domingo, 1 de diciembre de 2013

España, Patrimonio de lo Sagrado: Segóbriga y Uclés


Quién sabe por qué unas personas llevan mordido en el alma la atracción por unas cosas, y otros por otras. ¿Por qué a unos les seduce el sol y a otros los días de lluvia? ¿Por qué lugares aburridos para unos, son maravillosos para otros? En mi caso, me llevo preguntando por las cosas que me gustan desde hace mucho tiempo. En relación con las civilizaciones históricas, por ejemplo, tengo predilección por la clásica, por la civilización grecolatina, y sobre todo por Roma. Muy especialmente por Roma. ¿De dónde proceden entonces los gustos de cada uno? ¿Por qué en el fondo Roma representa para mí un atractivo irresistible, y a otros sus tesoros conservados les parecen meros escombros? No lo sé. Lo que sé es que su historia me fascina. Por ello sigo sus huellas. Sus frutos. Cada una de sus ruinas.

Roma fue, por otro lado, el útero que acogió la semilla del Evangelio y permitió al cristianismo florecer en los pueblos diseminados en torno al Mediterráneo. Las raíces de Europa, por tanto, se inscriben entre esos dos agros, cultivos que son los de la civilización latina y el cristianismo, sin olvidar nunca en la configuración de Europa el ingrediente germánico. Seguramente por eso casi todas mis escapadas espirituales —pues espirituales son todos los viajes— están motivadas por esas dos claves: Roma y la cruz de Cristo. Y el arte que procede de cada una de ellas. Fuera de éstas, apenas hay espacio en mi cuaderno de bitácora para nada más que no sea la propia naturaleza.

Pues bien, dos ejemplos majestuosos de lo que supuso Roma y la cruz se conservan en la Península Ibérica a escasísimos diez kilómetros de distancia. Me refiero al yacimiento arqueológico de Segóbriga y al Real Monasterio de Uclés. Cuando supe de su existencia en una clase de Historia del Arte de la región en la Universidad, decidí que quería conocerlos. Y a día de hoy he iniciado ya tres veces esta ruta mágica que relaciona estos dos preciosos nidos de historia escondidos en la meseta. Y no me canso de regresar a ellos.

Segóbriga (situada a unos pasos del pueblecito de Saelices) liga Roma con la cruz del imponente y magnífico monasterio de Uclés. Aunque no hay simbiosis física entre ellas, sí la hay cultural, gestada, eso sí, con varios siglos de por medio. Segóbriga es uno de los conjuntos arqueológicos españoles que mejor han resistido el examen del tiempo… Pero no son sus vestigios lo que más me impresiona, pese a ser asombrosos, sino la ubicación de los mismos. Estos descansan en un paraje virgen. Que puede parecer, superficialmente, mundano y sencillo. No obstante, pocas veces he tenido la sensación, a cielo abierto, de encontrarme en un lugar tan especial. Deleitar la vista con las suaves colinas que aíslan el antiguo asentamiento romano es un placer indescriptible.

Los gozos del alma siempre complican al escritor su traducción en palabras. Cuesta decir lo que desprenden algunos terrenos pisados con ilusión. Tal vez sólo la poesía sea capaz de robar unas cuantas gotas a la fragancia que derrama en algunos rincones la propia naturaleza. Y aun así, ya sea a campo abierto, o en recinto cerrado, las sensaciones hay que palparlas. Sea como fuere, lo bueno y lo bello es algo a lo que estamos, todos y cada uno de nosotros, emplazados; también a través de la admiración que despierta en nosotros la grandeza de lugares similares.

En definitiva, son tierras abonadas de historia y ensalmos paganos que el suelo todavía conserva en sus entrañas. Hoy, tanto en Segóbriga como en Uclés cree uno hallarse en un confín apartado del planeta y olvidado de la civilización. Aquí parece que hasta el mal queda lejos, que no puede alcanzarnos, que no se tomará la molestia de hacernos daño, ni siquiera de lanzarnos alguna amenaza. Y la tranquilidad todo lo envuelve, en una calma casi sagrada.

Por eso en Segóbriga y en Uclés mi corazón descansa. Tendrá también algo que ver, digo yo, que me gusten las expresiones «España profunda» y «América profunda», y lo que estos términos suponen, es decir, los ejemplos de comarcas que detallan esta realidad geográfica y espiritual. Pues bien, según creo, estos dos enclaves las describen perfectamente. Al menos en los inviernos que los he visitado. Cuando la naturaleza está en suspenso, y finge estar desmayada.

No me importa si tengo que visitarlos cuando el cielo esté turbio, al contrario; tampoco que llueva o haga frío. Ahora bien, lo que siempre hago es empezar esta ruta por el yacimiento romano.

Segóbriga fue un importante centro peninsular en época imperial. Era una villa sostenida por la minería, concretamente por la obtención y el trabajo de un tipo de yeso traslúcido (lapis specularis). Su monumento mejor conservado es el teatro.
Impresionante. Al llegar a su altura me gusta recorrer entero el escenario y después sentarme en el graderío durante unos minutos para mirar el horizonte. La vista es magnífica. La sensación, única. Al otro lado de la vía principal se encuentra el anfiteatro, con su característica forma semicircular. Suelo andar despreocupado por el foso, imaginando las luchas y cacerías que allí tuvieron lugar dos milenios atrás, jaleadas por mis antiguos paisanos. Pero ya nada queda en el aire de aquellas celebraciones. Esto siempre me ha impresionado. De lo que fue sentido, nada permanece. El poder purificador de los elementos limpia cualquier rastro de lo que fue experimentado por otros hasta borrarlo. Inquieto por los misterios a los que nos somete la materia y el propio tiempo, sigo caminando. Tras el anfiteatro se sigue ascendiendo entre ruinas —todavía muchas en proceso de excavación desde hace años—. Luego alcanzo el foro, la acrópolis, las termas… y más allá, en un bosque sagrado que no se puede visitar, el templo de Diana. Bellísima diosa pagana, virgen y protectora de la naturaleza y de la caza.

Allí se erige un templo en su honor. Sobre una colina construida en un escenario donde trajinan ciervos y jabalíes, alimento de romanos, y, seguramente también, en el caso de los fieros jabatos, recreos para el anfiteatro.

Siempre se deja uno cosas por contar y vivir, pero la esencia de los lugares mágicos se impregna pronto en el alma. Cuando se contemplan parajes como éste, enigmáticos, ondulantes, absorbentes, las penas de repente pasan, parecen lejanas, languidecen.

Pero después de un paseo semejante hay que volver de nuevo a sentir la tierra bajo la suela de las botas. Bajar de las nubes a las que nos elevan los embrujos del entorno. Porque la mística crea adicción y la belleza es muy golosa. Así pues, continuo. Dejo de pensar en lo a gusto que se está bajo el cielo nublado de este espléndido yacimiento romano, y sigo adelante. No es un fastidio en ningún caso dejar un tesoro, si se va en busca de otro.

UCLÉS. De vez en cuando sueño que estoy allí, en mi particular escondite romano, en esa villa rural recuperada del silencio de la tierra bajo la que permanecía sepultada. Pero mi imaginación rápidamente me dirige a otro lugar de ensueño. A los ojos de cualquier pájaro, Uclés se divisa desde lo alto del yacimiento romano. Así, después de la omnipresencia del campo y de los inmensos cielos que amparan el conjunto arqueológico, el espíritu es invitado a recogerse en el templo más cercano. Hay que enderezar, pues, los sentidos, y descansar entre los muros del llamado Escorial de La Mancha. ¡Qué alegría tener Uclés a dos pasos!

Según se llega al pueblo de Uclés —si se hace por un camino vecinal no asfaltado desde Saelices la impresión de toparse con la fortaleza es otra— el asombroso monasterio suspende el aliento y acelera el pulso del peregrino que se encuentra con semejante mole. La mejor vista posible sin embargo es la que se alcanza por la entrada de Tribaldos. Pues bien, cuando reconozco en mí los síntomas que provocan las grandes obras de arte, es porque estoy viendo ya, en todo su esplendor, el solemne monumento cristiano. Siempre impresionante. Solitario. Desafiante. Como un centinela que no duerme, ojeando la altiplanicie sobre la que reina, manda y protege, aguardando a que aún pueda dibujarse en el horizonte la amenaza de los guerreros moros que quizá algún día regresen reclamando su «derecho» sobre estos suelos recuperados por los cristianos.

Me permito en este punto una digresión por el enorme respeto que tengo a esta bella y colosal obra. Una reflexión sin paños calientes, con la intención de no morderme la lengua en las siguientes frases. El monasterio de Uclés merece un reconocimiento. También una defensa destacada y consciente. Y como este monumento, muchos otros. Yo, cada vez que lo visito, me descubro ante una de las joyas rurales más valiosas de España. Desconocida y marginada. Afortunadamente. Por fortuna, digo, porque no merece ser prostituido culturalmente, no merece ser centro de reunión de gentes que van a los lugares sagrados para hacer bulto. No debería ser nunca sujeto de ningún turismo oficial ni por ello castigado con un público despreocupado, insensible, superficial y necio. Para eso están las playas, y la casa particular de cada uno; o el circo, las calles y el bar asignado para tomar unas cañas. Por tanto, según dicta mi corazón sobre estas cosas, estos monumentos sagrados han de ser respetados, sustraídos al gentío, conservados del grupo uniforme y senil; y la forma de respetar un monumento es saber lo que se va a ver, y sabiéndolo, honrarlo. No se trata de que ningún técnico de la nada decida quiénes y cuántos visitan tal o cuál sitio, solo faltaba, sino que sea cada uno de nosotros el que tome conciencia de los lugares sagrados que piensa visitar. Pues en relación con esto me persigue una experiencia desagradable. Fue en Versalles donde me marcó la escena del inmenso palacio parisino abarrotado. Desde entonces, a partir de esa forma chapucera que tienen los franceses de entender el turismo, me llevan los demonios cuando veo riadas de imbéciles echando monedas en la Fontana de Trevi sin saber quién diseño la magnífica fachada, saturando la basílica de San Pedro del Vaticano como ovejas en corral, o llenando el Museo del Prado para recorrer en menos de treinta minutos la dirección de las flechas rojas del folleto que recogen en cualquiera de las entradas.

Por eso no sé si en este libro[1], que habla de un patrimonio sagrado, se hace un flaco favor a estos lugares dándoles publicidad y señalando sus bondades. Lo he pensado mucho. He dudado entre llevar esto a cabo o mantener en secreto mi cuaderno de bitácora, pues ya hay bastantes portales turísticos, y su sola mención me pone malo. Sin embargo, me he arriesgado definitivamente a publicar este singular volumen porque para mí pesa más, bastante más de lo que me irritaría lo contrario, saber que a partir de estas páginas una sóla persona sensible haya conocido por primera vez este u otros maravillosos lugares, aunque a su vez haya debido soportar la compañía de noventa y siete borregos que, de no ser por estas páginas, no hubieran estado a su lado. El agradecimiento de uno solo me hace más feliz que la indiferencia de mil seiscientos. Por eso, continuo con el siguiente apunte de mi cuaderno. Bien es verdad que con algunos remordimientos.

Así pues, vuelvo a recordar la histórica ciudadela de Uclés. El suelo casi despoblado que piso. Según consta en documentos oficiales, la fortaleza de Uclés fue donada por el rey Alfonso VIII a la Orden de Santiago, levantándose después un convento, sustrato del actual. Un maestre de la orden, Rodrigo de Manrique fue enterrado aquí. También su hijo Jorge. Este último es el famoso escritor y soldado que compuso un puñado de hermosos versos en Coplas a la muerte de su padre. Letras hoy arrinconadas, desconocidas para la mayoría y sólo recordadas por especialistas, u hombres de letras; cuatro gatos en realidad. Una desgracia. La guerra de la enseñanza en España se perdió hace años, y ya no quedan sino ruinas. Pero qué le importa a nadie. Sigamos, pues. Tras el asedio al castillo de Garcimúñoz, en la guerra civil castellana, Jorge Manrique fue herido de muerte y traído al convento de Uclés, donde finalmente expiró. Con el tiempo los huesos de ambos, padre e hijo, fueron removidos y se les perdió la pista. Jorge Manrique es un grande de nuestras letras, una más de las almas insignes de la Edad Media.

Rememoro esta historia del enclave mientras paseo por él. Arriba y abajo alrededor del monumento. Lo cierto es que frente al monasterio actual sólo se puede uno anonadar. La fachada sur, churrigueresca, es preciosa, la norte, herreriana, sobria y limpia. Al cruzar el umbral del coloso pétreo se detiene el tiempo. Si me encuentro solo y de pie en el centro del claustro doble, al pasar dentro, reconozco que aquel espacio no pertenece a mi universo. Aquí la vida se ve de otra manera. Insisto, sobre todo en invierno. Pero lo que me hace soñar en serio con este monasterio es su blanquísimo templo. En el interior, cada vez que vuelvo, me emociona encontrarme de nuevo con su soberbia iglesia, de una sola nave y capillas laterales. Envuelta en pura y clara penumbra. Blanca, inmaculada, hermosa, digna y radiante, engalanada con estandartes en los que resalta la cruz roja de Santiago. Entre sus muros blancos, ceñido en la serenidad que transmiten, el alma es llamada a estancias más elevadas a la que está acostumbrada… Doy fe, me ha pasado. Mientras conquisto el tiempo entre los cuadros, dedicados a los arcángeles, o a batallas como la de las Navas de Tolosa. O apoyando las rodillas en el frío suelo y fundiéndome con el ambiente sagrado, en la incomparable, bellísima y bendita sacristía. Ésta y la iglesia son para mí dos lugares de ensueño, dos de los más valiosos tesoros que enriquecen mi mapa. Después admiro el artesonado de madera del refectorio, entre otros hermosos espacios que esconden los muros de este actual seminario. Nada comparable a la paz que se respira en la sacristía, o la honrada solemnidad del templo consagrado al Apóstol Santiago.

El monasterio de Uclés, después de todo, es un escondite perfecto, un rincón para el recogimiento, para abrazar el silencio que tanto amo. Donde las oraciones, la realidad de lo invisible, lo sagrado, y los versos de Jorge Manrique, me llegan tan hondo que, cada vez que piso este enlosado, me siento traspasado, redimido y curado. Sólo aquí los versos inspirados del viejo escritor, del valiente soldado castellano, cobran pleno significado:


Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando,
cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parecer,
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.

Digna lección la que enseña Manrique con estos versos, que revelan el vacío de la vida y la inquietud de todo hombre por el misterio de la muerte. Pues también en los lugares bellos acaba sintiéndose la soledad y el tedio de la vida; como sabrán muy bien los seminaristas que estudian entre estos muros para llevar a las almas al único ser que puede concedernos nuestro íntimo anhelo de vivir para siempre y ser a su lado dichosos y plenos. Y a veces para recordarlo basta con pasear un día de invierno, solo, en silencio, y con el frío reflejado en el cielo, por los impresionantes muros de este Real Monasterio.





[1] Cada uno de los textos relacionados con la literatura de viajes publicados en La cueva de los libros está pensado para engendrar un futuro libro.

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