Roma fue, por otro lado, el útero que acogió la semilla del Evangelio y permitió al cristianismo florecer en los pueblos diseminados en torno al Mediterráneo. Las raíces de Europa, por tanto, se inscriben entre esos dos agros, cultivos que son los de la civilización latina y el cristianismo, sin olvidar nunca en la configuración de Europa el ingrediente germánico. Seguramente por eso casi todas mis escapadas espirituales —pues espirituales son todos los viajes— están motivadas por esas dos claves: Roma y la cruz de Cristo. Y el arte que procede de cada una de ellas. Fuera de éstas, apenas hay espacio en mi cuaderno de bitácora para nada más que no sea la propia naturaleza.
Pues bien, dos ejemplos majestuosos de lo que
supuso Roma y la cruz se conservan en la Península Ibérica a escasísimos diez
kilómetros de distancia. Me refiero al yacimiento arqueológico de Segóbriga y
al Real Monasterio de Uclés. Cuando supe de su existencia en una clase de Historia
del Arte de la región en la Universidad, decidí que quería conocerlos. Y a día
de hoy he iniciado ya tres veces esta ruta mágica que relaciona
estos dos preciosos nidos de historia escondidos en la meseta. Y no me canso de
regresar a ellos.
Segóbriga (situada a unos pasos del pueblecito
de Saelices) liga Roma con la cruz del imponente y magnífico monasterio de
Uclés. Aunque no hay simbiosis física entre ellas, sí la hay cultural, gestada,
eso sí, con varios siglos de por medio. Segóbriga es uno de los conjuntos
arqueológicos españoles que mejor han resistido el examen del tiempo… Pero no
son sus vestigios lo que más me impresiona, pese a ser asombrosos, sino la
ubicación de los mismos. Estos descansan en un paraje virgen. Que puede
parecer, superficialmente, mundano y sencillo. No obstante, pocas veces he
tenido la sensación, a cielo abierto, de encontrarme en un lugar tan especial.
Deleitar la vista con las suaves colinas que aíslan el antiguo asentamiento
romano es un placer indescriptible.
Los gozos del alma siempre complican al
escritor su traducción en palabras. Cuesta decir lo que desprenden algunos
terrenos pisados con ilusión. Tal vez sólo la poesía sea capaz de robar unas cuantas
gotas a la fragancia que derrama en algunos rincones la propia naturaleza. Y
aun así, ya sea a campo abierto, o en recinto cerrado, las sensaciones hay que
palparlas. Sea como fuere, lo bueno y lo bello es algo a lo que estamos, todos
y cada uno de nosotros, emplazados; también a través de la admiración que
despierta en nosotros la grandeza de lugares similares.
En definitiva, son tierras abonadas de
historia y ensalmos paganos que el suelo todavía conserva en sus entrañas. Hoy,
tanto en Segóbriga como en Uclés cree uno hallarse en un confín apartado del
planeta y olvidado de la civilización. Aquí parece que hasta el mal queda lejos,
que no puede alcanzarnos, que no se tomará la molestia de hacernos daño, ni
siquiera de lanzarnos alguna amenaza. Y la tranquilidad todo lo envuelve, en
una calma casi sagrada.
No me importa si tengo que visitarlos cuando el cielo esté turbio, al
contrario; tampoco que llueva o haga frío. Ahora bien, lo que siempre hago es
empezar esta ruta por el yacimiento romano.
Impresionante. Al llegar a su altura me gusta recorrer entero el escenario y después sentarme en el graderío durante unos minutos para mirar el horizonte. La vista es magnífica. La sensación, única. Al otro lado de la vía principal se encuentra el anfiteatro, con su característica forma semicircular. Suelo andar despreocupado por el foso, imaginando las luchas y cacerías que allí tuvieron lugar dos milenios atrás, jaleadas por mis antiguos paisanos. Pero ya nada queda en el aire de aquellas celebraciones. Esto siempre me ha impresionado. De lo que fue sentido, nada permanece. El poder purificador de los elementos limpia cualquier rastro de lo que fue experimentado por otros hasta borrarlo. Inquieto por los misterios a los que nos somete la materia y el propio tiempo, sigo caminando. Tras el anfiteatro se sigue ascendiendo entre ruinas —todavía muchas en proceso de excavación desde hace años—. Luego alcanzo el foro, la acrópolis, las termas… y más allá, en un bosque sagrado que no se puede visitar, el templo de Diana. Bellísima diosa pagana, virgen y protectora de la naturaleza y de la caza.
Allí se erige un templo en su honor. Sobre una
colina construida en un escenario donde trajinan ciervos y jabalíes, alimento
de romanos, y, seguramente también, en el caso de los fieros jabatos, recreos
para el anfiteatro.
Siempre se deja uno cosas por contar y vivir,
pero la esencia de los lugares mágicos se impregna pronto en el alma. Cuando se
contemplan parajes como éste, enigmáticos, ondulantes, absorbentes, las penas
de repente pasan, parecen lejanas, languidecen.
Pero después
de un paseo semejante hay que volver de nuevo a sentir la tierra bajo la suela
de las botas. Bajar de las nubes a las que nos elevan los embrujos del entorno.
Porque la mística crea adicción y la belleza es muy golosa. Así pues, continuo.
Dejo de pensar en lo a gusto que se está bajo el cielo nublado de este
espléndido yacimiento romano, y sigo adelante. No es un fastidio en ningún caso
dejar un tesoro, si se va en busca de otro.
UCLÉS. De vez en cuando sueño que estoy allí, en mi
particular escondite romano, en esa villa rural recuperada del silencio de la
tierra bajo la que permanecía sepultada. Pero mi imaginación rápidamente me
dirige a otro lugar de ensueño. A los ojos de cualquier pájaro, Uclés se divisa
desde lo alto del yacimiento romano. Así, después de la omnipresencia del campo
y de los inmensos cielos que amparan el conjunto arqueológico, el espíritu es
invitado a recogerse en el templo más cercano. Hay que enderezar, pues, los
sentidos, y descansar entre los muros del llamado Escorial de La Mancha. ¡Qué alegría tener
Uclés a dos pasos!
Según se llega al pueblo de Uclés —si se hace
por un camino vecinal no asfaltado desde Saelices la impresión de toparse con
la fortaleza es otra— el asombroso monasterio suspende el
aliento y acelera el pulso del peregrino que se encuentra con semejante mole. La mejor vista posible sin embargo es la que se alcanza por la entrada de Tribaldos. Pues bien, cuando reconozco en mí los síntomas que provocan las grandes obras de arte, es porque estoy viendo ya, en todo su
esplendor, el solemne monumento cristiano. Siempre impresionante. Solitario.
Desafiante. Como un centinela que no duerme, ojeando la altiplanicie sobre la
que reina, manda y protege, aguardando a que aún pueda dibujarse en el
horizonte la amenaza de los guerreros moros que quizá algún día regresen
reclamando su «derecho» sobre estos suelos recuperados por los cristianos.
Por eso no sé si en este libro[1],
que habla de un patrimonio sagrado, se hace un flaco favor a estos lugares
dándoles publicidad y señalando sus bondades. Lo he pensado mucho. He dudado
entre llevar esto a cabo o mantener en secreto mi cuaderno de bitácora, pues ya
hay bastantes portales turísticos, y su sola mención me pone malo. Sin embargo,
me he arriesgado definitivamente a publicar este singular volumen porque para
mí pesa más, bastante más de lo que me irritaría lo contrario, saber que a
partir de estas páginas una sóla persona sensible haya conocido por primera vez
este u otros maravillosos lugares, aunque a su vez haya debido soportar la
compañía de noventa y siete borregos que, de no ser por estas páginas, no
hubieran estado a su lado. El agradecimiento de uno solo me hace más feliz que
la indiferencia de mil seiscientos. Por eso, continuo con el siguiente apunte
de mi cuaderno. Bien es verdad que con algunos remordimientos.
Rememoro esta historia del enclave mientras
paseo por él. Arriba y abajo alrededor del monumento. Lo cierto es que frente
al monasterio actual sólo se puede uno anonadar. La fachada sur,
churrigueresca, es preciosa, la norte, herreriana, sobria y limpia. Al cruzar
el umbral del coloso pétreo se detiene el tiempo. Si me encuentro solo y de pie
en el centro del claustro doble, al pasar dentro, reconozco que aquel espacio
no pertenece a mi universo. Aquí la vida se ve de otra manera. Insisto, sobre
todo en invierno. Pero lo que me hace soñar en serio con este monasterio es su
blanquísimo templo. En el interior, cada vez que vuelvo, me emociona
encontrarme de nuevo con su soberbia iglesia, de una sola nave y capillas
laterales. Envuelta en pura y clara penumbra. Blanca, inmaculada, hermosa,
digna y radiante, engalanada con estandartes en los que resalta la cruz roja de Santiago. Entre sus muros blancos, ceñido en la serenidad que
transmiten, el alma es llamada a estancias más elevadas a la que está
acostumbrada… Doy fe, me ha pasado. Mientras conquisto el tiempo entre los
cuadros, dedicados a los arcángeles, o a batallas como la de las Navas de
Tolosa. O apoyando las rodillas en el frío suelo y fundiéndome con el ambiente
sagrado, en la incomparable, bellísima y bendita sacristía. Ésta y la iglesia son para mí dos lugares de ensueño, dos de los más valiosos tesoros que enriquecen mi mapa. Después admiro el artesonado de madera del refectorio, entre otros hermosos espacios que esconden los muros
de este actual seminario. Nada comparable a la paz que se respira en la sacristía, o la honrada solemnidad del templo consagrado al Apóstol Santiago.
El monasterio de Uclés, después de todo, es un
escondite perfecto, un rincón para el recogimiento, para abrazar el silencio
que tanto amo. Donde las oraciones, la realidad de lo invisible, lo sagrado, y
los versos de Jorge Manrique, me llegan tan hondo que,
cada vez que piso este enlosado, me siento traspasado, redimido y curado. Sólo aquí
los versos inspirados del viejo escritor, del valiente soldado castellano, cobran
pleno significado:
Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando,
cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parecer,
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.
Digna
lección la que enseña Manrique con estos versos, que revelan el vacío de la
vida y la inquietud de todo hombre por el misterio de la muerte. Pues también
en los lugares bellos acaba sintiéndose la soledad y el tedio de la vida; como
sabrán muy bien los seminaristas que estudian entre estos muros para llevar a
las almas al único ser que puede concedernos nuestro íntimo anhelo de vivir
para siempre y ser a su lado dichosos y plenos. Y a veces para recordarlo basta con
pasear un día de invierno, solo, en silencio, y con el frío reflejado en el
cielo, por los impresionantes muros de este Real Monasterio.
[1] Cada uno de los textos relacionados con la literatura de viajes publicados en La cueva de los libros está pensado para engendrar un futuro libro.
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