La existencia de Dios es un
conocimiento razonado a partir de causas lógicas. Podemos decir esto alto y
claro. Lo hemos visto. Por tanto, también se puede afirmar sin temor que la fe
y la razón son complementarias y no rivales («como las dos alas con las cuales
el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad»), y que el
pensamiento científico y el discurrir racional «confirman», hasta donde puede
llegar cada uno, la teología.
Si entrecomillamos el
término «confirman» es porque sólo la Revelación es el fundamento real de a lo
que la razón y la ciencia acceden por sí solas. Pero esto lo veremos enseguida
en la siguiente lección.
Por otra parte, hay más
vías que prueban la existencia de Dios, como el principio antrópico (ajuste
preciso de la naturaleza que permite que se desarrolle la vida), y alguna más;
sin embargo nos hemos limitado a desarrollar sólo tres pruebas para describir
un razonamiento suficiente pero completo. Aquí la suma de pruebas no hace más
real la existencia de Dios, como es lógico, pues sólo con una bastaría para
probarlo. Recapitulemos entonces lo dicho hasta ahora con otras palabras.
Las resistencias que puedan
brotar en algunos hombres a aceptar esto, como dijimos al principio, nada
tienen que ver con el pensar racional, aunque así lo crean. Su oposición
radical parte de su inmenso orgullo. Y el orgullo ciega, nos vuelve locos. La
realidad, tan evidente para el humilde agricultor de la Edad Media, es
irreconocible para el hombre de la civilización digital y del progreso. ¿Cómo
puede ser esto posible? ¿Cómo hemos llegado a ufanarnos tanto? San Pablo, hace
dos mil años, con su corazón sencillo y entregado, nos dejó escrito que a Dios
se le puede conocer y que lo tenemos a la vista. Quizá conviene escuchar a una
voz autorizada: «Desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno
poder y su divinidad, se pueden descubrir a través de las cosas creadas» (Rom
1-20). Y acusa a continuación a algunos de nosotros de mirar para otro lado,
«hasta el punto que no tienen excusa».
Hoy nos creemos poco menos
que dioses, y en ocasiones incluso más que ellos. ¿Pero qué es el hombre en
realidad? ¿Tenemos motivos para ser así de altivos, para engreírnos y
despreciar lo único que nos puede dar lo que anhelamos, Verdad, Belleza, Bien,
Amor, y algo llamado vida eterna? ¿Acaso nos damos a nosotros mismos la vida y
no hemos de morir? Yo puedo admirar a un ser independiente, que existe
simplemente y no tiene fin, pero no a otro que sólo es polvo y cenizas. ¿Y a
pesar de ser ceniza de estrellas seguimos siendo orgullosos? ¿No nos
empequeñece ya mirar al cielo y comprobar su enormidad? ¿Hemos olvidado que no
somos nadie, que no somos nada? ¿No tenemos ya presente que sin Dios seremos
borrados del mundo como el granizo es desecho bajo los rayos del sol? ¿Quiénes
nos creemos que somos?
Pues si tenemos mala
memoria, o un orgullo inmoderado, urge repasar cuál es nuestra condición. Y si
reconocemos que el hombre es una criatura miserable, en el sentido de que no
tiene valor ni fuerza y que es desdichada e infeliz, ¿por qué nos cuesta tanto
creer en Dios aunque no entendamos los misterios que le son propios? Como
dijimos en el encabezamiento de este título, el hombre se resiste realmente a
creer en la existencia de Dios, no porque su razón sea incapaz de conocerlo,
sino porque no puede concebir algo superior a él.
Pero pensemos de nuevo en
la diferencia. Ya que he puesto mi corazón en este escrito, tengo que decir que
a veces he sentido miedo al pensar en Dios, miedo de su vastedad, de la
distancia infinita que separa nuestras inteligencias. Estudiando y penetrando
realidades que me resultan supremas, inescrutables, he sentido que caminaba por
el borde de un abismo al que no osaba asomarme. Lo reconozco. Había días,
preparando este trabajo, que llevándome atrevidos pensamientos a la cama,
notaba cómo mi corazón se disparaba y que yo nada podía con semejantes
cuestiones, y me sentía impotente y bloqueado cuando escudriñaba por ejemplo el
origen del universo. ¿Qué hacía Dios «antes» de la Creación? ¿Estaba solo? ¿Cómo
puede haber algo eterno? ¡Cuántas cosas insondables para mi pobre juicio! Y ya
que estoy medio desnudo, confieso que también he roto a llorar algunas veces
por el inconcebible amor que significa el mismo Dios revelado que se ha hecho
cercano; por su promesa, increíble, de vida eterna; por las maravillas que Dios
asegura tener preparadas en el cielo para aquellos que lo aman… Es terrible la
grandeza de Dios; sobrecoge, asusta. Pero ha de ser así. ¿Cómo le voy a pedir
cuentas a él? Pues que no sea capaz de abarcar la magnitud de la majestad de
Dios sólo significa que mis fuerzas son escasas y mi razón insuficiente, y no
que él no exista. Porque yo soy una criatura de Dios y no Dios mismo. Hemos de
pensar por tanto lo que es razonable, no lo que es absurdo, ni lo que nos supera
en mucho pero existe realmente.
De esta manera, la teología
estudia precisamente aquellas cosas de Dios que nos permiten conocerlo, y
aquellas otras que, al escapar a nuestro entendimiento, se consideran
misterios.
El mejor relato que hay
para ilustrar la incomprensión de Dios por parte del hombre se describe en el
libro de Job. Este, consumido por el dolor y el silencio de Dios, ruega al
altísimo una explicación a su sufrimiento. Job pretende conocer por qué también
sufren los justos. Y Dios finalmente le responde. No se justifica. No le
explica algo que su criatura no puede entender. Pero le hace comprender cuál es
el lugar del hombre, que en último término es lo importante: «¿Dónde estabas tú
cuando fundaba yo la tierra? ¡Habla si es que sabes tanto! ¿Sabes tú quién fijó
sus dimensiones, o quién tendió la cuerda sobre ella? ¿En qué apoyan sus
columnas? ¿Quién asentó su piedra angular, mientras a coro cantaban las
estrellas del alba y exultaban todos los hijos de Dios? […] ¡Habla si sabes todo esto! […] ¿Has enseñado
las leyes a los cielos? ¿Determinas su influencia en la tierra?» Job, después
del discurso de Dios, abre los ojos y le responde arrepentido: «Reconozco que
lo puedes todo […] He hablado sin cordura de maravillas que no alcanzo ni comprendo»
(Job, del capítulo 38 al 42).
Esta es la realidad simple y fría. Somos los que somos. Y
siendo lo que somos podemos asegurar también que a Dios se le puede conocer. De
hecho sabemos mucho de él, como después veremos, pero no es razonable de ninguna
manera pensar que podemos abarcar su eternidad, penetrar en su infinita
sabiduría y rodearla. El misterio es consustancial a la vida. Por tanto, para
buscar a Dios, bien de forma voluntaria, bien de manera inconsciente, lo
primero que ha de hacer el hombre es corregir su orgullo.
Me parece que llegados a
este punto estamos en condiciones de poder responder a un par de preguntas.
¿Acaso decir «creo en Dios» encuentra serias objeciones en la razón? ¿Es la fe
irracional? De ninguna manera. Y la cuestión más importante: ¿Existe Dios? ¿Es
la existencia de Dios razonable y lógica? Sí, Dios existe y puede conocerse.
Parece evidente a partir de lo visto que nadie cree sin motivos, sean
infundados o no. Y en esta intervención ha quedado claro que la fe en Dios está
totalmente justificada. En cambio, sin recurrir a él, es imposible explicar
lógicamente estas tres vías que hemos aquí desarrollado.
Por lo tanto, en palabras
de Santo Tomás de Aquino, yo no creería si no reconociera que es razonable
creer. Y suscribiendo otro comentario de San Agustín, creo para comprender y
comprendo para creer mejor. Lo que es, además de una evidencia que no escapaba
al más humilde de los agricultores de la Edad Media, de una sencillez
grandiosa. Por eso me veo obligado, antes de acabar el desarrollo de esta
tesis, a brindar una observación que no debería pasarse por alto: El hombre que
no se fía de Dios busca su apoyo en los ídolos.
Dejemos atrás, no obstante, a los que siguen emperrados en cerrar los ojos y blindar su corazón. Sigamos
todos los demás.
Pues el ser humano no se
detiene aquí una vez que sabe que Dios existe, sino que anhela conocerle, desea
saber quién es, cómo es... Necesita en definitiva saber más de su Creador.
¿Quién es entonces ese Dios? ¿Podemos saber cómo es? ¿Acaso se ha comunicado
con nosotros? ¿Somos efectivamente importantes para él? Estas aspiraciones nos
invitan a hacernos nuevas preguntas, y éstas, a su vez, a partir de una nueva
investigación, a dar un paso más en su búsqueda.
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