarada
Patrimonio de la Humanidad. Es cierto que en España hay ejemplos magníficos de
este estilo, como por ejemplo la Catedral de Salamanca —que quita el hipo—, y
también lo es que Francia es la cuna de las catedrales góticas, las cuales
(Chartres, Reims, Amiens, Notre-Dame, la Sainte-Chapelle…), si Dios quiere, saludaré
antes o después con mis pisadas; pero a mí este templo castellano consagrado a
la advocación de María me parece el más exquisito de todos los españoles. Mis
ojos se inclinan por ésta obra, entre otras cosas porque en ningún otro lugar
existen capillas tan magníficas. No al menos tantas de tanto nivel. La Capilla
del Condestable, por ejemplo, es una catedral incrustada en la propia forja del
templo. Es sencillamente sublime. No conozco, ni siquiera de oídas, capillas
civiles tan maravillosas como ésta. La calidad artística de esta capilla
fureraria corta momentaneamente el habla. En ella reposa el Virrey de Castilla
y su esposa (don Pedro y doña Mencía), que como expresión del poder que le era
natural como mano derecha del rey, pasó a la inmortalidad junto a ésta a través
del arte. Es esta capilla, como digo, un templo único en sí mismo, un edificio
independiente dentro de otro edificio más grandioso si cabe. Aquí la mirada es
arrebatada a las alturas, y sus arcos apuntados nos enseñan el itinerario del Reino.
Otras capillas realmente bellas son la de la Presentación,
de Santa Tecla, y la de la Visitación o de Santa Ana, donde se erige en esta
última un inmenso retablo de Gil de Siloé y el sepulcro de alabastro del obispo
Cartagena, gran patrocinador de la catedral burgalesa. La grandiosidad de las
capillas citadas, hasta donde he llegado, no se ve en ningún otro edificio de
semejantes características. No al menos tal reunión de capillas tan bien
vestidas.
Y si hablo de retablos debo aludir también al que ilustra
el altar mayor. Muy superior a los que se pueden disfrutar en Murcia, Cuenca,
Toledo o Salamanca. Y tan precioso como el coro que se le opone en su mismo
pasillo. Los asientos de madera y los tubos de los órganos abrigados bajo esas
lámparas de araña de ensueño, y las bóvedas de crucería de la nave central,
convierten el espacio en un paraíso terreno.
Y justo al lado, la guirnalda de ese espacio, su magnífica
bóveda estrellada, se levantada sobre el crucero. El aspecto de la misma es alucinante.
Inclinar la cabeza hacia las alturas y contemplar el alarde con la que está
fabricada, enloquece el alma, la arrulla de esa paz familiar que sólo puede dar
uno de tantos nombres con los que Dios se ha manifestado: Belleza. Bajo ella,
en el centro mismo del crucero, los restos del Cid y de doña Jimena. Historia
viva, arte sagrado y fe en lo divino, se conjugan entre estos sillares de
piedra.
Sin embargo, quizá lo más conocido internacionalmente de
la catedral de Burgos sea la Escalera Dorada. Una obra maestra de Diego de
Siloé que se integra con enorme gracia y elegancia a las paredes del templo,
salvando la distancia entre la Puerta de la Coronería y el piso de la iglesia. Es
un deleite para la vista, y la primera escalera de toda España en estilo
renacentista.
Otro espacio de hermosura similar a los descritos en el
interior de la catedral burgalesa es el claustro. De dos pisos, también es el
más bonito que he visto. El trabajo que hicieron en él los artesanos que lo
erigieron es en mayor medida una obra de orfebrería que de cantería. Los
adornos, y la gracia de los mismos, resisten seguramente las comparaciones de
pocas catedrales en el mundo.
Y es que una catedral es un mundo en sí mismo. Un universo
de una riqueza artística y simbólica inagotable. Cuando rodeo el templo hasta
terminar en la Portada Real, en la Plaza de Santa María, me asalta la idea que
un buen día escuché en televisión al actual canónico fabriquero de la Catedral
de Burgos, don Agustín Lázaro. Las catedrales góticas guardan un parecido
estético y simbólico impresionante con las naves que surcaban entonces los
mares de la Tierra. La catedral, según indicaba este sabio encargado de velar
por ésta, tiene su proa y su popa. Las dos hermosísimas torres, rematadas por
agujas caladas, son las velas de la embarcación. En las cubiertas, donde vamos
los hombres y mujeres que venimos a este mundo, cantidad de ángeles nos protegen
a estribor y babor de los peligros del oleaje y de la vida misma. Y el elemento
más importante de la nave, la torre de mando, es la obra maestra que tiene por
cimborrio. En él casi nadie se fija, pero es una joya hecha por un maestro cantero extraordinario. Pues bien, ¿quién puede estar al mando del timón de la
Iglesia? ¿Quién es esa figura que se percibe en la posición más alta de la
torre de mando, en la cima del cimborrio? Al posar los ojos en esa obra gótica
de adornos renacentistas a quien se descubre es a Cristo. ¿Quién si no en lo más
alto? Él está al frente de los mandos de la nave. Se le ve levantando una mano,
y en la otra sosteniendo el globo terráqueo. Sus intenciones son claras. Está
dirigiendo a su Iglesia hacia el sol, a la culminación natural de la odisea que
tenemos por vida, a Dios mismo. Con esta metáfora imperecedera en los baúles
del alma, con esta imagen imborrable de este monumento que se ha convertido en
la seña de identidad de la ciudad de Burgos, la Catedral de Santa María ya no
se ve nunca más con los mismos ojos.
Burgos —es un hecho— atesora un patrimonio exclusivo cuya joya más destacada es su
catedral, corazón y médula espinal de esta villa castellana, a la que, claro
está, no se puede conocer sin admirarla. Con todo, después de semejante
recorrido, el alma también anhela otro tipo de compañía. El hambre de belleza
es un requisito esencial del espíritu humano, como también lo es otro tipo de
hambre más mundano. Y, por supuesto, éste siempre se celebra mejor en compañía.
La que se necesita para disfrutar como Dios manda de calles como la de la
Sombrerería, y relamerse con tapas como las que ofrecen tabernas como Cervecería
El Morito, o lugares un poco más glamurosos como Gaona Jardín, que cuenta con un
solomillo que es en sí mismo una obra de arte. Es evidente, para quien conoce esta villa castellana, que en Burgos la belleza y el arte
no sólo están en sus piedras.
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