En
el año 1968, con los impulsos del postconcilio en plena efervescencia, el
entonces profesor Joseph Ratzinger (más tarde Romano Pontífice Benedicto XVI)
publicaba su particular aportación teológica acerca de los fundamentos de la
religión de Cristo, por medio de un libro titulado Introducción al cristianismo. Algunas décadas más tarde, concretamente
en el año 2.000, el teólogo alemán justificaba, en el prólogo de la nueva
edición, la necesidad de su escrito y el auxilio de la razón para hablar de
Dios, pues sin hablar de Él la razón se vería disminuida[1]. En
virtud de que Dios es el Logos que
“nos garantiza la racionalidad del mundo, la racionalidad de nuestro ser, la
adecuación de la razón a Dios y la adecuación de Dios a la razón, aun cuando su
razón supere infinitamente a la nuestra y a menudo nos parezca oscuridad”[2].
En cualquier caso, la intención del libro era “ayudar a una nueva comprensión
de la fe como la realidad que posibilita ser auténticos seres humanos en el
mundo de hoy”[3].
Para
Joseph Ratzinger el cristianismo había sido arrinconado en el siglo precedente,
situación de la que urgía salir, adaptándose a los nuevos tiempos. En el siglo
XIX, en efecto, la Iglesia padeció una marginación feroz por parte de las
nuevas corrientes de pensamiento; para salir de ella, el teólogo alemán pensaba
que la Iglesia debía “insertarse de nuevo plenamente en el mundo”[4].
Pero para determinar el lugar del cristiano en el mundo, el teólogo consideraba
preciso una catequesis que explicase, en primer lugar a los fieles y en segundo
término al resto del mundo, en qué consiste la profesión de fe cristiana. Y es
aquí precisamente donde se vuelve necesaria la participación de la ciencia
teológica. Ahora bien:
La
teología no cumple con su cometido cuando se queda exclusivamente en sí misma y
en su erudición, y se equivoca todavía más cuando busca «una doctrina según sus
gustos» (2 Tim 4, 3), cuando en vez de pan ofrece piedras, cuando en lugar de
la palabra de Dios propone la suya[5].
Asumiendo
efectivamente los riegos que entraña toda forma de exégesis particular, por muy
docta que sea, pero siendo consciente de que es irrenunciable el socorro de la
teología para reflexionar sobre Dios y la fe de los creyentes, Joseph Ratzinger
ensaya lo que a su juicio son los pilares del cristianismo, y trata de
desarrollarlos en tres segmentos perfectamente hilados. Así pues, las
aspiraciones del profesor alemán en este escrito pueden resumirse en las
siguientes:
1. ¿En
qué consiste creer? O bien, ¿qué significa decir “yo creo”?
2. ¿En
qué cree la Iglesia?
Para
dar contestación a estas preguntas capitales Ratzinger se remontará a los
orígenes de la profesión de fe cristiana, y a su núcleo mismo, los símbolos de
fe, es decir, el Credo. Su Introducción
al cristianismo, por tanto, tratará de esclarecer las fórmulas elementales
del Credo de los Apóstoles, síntesis de la fe primitiva de la Iglesia; una fe
que es confesada y compartida todavía, después de 2.000 años, por todas las
iglesias cristianas repartidas por la Tierra.
Dicho
esto, su explicación se plantea en tres partes, que son precedidas de una
introducción con dos importantes apartados:
“La fe en el mundo de hoy” y “La forma eclesial de la fe”. Superada la
introducción, las dos primeras partes versan sobre Dios (la primera), y
Jesucristo (la segunda). La tercera parte está dedicada al binomio Espíritu e
Iglesia. De esta suerte, y sin más preámbulos, veamos en qué consisten las
lecciones de Joseph Ratzinger sobre el credo apostólico, médula espinal de la
confesión de fe cristiana.
¿Qué
es la fe y cómo se plantea ésta en el pensamiento moderno?
Antes
de entrar de lleno en el análisis del credo apostólico el teólogo alemán había
pensado, como decíamos más arriba, en un preludio donde se cuestionaba acerca de
qué es la fe y cómo se plantea ésta en el pensamiento moderno. Cuestiones
preliminares que son cardinales para entender la profesión de fe cristiana, pues
en cierto sentido la doctrina primitiva no es más que una simple fórmula sin
vida que debe llevarse a cumplimiento con el obrar humano. Un obrar, sin
embargo, que ha de transcurrir por los cauces innegociables que expresa esa
fórmula original que es el símbolo niceno-constantinopolitano.
El
punto de arranque del que debe partir todo examen de la experiencia de fe
cristiana, así pues, se halla en primer lugar en los hechos históricos. La fe,
a pesar de lo que crean millones de conciencias desinformadas, requiere de
razones y pruebas para arraigar y ser tenida en cuenta. Por eso el futuro
Benedicto XVI comienza en la obertura de esta obra señalando la figura de Jesús,
como el hito o jalón desde el cual ha de empezarse la búsqueda de los motivos
de la fe cristiana; pues “Jesucristo ha explicado a Dios”. […] Y “basta con que
demos un par de pasos hacia ese hombre de Palestina para encontrarnos con Dios”[6].
Con
todo, la fe no es únicamente una fundamentación racional de la existencia de
Dios y de la trascendencia del hombre, pues esto mismo es capaz de alcanzarlo por
sí sola la filosofía, sino que entraña la asunción del creyente de una realidad
inabarcable que le supera en todo punto y que se ha comunicado con éste a
través de la Sagrada Escritura, continente de la Revelación. En relación con
esta majestad divina, de la que el hombre sólo puede balbucear al referirse a
ella, pero de la que efectivamente tiene certeza, el hombre acepta por fe
cuestiones que le han sido reveladas pero de las que apenas puede formarse una
idea inteligible para relacionarse con Dios. Por ejemplo la realidad trinitaria
de Dios mismo, desvelada por Cristo resucitado (Mt 18, 29); verdad,
naturalmente, a la que el hombre no habría podido acceder de ninguna manera
reflexionando por su cuenta y riesgo.
Más
aún. Los hombres, en todas partes y en todo tiempo, han buscado formas
alternativas de acceder a la realidad, modos distintos de penetrar cuanto les
rodeaba al margen de los sentidos, hasta el punto de que llegar a creer en las
realidades trascendentes “no significa afirmar esto o aquello, sino una forma
primaria de situarse ante el ser, la existencia, lo propio y todo lo real”[7]. Y
esto es fundamental para entender el significado de la afirmación “yo creo”.
Pues con esto presente, Joseph Ratzinger ha podido inferir que la fe:
Es
una decisión por la que afirmamos que en lo íntimo de la existencia humana hay
un punto que no puede ser sustentado ni sostenido por lo visible y
comprensible, sino que linda de tal modo con lo que no se ve, que esto le
afecta y aparece como algo necesario para su existencia. […] La fe siempre
tiene algo de ruptura arriesgada y de salto, porque en todo tiempo implica la
osadía de ver en lo que no se ve lo auténticamente real, lo auténticamente
básico. La fe nunca fue una actitud que por sí misma tenga que ver con lo que
agrada a la existencia humana. La fe siempre fue una decisión que afectaba a la
profundidad de la existencia, un cambio continuo del ser humano al que sólo se
puede llegar mediante una resolución firme”[8].
Visto
lo anterior se comprende que la fe sea también fuente de sentido para el
hombre, alimento y soporte. Pues si la fe cristiana significa considerar lo
invisible más real que lo visible, lo invisible se convierte en el verdadero
fundamento de las cosas. Y, por tanto, en la fuerza que orienta al hombre en su
devenir, en el ancla que lo asienta firme y confiadamente ante su entorno, ante
las cosas y ante la realidad misma. Puede decirse entonces que la fe es otra
forma de pan –en última instancia más necesario que el alimento que conserva a nuestro
organismo–, el sólido cimiento de la existencia humana y, por ello mismo, lo
que proporciona al hombre su verdadero sentido. Luego la fe equivale a verdad,
y la verdad es lo único que sostiene y promete con seguridad.
De
esta manera, Joseph Ratzinger entiende que se entra en contacto con la verdad
comprendiendo, comprendiendo el sentido al que uno se ha entregado.
Creo
que éste es el significado exacto de lo que llamamos comprender: captar el
fundamento sobre el que nos mantenemos como sentido y como verdad; reconocer
que el fundamento significa sentido”[9].
En
consecuencia, la fe sería una actitud, una manera de estar frente al mundo y
con los demás. En sentido estricto, un acto de conversión. Por eso, en palabras
de Joseph Ratzinger, este acto de conversión, este cambio de ser:
Pasa
de la adoración de lo visible y factible a la confianza en lo invisible.
Formalmente, la frase «yo creo» se podría traducir así: «yo paso a…; yo
acepto». La fe no es, pues, como profesión de fe y por su origen, ni recitar
una doctrina, ni aceptar teorías sobre las que no se sabe nada y que por eso
mismo trata de afirmar elevando el tono, sino un movimiento de toda la
existencia humana. Con palabras de Heidegger podemos afirmar que la fe es un
«viraje» de todo el hombre que estructura permanentemente la existencia
posterior[10].
Por
eso precisamente la fe cristiana, dice Ratzinger, no es una idea sino vida, y
el cristianismo, un camino y no una ideología[11].
No
obstante, nos dice el autor, para intentar comprender el credo hay que acotar
previamente las competencias de la filosofía, al menos tenerlas en cuenta, puesto
que la fe no es el resultado de una cavilación solitaria, o de una reflexión
personal sobre la verdad, como concierne al método filosófico, sino que procede
de la escucha, de la recepción y de la respuesta a la audición que hace el
hombre de la Palabra revelada; de la escucha atenta de lo que procede de fuera
y se le ofrece misteriosamente. Entonces la fe no es lógicamente fruto del
pensamiento humano sino algo que procede de fuera, algo que se da, que se abre
a la persona para ser acogida, que se entrega para activar el espíritu humano y
motivar un cambio radical del ser; una transformación de la manera de mirar,
sentir y hacer. Y esta “estructura dialógica de la fe”, como la llama el
teólogo alemán, señala indirectamente, pero también con claridad, una idea
determinada del hombre (una idea trascendente) y sobre todo una idea
escandalosa de Dios (la de un Dios personal).
Mucho
más adelante Joseph Ratzinger resumirá perfectamente en qué consiste la fe,
como “un proceso continuo de separación, de aceptación, de purificación y de
transformación”[12].
Y sólo así puede explicarse la permanencia de la confesión cristiana en un solo
Dios a lo largo de los tiempos.
El
credo apostólico es, en última instancia, la síntesis de la profesión de fe
cristiana, su contenido más íntimo; el sumario de esa idea escandalosa de Dios
que se desarrolla en cada una de sus enunciaciones, y que después el cristiano
hace suyas, madurándolas en su interior y actuando de acuerdo con ellas, con
más o menos fortuna.
El
tema de Dios
Un
tercio de la Introducción al cristianismo
está dedicado a desentrañar el sentido de las palabras “Padre”, “todopoderoso”
y “creador”, esto es, la sección que se corresponde con la primera parte del
libro.
En la introducción, desmenuzada
previamente, el autor trataba de explicar qué significa decir “yo creo”; ahora
se detiene en las siguientes palabras del Credo. Como vemos, estamos aún en los
albores del símbolo niceno-constantinopolitano, que hunde sus raíces, como ya
quedó explicado, en el propio Evangelio: “Id, pues, y haced discípulos míos en
todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo” (Mt 28, 19). Por eso es oportuno –estamos en el arranque de la
fórmula primitiva– reproducir aquí el credo apostólico:
Creo en Dios,
Padre Todopoderoso,
Creador del
cielo y de la tierra.
Creo en
Jesucristo, su único Hijo,
Nuestro Señor,
que fue
concebido por obra y gracia
del Espíritu
Santo,
nació de Santa
María Virgen,
padeció bajo el
poder de Poncio Pilato,
fue crucificado,
muerto y sepultado,
descendió a los
infiernos,
al tercer día
resucitó de entre los muertos,
subió a los
cielos
y está sentado a
la derecha de Dios,
Padre
todopoderoso.
Desde allí ha de
venir a juzgar
a vivos y
muertos.
Creo en el
Espíritu Santo,
la santa Iglesia
católica,
la comunión de
los santos,
el perdón de los
pecados,
la resurrección
de la carne
y la vida
eterna.
Amén.
En
la primera parte de su Introducción al cristianismo, como decimos, Joseph
Ratzinger contempla varios altos, cinco estadios concretamente, en los cuales
desarrolla los puntos clave de su explicación acerca del misterio de Dios, del
tema o la cuestión de Dios, según su propia expresión. Podríamos decir, así
pues, que la portada de esta primera sección son una serie de cuestiones
preliminares sobre Dios, como el examen del origen de la reflexión que ha hecho
el hombre en todas las épocas y lugares acerca de Éste. Después el autor se
detiene en “la fe bíblica en Dios”, para contrastar a continuación el Dios
bíblico con el “Dios de los filósofos”, siendo éste un importante apartado de
la obra que comentamos; como también lo es el siguiente: “La profesión de fe en
Dios, hoy”. Finalmente, la primera parte del escrito se cierra con una síntesis
acerca de lo que significa creer en el Dios uno y trino.
De
esta manera, Ratzinger comienza su indagación acerca de la idea de Dios
reconociendo la evidencia de que Dios es una constante a lo largo de la
historia de la humanidad. De que Dios no es una idea ajena a ningún pueblo, ni
una idea particular de los hombres de una determinada generación o de un
espacio concreto. Al contrario, la idea de Dios es universal y ha estado
presente en el hombre desde el principio. Con este elemento objetivo del que
partir, el teólogo alemán se pregunta lógicamente de dónde le viene a la
humanidad la idea de Dios, y al mismo tiempo, por qué esta idea se representa
en formas tan distintas.
En
primer lugar contestará al segundo interrogante. Realmente, dice el entonces profesor
Ratzinger, los distintos modos según los cuales el hombre ha concebido la idea
de Dios a lo largo del tiempo se reducen a tres concepciones: monoteísmo,
politeísmo y ateísmo. Después contestará a la primera cuestión: ¿de dónde la
viene a la humanidad la idea de Dios?
Para
el futuro papa Benedicto XVI las raíces de la experiencia religiosa son, por un
lado, la conciencia humana, es decir, la experiencia de nuestra propia
existencia, por la que descubrimos, entre otras cosas, nuestra precariedad e
insuficiencia; y por otro lado, la confrontación del hombre con el mundo, a
partir de la cual reconoce “su potencia y misterio”[13].
En este sentido, dos son según el profesor alemán las fuentes de conocimiento
religioso específicas del hombre. Una y otra, en efecto, en la medida que
evidencian nuestra precariedad y anhelo de plenitud, apuntan a Dios.
Conocidas,
así pues, las raíces que llevan al hombre a reflexionar sobre Dios, o lo que es
lo mismo, a concebirlo y representarlo, se entiende que la humanidad se haya
forjado ideas distintas de Dios a través de los siglos, pues nada nos dicen de
su esencia nuestras carencias, por un lado, o la vastedad y el misterio del
mundo al que nos enfrentamos, por otro. Sin embargo, si de lo que se trata es
de desentrañar el credo apostólico para conocer en qué creen los cristianos, o
en qué consiste en esencia el cristianismo, habrá que centrar nuestra mirada en
la idea monoteísta de Dios. Y más específicamente en la fe de Israel, en la de
los padres y en la de los profetas del pueblo de Dios.
En
consecuencia, el autor no tiene más remedio que sumergirse en el Dios bíblico
para darnos a conocer la fe de los primeros padres, la fe que posteriormente
llegará a su máximo desarrollo y plenitud con la figura de Jesús. Pues bien, lo
primero que marca la diferencia del Dios bíblico con respecto a los demás
dioses que el hombre se ha ido forjando sucesivamente de acuerdo con su
situación geográfica y sus circunstancias, es que el Dios bíblico se descubre
voluntariamente al hombre, concretamente a un humilde varón llamado Abrahán. En
vista de ello, en el fondo confesar a Yahvé será negar a los dioses vecinos, o dicho
de otro modo, negar el propio politeísmo:
La
profesión fundamental de fe –«Yahvé, tu Dios, es único»– que constituye el
trasfondo de nuestro credo, es en sus orígenes una negación de los dioses
circunvecinos. Es confesión en el sentido más pleno que puede tener esta
palabra, es decir, no es la manifestación externa de una opinión más junto a
otras, sino de una decisión existencial. Como negación de los dioses significa
negación de la divinización de los poderes políticos y del cósmico «muere y
vivirás». Igual que decimos que el hambre, el amor y el poder son las potencias
motoras de la humanidad, podemos decir también, por extensión, que las tres
formas fundamentales del politeísmo son la adoración del pan, del eros y la
divinización del poder. Estas tres formas se equivocan porque absolutizan lo
que no es absoluto y porque al mismo tiempo subyugan al hombre. Son errores que
de algún modo dejan presentir el poder que sostiene el universo[14].
Volvemos
nuevamente con estas palabras a las entrañas de la fe, al camino que supone
toda conversión, a la decisión de un obrar distinto, conforme a esa fe.
Ratzinger nos habla, una vez más, de que creer exige tomar partido, un cambio
profundo de la persona, que ya no se guía por la inercia de los motores del
mundo, adoración del pan y del eros y divinización del poder, sino que es capaz
de sacrificarse y negar la seguridad que proporciona aparentemente lo propio.
En palabras de Joseph Ratzinger:
Este
punto de partida, nacido de la fe de Israel, sigue sin cambios fundamentales en
el credo del cristianismo primitivo. El ingreso en la comunidad cristiana y la
aceptación de su «símbolo» entrañan una decisión existencial de graves
consecuencias. Ya por el simple hecho de entrar en ese credo, la persona niega
las ideas imperantes de su mundo, esto es, la adoración del poder político
vigente en la que se fundaba el bajo imperio romano. Niega el placer, el culto
a la angustia y las distintas supersticiones que dominaban en el mundo. No es
casualidad que el cristianismo luchase en este terreno y que impugnase la
configuración fundamental de la vida pública en la antigüedad[15].
Pero
ese cambio íntimo de acuerdo al que decide ordenarse el fiel de Israel tiene su
fundamento en el desvelamiento del propio nombre que da Dios, Yahvé, a Moisés
en el episodio de la zarza ardiente. De esta manera, «Yo soy el que soy», es
decir el nombre de Dios, además de representar un verdadero escándalo, sugiere
un Dios distinto del que las culturas primitivas habían hablado. Porque en el
fondo cuando Dios habla con Moisés acompañado por la zarza ardiente no revela
un nombre común, otro nombre más, como los dioses de los pueblos circunvecinos;
tiene que “distinguirse de sus colegas”, ya que “no pertenece a la misma categoría”.
Que
el Dios de Israel, el Dios bíblico, no pertenece a la misma categoría es
evidente a partir del desvelamiento de su particular “nombre”. Dios es el que
es porque mientras que los demás dioses pasan, Él es, siempre y en todo lugar;
permaneciendo inmutable en el cambio. Por tanto, aquí el Dios misterioso de
Israel, el Dios de los padres, y como dice Ratzinger, nuestro Dios, no revela
su esencia, sino que se deja conocer de forma única. No comunicando cómo es Él,
sino para qué es. De manera que “el
«yo-soy» significa algo así como «yo estoy ahí» o «yo estoy ahí para vosotros»
[…] En realidad, este «es» de Dios que permanece inmutable por encima de la
mutabilidad del devenir, no se muestra como un Dios sin relaciones”[16].
Y esta es la clave para entender a un Dios que es amor y que espera de sus
criaturas una relación personal con Él. Algo por otra parte que no interesa a
los filósofos de aquellos tiempos, entregados únicamente al concepto del ser
supremo.
Ahora
bien, dando vueltas a la idea del nombre de Dios, hundido hasta la cintura en
las fuentes bíblicas, en la misma Palabra de Dios, el autor termina su andadura
irremediablemente en la figura de Jesús. Para el entonces teólogo alemán, no
cabe duda, “Cristo es la misma zarza ardiente en la que se revela a los hombres
el nombre de Dios”:
Resulta
claro que él mismo es el nombre de
Dios, es decir, la posibilidad de invocar a Dios. La idea del hombre entra aquí
en un estadio nuevo y decisivo. El nombre ya no es sólo una palabra, sino una
persona: Jesús: Toda la cristología, es decir, la fe en Jesús se convierte en
una explicación del nombre de Dios y de todo lo que en él se enuncia”[17].
Llegados a este punto, sería lógico dar
el salto hasta la segunda parte de Introducción
al cristianismo, reservada a los artículos del Credo que hablan de
Jesucristo; sin embargo, Joseph Ratzinger considera necesario detenerse aún en
varios asuntos capitales para esclarecer qué supuso esta idea de Dios para los
filósofos antiguos. En este sentido, el teólogo alemán sostiene que la fe
cristiana tenía que decir cuál era su Dios. Y de este esfuerzo que hicieron los
cristianos primitivos para anunciar a Dios y acrisolar la idea que los
filósofos griegos tenían del Dios desconocido, nos ocupamos a continuación.
El
Dios de la fe (uno y trino) y el Dios de los filósofos
La
fe cristiana tuvo necesariamente que decir cuál era su Dios. Para ello debió,
como es sabido, entrar en discusión con la filosofía helenística. Así pues,
la
Iglesia primitiva rechazó resueltamente todo el mundo de las antiguas
religiones, lo consideró un espejismo y una alucinación y expresó así su fe:
nosotros no veneramos a ninguno de vuestros dioses. Cuando hablamos de Dios nos
referimos al ser mismo, a lo que los filósofos consideran el fundamento de todo
ser, al que han ensalzado como Dios de
todos los poderes: ese es nuestro único Dios[18].
El
reproche que, al fin y al cabo, le hacían los primeros cristianos a los
filósofos griegos era que éstos no concebían la religión como verdad, sino como
instrumento para ordenar moralmente la sociedad. Para llegar a esta acusación
debieron insistir en varias nociones que la filosofía griega pasaba por alto;
distinciones que Joseph Ratzinger expone con luminosidad.
El
primer detalle que la filosofía clásica no tenía en cuenta era que Dios era un
ser “antropomórfico” y no filosófico, un ser de carácter personal y por tanto
con sentimientos humanos. Ratzinger justifica esto recurriendo a las parábolas
de la oveja y la moneda perdidas; relatos que ponen de manifiesto un Dios
preocupado y afectuoso. En cambio, el Dios filosófico se relaciona
exclusivamente consigo mismo. Otro prejuicio que desenmascara Ratzinger es la
concepción estrictamente filosófica de Dios como puro pensar. Pero la idea
cristiana de Dios pronto superará estas resistencias afirmando que el amor es
más grande que el puro pensar. Pues “el Logos
de todo el mundo, la idea creadora original es también amor”[19].
En
resumidas cuentas, sólo considerando la clave del amor se pueden entender los
atributos que confiesa el Credo de Dios como “Padre”, “soberano” y “creador”. Por
eso al llamar el Credo a Dios “padre” y “soberano”, queda muy claro en qué
consiste la imagen cristiana de Dios: “tensión entre el poder absoluto y el
amor absoluto, entre la distancia absoluta y la cercanía absoluta”[20].
En suma:
El
Logos de todo ser, el que todo lo
sostiene y todo lo comprende, es, pues, conciencia, libertad y amor[21].
Entonces
resulta evidente que la figura central del cristianismo es una persona, Jesús,
y que por eso mismo el cristianismo ve en el hombre también una persona y no un
individuo, según lo contempla la filosofía griega. Y aquí es precisamente donde
para el teólogo alemán radica el gran abismo entre el cristianismo y la
antigüedad, entre el platonismo y la fe. Abismo cierto a pesar de que los
filósofos griegos intuían al Dios desconocido a partir de sus reflexiones, y
por tanto de la ley natural. Pero abismo que los cristianos logran salvar
explicando a su Dios recurriendo, precisamente, a las categorías de la
filosofía helenística, con su método de indagación particular y su singular
terminología.
Al
fin y a la postre, como dirá el autor al final de su libro, lo que distingue
radicalmente al cristianismo de la filosofía griega son las ideas que tienen de
hombre, de Dios y de futuro[22].
Ahora
bien, todavía le queda a Ratzinger un alto por hacer antes de saltar a los
siguientes enunciados del credo y centrarse de una vez por todas en la figura
de Jesús. Lo que pretende hacer antes es resolver el misterio trinitario de
Dios, tratar de comprenderlo más bien, o por mejor decir, de explicarlo en la
medida de lo posible para que pueda ser entendido y aceptado por una mente
racional, antes de concentrarse, por fin, en la persona de Jesucristo, “su
único Hijo, nuestro Señor”.
Para
ello, nuestro autor ensayará, entre otras cosas, cómo armonizar lo múltiple
(las tres personas) en un solo Dios. Misión, en principio, inconcebible.
Pues
bien, el primer aviso que hace el teólogo alemán acerca de la naturaleza divina
es que Dios es el misterio mismo, en la medida que “el amor siempre es mysterium”[23].
Contando con esta cuestión previa, y preventiva, y arrancando del Nuevo
Testamento, es decir, de la figura de Jesús, la Iglesia primitiva fue erigiendo
la doctrina trinitaria a partir de una laboriosa elaboración, aferrada, como
decimos, al Evangelio y no fruto de una especulación sobre Dios ni de una
investigación filosófica sobre el origen de todo ser. Entregado a esta empresa,
Ratzinger dedicará varias páginas a describir los avatares históricos y
teológicos de la doctrina trinitaria, formulada a la sazón mediante las
contribuciones y esfuerzos de diferentes doctores de la Iglesia, como los
padres capadocios, con Basilio de Cesarea a la cabeza, o el propio Tertuliano.
Las “herejías” de aquellos tres primeros siglos, en este sentido, sirvieron a
pesar de todo de acicate para plantear la ortodoxia cristiana y definir con
mayor precisión la confesión de fe en el Dios bíblico, manifestado plenamente
en Jesucristo.
Así
pues, los filósofos griegos podían atisbar al Dios todopoderoso y creador del Credo, pero no, con la sola razón, descubrir su realidad trinitaria; misterio
que le fue comunicado a los hombres a partir de Jesús.
A
continuación, el autor de esta Introducción
al cristianismo dilucida acerca de dos graves problemas con los que se
encuentra la idea de un Dios, uno y trino al mismo tiempo, y los obstáculos
aparentes que supone intentar conciliar lo absoluto con lo relativo. Cuando
finalmente deshaga el galimatías, Ratzinger volverá de nuevo sobre el carácter
personal del Dios uno y trino, del Dios que confiesa el Credo, la primitiva
fórmula de fe de la religión de Cristo. En suma, lo que dice éste es lo
siguiente:
La
fe cristiana confiesa a Dios, la inteligencia creadora, como persona y, por
tanto, como conocimiento, palabra y amor. Confesar a Dios como persona implica
necesariamente confesarlo como relación, como comunicabilidad, como fecundidad.
Lo que es exclusivamente único, lo que no tiene ni puede tener relaciones, no
puede ser persona. No existe la persona en la absoluta singularidad. Lo vemos
en las palabras que han servido para desarrollar el concepto de persona: la
palabra griega prosopon significa
literalmente «respecto»; la partícula pros
significa «a», «hacia» e incluye la relación como elemento constitutivo de la persona.
Con la palabra persona sucede lo
mismo; significa «resonar a través de»; la partícula per significa «a», «hacia» e indica relación, pero ahora como
comunicabilidad[24].
[…] A esta misma conclusión nos conduce la lectura de la Biblia. Dios parece
dialogar consigo mismo. En Dios hay un nosotros, que los padres ya vieron en la
primera página de la Biblia: «Hagamos al hombre» (Gén 1, 26). Pero también hay
un yo y un tú, que también vieron los padres en Sal 110, 1: «Dijo el Señor a mi
Señor» y en el diálogo de Jesús con el Padre. Que Dios dialogue en lo íntimo de
su ser nos lleva a admitir en él un yo y un tú[25].
Está
claro, por tanto, el carácter relacional de Dios, que insinúa primeramente al pueblo
de Israel por medio de los patriarcas. La persona de Jesucristo, por su parte,
será el culmen de esa comunicación divina que voluntariamente se expresa,
revelando entretanto misterios inasequibles a la pura reflexión humana. Cristo
es, pues, la persona que ciertamente nos ha explicado a Dios. Y la persona que
al mismo tiempo es su único Hijo y nuestro Señor. Con Cristo se completó la
revelación. Más aún: “En Jesús hombre, Dios se ha expresado para siempre”[26].
«Creo
en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor»
En
la segunda parte del credo apostólico, precisamente la que anuncia a Jesucristo
como Hijo de Dios y Señor de todos los hombres, el autor ve justamente el
escándalo de lo cristiano. Un escándalo tanto para el mundo antiguo como para
el contemporáneo. Lógicamente, el autor germano se cuestiona acerca de cómo es
posible que el centro decisivo de toda la historia sea alguien que se “pierde
irremisiblemente en el pasado”. No es para menos. Que un individuo histórico
sea el Verbo divino, el Logos eterno, no es fácilmente digerible para quienes
entienden la realidad como aquello que sólo puede ser descubierto por la pobre
mente humana, como si el ajedrez no tuviese sentido porque las hormigas no
puedan entenderlo. ¡Qué pobre sería en realidad el dios que cupiera en el
entendimiento humano! Y, sin embargo, la encarnación del Hijo de Dios no deja
de ser un escándalo. Antes o después tenían que llevarse a las últimas
consecuencias la duda que genera en algunas mentes semejante milagro.
No
en vano, con los calores de la Ilustración y de las revoluciones sociales, también
con el nacimiento de las disciplinas modernas, en teología cuajó una corriente
llamada modernista que empezó a desnudar sistemáticamente las verdades
declaradas durante siglos en el credo de los apóstoles. Así pues, el grupo de
autores modernistas, todos ellos cristianos, bien sacerdotes bien profesores,
dejaron de creer que Jesús era realmente Dios y comenzaron a publicar una serie
de obras negando la divinidad de Jesús y estableciendo una distinción inexistente
entre Jesús y Cristo.
Para
Joseph Ratzinger, en cambio, era absurda esta pretensión. El uno sin el otro no
tienen sentido. Separar al Jesús histórico del título de Cristo es un traspié
inaceptable porque se falsea la identidad y la unidad de la persona de
Jesucristo y su propia misión. A la luz del Evangelio, no hay separación
posible. Por ejemplo la cruz no tendría significado alguno, y tampoco el
cristianismo. Es preciso que la persona de Jesús sea al mismo tiempo el Mesías
prometido, es decir, el Cristo, para que la fe cristiana conserve su esencia,
esto es, una relación personal con Dios mismo, expresado para siempre por medio
de su Hijo.
Después
de asentar esto, Ratzinger desarrolla el asunto de la filiación divina de Jesús.
Y una vez hecho también esto, regresa sobre el carácter personal de la fe
cristiana:
Así
pues, la fe cristiana, es decir, la fe en Jesús como Cristo es verdadera «fe personal». Partiendo de
aquí, podemos saber lo que significa. La fe no consiste en aceptar un sistema,
sino en aceptar a una persona que es su palabra. La fe es aceptar la palabra
como persona y la persona como palabra[27].
Esta confesión rotunda de la inseparable
unidad del Jesús histórico y el Cristo de la fe que planteaban los modernistas,
y que aún hoy defienden algunos estudiosos, aplicando con excesivo rigor el
método histórico-crítico, nos conduce, dice Ratzinger, a confiar en Jesús de Nazaret,
al que llama “el hombre ejemplar”. El verdadero hombre al que escuchar y
seguir. Y de esta manera, “el hombre es plenamente él mismo cuando deja de ser
él mismo, cuando no se encierra en sí mismo y deja de afirmarse, cuando es pura
apertura a Dios”[28].
Así pues:
Ser
cristiano significa esencialmente pasar de ser para sí mismo a ser para los
demás. […] Por eso, la decisión básica cristiana –ser cristiano– supone dejar
de girar en torno a uno mismo, alrededor del propio yo, y unirse a la
existencia de Jesucristo[29].
Para
ello, sin embargo, hay que superar no pocos esfuerzos y ese legado al que el
teólogo alemán llama el “oscuro misterio de lo demoníaco”[30].
Pues, ciertamente, la exigencia radical a la que llama Jesús es innegociable:
Cuando
uno se mira sólo por encima, todo parece fácil, tiene uno la impresión de que
todo está en regla. Al fin y al cabo, no he matado, no he cometido adulterio y
no he jurado en falso. Pero cuando Jesús profundiza y lleva hasta el final
estas exigencias, vemos que el hombre sí ha hecho todas esas cosas cuando es
rencoroso, cuando odia, cuando tiene envidia, cuando codicia, cuando no
perdona. Vemos que el hombre parece justo, pero en realidad participa de todas
esas cosas. Vemos claramente lo mucho que está implicado el hombre, que parece
justo, en todo eso que compone la injusticia del mundo[31].
El
verdadero origen de Jesús y su Pasión, muerte y Resurrección
Los
artículos de fe del Credo que hablan del nacimiento virginal de Jesús y de su
paternidad divina (“fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nació
de Santa María, virgen”) han supuesto igualmente un escándalo para el mundo
moderno. Pero también para los contemporáneos del propio Jesús. Ya los judíos
que se oponían a la mesianidad de Jesús alegaban que nadie sabría de dónde
procedería el Mesías y en cambio el origen de Jesús lo conocían perfectamente:
hijo de un carpintero de Nazaret. Sin embargo, Joseph Ratzinger se preguntará,
con mucha razón, si basta con conocer dónde nació geográficamente Jesús para
saber su verdadero origen. A partir de aquí el teólogo alemán desmonta varios
argumentos planteados ininterrumpidamente desde antiguo, siendo el más
importante de todos ellos el que pretende que Jesús no es más que otro niño
nacido de una virgen, como otros personajes míticos. Para el autor, sin
embargo, el nacimiento virginal de Jesús remite en último término a la cuestión
de la gracia, pues su nacimiento es noticia de la salvación, de cómo ésta nos
viene, y no de qué hacen los hombres para conseguirla.
Y
aquí el teólogo alemán da una lección magistral de cómo concibió la humanidad
anterior a Cristo la culpa y la expiación y cuál es la diferencia esencial que
anuncia el cristianismo con respecto a las demás religiones:
En
otras religiones, expiación significa normalmente el restablecimiento de la
relación perturbada con Dios mediante acciones expiatorias de los hombres. Casi
todas las religiones giran en torno a la expiación, porque nacen de la
conciencia que el hombre tiene de su propia culpa ante Dios, y son justamente
un intento de borrar el sentimiento de culpabilidad y de superar la culpa
mediante las acciones compensatorias ofrecidas a la divinidad. La obra
expiatoria con que los hombres quieren reconciliarse con Dios y aplacar a la
divinidad constituye el centro de la historia de las religiones.
El
Nuevo Testamento nos ofrece una visión absolutamente distinta. No es el hombre
quien se acerca a Dios y le ofrece un don que restablece el equilibrio, sino
que es Dios quien se acerca a los hombres para dispensarles un don. El derecho
violado se restablece por iniciativa del amor […] Éste es el cambio que supuso
el cristianismo frente a las demás religiones. […] Para el Nuevo Testamento, la
cruz es, pues, un movimiento que va fundamentalmente de arriba abajo. No es la
obra de reconciliación que la humanidad ofrece a Dios airado, sino la prueba
del amor incomprensible de Dios que se anonada para salvar al hombre. […] Por
eso la expresión esencial del culto cristiano se llama con razón eucaristía,
acción de gracias[32].
Con
esto en mente se entiende la teología de la gracia que explica Joseph
Ratzinger. Con esto presente, decimos, se vuelve evidente que todos los
sacrificios previos de la humanidad, los intentos de reconciliación con Dios a
través del culto y de los mitos, no sirven para nada porque son obras humanas,
“porque lo que Dios quiere no son toros, ni machos cabríos, ni nada que se le
pueda ofrecer ritualmente”:
Dios
no quiere toros ni machos cabríos, sino hombres. El «sí» humano sin reservas a Dios es lo
único que puede constituir la verdadera adoración. A Dios le pertenece todo, y
al hombre sólo le queda la libertad de poder decir «sí» o «no», de amar o de
rechazar. Lo que Dios espera es el «sí» libre del amor, la única adoración y el
único «sacrificio» que tienen sentido[33].
Después
de poner en claro qué supone el sacrificio en la cruz, y por tanto, en qué
consiste la doctrina de la gracia, Ratzinger se centra en los siguientes
enunciados del credo apostólico, a saber: “descendió a los infiernos”,
“resucitó de entre los muertos”, “subió a los cielos”, y “desde allí ha de
venir a juzgar a vivos y muertos”.
Pues
bien, el descenso a los infiernos de Jesús es motivo de la teología más
original y propia de Joseph Ratzinger. Para explicar qué supone la muerte del
hombre y su descenso a los abismos, el brillante teólogo alemán parte de la
soledad radical del hombre, que no puede estar solo y busca sin cesar la
compañía. Una angustia real que padece porque el hombre está llamado a esa
compañía, compañía que pretende y que cuando alcanza no le satisface nunca
plenamente. Por eso dirá Ratzinger que el verdadero miedo humano no es miedo a
algo sino miedo a uno mismo. Miedo que genera la propia inseguridad del hombre,
su íntima soledad, sus mayores inquietudes; y un miedo que no puede superarse
racionalmente, sino que sólo puede ser vencido “con la presencia de alguien que
lo ama”[34].
De
ahí que el que sería más tarde papa Benedicto XVI defina aquí el infierno como
“la soledad en la que la palabra amor ya no resuena”. Y la muerte, como miedo a
esta soledad donde el amor ya no puede llegar:
Una
cosa es cierta: existe la noche, en cuyo aislamiento no penetra ninguna voz;
hay una puerta, la puerta de la muerte, por la que vamos pasando uno a uno.
Todo el miedo que hay en el mundo es, en definitiva, miedo a esta soledad. […]
La muerte es pura y simple soledad y el infierno es esa soledad en la que el
amor no puede entrar[35].
En
este sentido, el futuro papa alemán entenderá el infierno no como un lugar
geográfico concreto, sino como una dimensión de la naturaleza humana, un estado
de angustia y soledad en el que se precipita la misma[36].
De tal manera que el infierno consistirá para Ratzinger en que “el hombre
quiere ser únicamente él mismo”[37].
Asimismo,
tampoco el cielo es para el teólogo alemán, al menos por aquel entonces, cuando
redactó Introducción al cristianismo,
“un lugar eterno y supramundano, pero tampoco una simple región eterna y metafísica”[38].
Para el creyente el cielo, dirá, se vive en esta vida, porque ha superado el
miedo a la muerte de todo hombre ya que puede confesar que el amor ha vencido a
la muerte[39].
Desde
nuestro punto de vista la visión que propone el teólogo alemán de las
realidades escatológicas es extraña, en tanto aniquila –al menos no la nombra–,
por los motivos que sea, la vida eterna. Ratzinger habla en Introducción al cristianismo de un cielo
y un infierno mundanos, de un cielo y un infierno hechos por el hombre; hombre
que encuentra en el amor de Cristo un ideal de vida con el que superar la
soledad y el miedo a la muerte y gozar del cielo en la tierra siguiendo el
ejemplo de Jesucristo. De hecho, si se atiende a las siguientes páginas, él
mismo es víctima de lo que más adelante reconoce que para Bultman eran
concepciones obsoletas según el pensamiento moderno, entre las que se contaban
precisamente el infierno y la vuelta del Señor en el «fin del mundo» para
juzgar a vivos y muertos[40].
Quizá
la explicación del autor alemán merezca mayor claridad en su formulación sobre
las realidades escatológicas, al menos en este escrito, sobre todo si se tiene
en cuenta que en su obra Escatología,
publicada en 1977, es decir, casi una década después de la obra que comentamos,
Joseph Ratzinger afirmará que “la vida eterna y sólo ella es la respuesta
suficiente a la cuestión sobre la existencia y la muerte humanas en el mundo”[41].
Sin
entrar por ahora en más valoraciones particulares, Ratzinger concluye la
segunda parte de su libro confirmando la libertad humana. Pues la fe cristiana
predica en el fondo que todos los hombres son iguales cuando afirma que todos
son igualmente responsables. Por eso “la suerte definitiva del hombre no será
ajena a las decisiones que haya tomado en su vida”[42]. Pero
al mismo tiempo quien habrá de juzgarlo no será en modo alguno alguien extraño,
alguien que no conoce íntimamente sus miserias y necesidades, sino alguien
conocido:
El
que juzga no es el que cabría esperar que lo hiciera, Dios, el infinito, el desconocido,
el eterno. No. Dios ha confiado el juicio a quien, como hombre, es nuestro
hermano. No nos juzgará un extraño, sino ése a quien conocemos por la fe. No
saldrá a nuestro encuentro el juez totalmente otro, sino uno de los nuestros,
el que conoce a fondo al ser humano, porque lo ha llevado sobre sus hombros[43].
Finalmente,
la tercera y última parte de Introducción
al cristianismo, de apenas veinte páginas, desarrolla brevemente los
últimos enunciados del símbolo niceno-constantinopolitano. Fundamentalmente
Ratzinger se centra en dos enunciados, la santidad de la Iglesia y la
resurrección de la carne.
De
la fórmula “creo en la santa Iglesia católica” dirá que la Iglesia es al mismo
tiempo santa y pecadora. Santa por su origen divino y pecadora en tanto
compuesta por hombres. Y solo una. Pues una es la Palabra y uno el sacramento.
En
cuanto a la resurrección de la carne el autor entiende que puede hacerse una
distinción entre persona y cuerpo, de tal manera que, según el teólogo alemán,
resucitan las personas, no los cuerpos. Sin negar la inmortalidad esencial del
hombre, sí considera Ratzinger necesario aclarar el problema de la resurrección
de los cuerpos porque, entiende, apoyándose en Juan 6, 63 y 1 Corintios 15, 50
la carne no sirve de nada[44].
Más
allá de nuestra valoración personal en este asunto, la impresión final que
transmite la lectura de esta obra es que el esfuerzo de Joseph Ratzinger por
explicar el credo apostólico es un trabajo notable de teología mediante el
cual, ciertamente, los lectores adquieren una nueva comprensión de la fe, como
esa realidad, que decíamos al principio, que posibilita ser auténticos seres
humanos en el mundo de hoy. Pues la fe cristiana, que como ya hemos visto no
sólo está contrastada con el ejercicio racional más exigente, sino que está
avalada de hecho por el mismo Logos, es lo que convierte al hombre en verdadero
hombre. O dicho de otro modo, ¿qué es para Joseph Ratzinger lo que hace al
hombre propiamente hombre? ¿Qué es lo que en definitiva lo distingue?
Lo
que distingue al hombre es ser interpelado y llamado por Dios, que es
interlocutor de Dios. Visto desde abajo, lo que le distingue es que el hombre
es un ser capaz de pensar en Dios, un ser abierto a la trascendencia. No se
trata de si piensa realmente a Dios o en si se abre de verdad a él; de lo que
verdaderamente se trata es de si es capaz de todo eso[45].
Consideraciones
finales: Cielo e infierno para Joseph Ratzinger
Como se ha visto en este breve ensayo,
la teología es necesaria para explicar los significados profundos de la Escritura,
o como en este caso, los símbolos de fe primitivos. Ahora bien, toda
interpretación teológica es en cierto sentido mera opinión, y por eso mismo, conocimiento
revisable. Dicho esto, también es cierto lógicamente que unas opiniones son más
autorizadas que otras. Lo que no significa que las voces más autorizadas estén
libres de error. Pues en la medida que toda exégesis es subjetiva, su
adecuación a la realidad histórica, a la fidelidad de un texto o a su sentido
más profundo, podrá siempre contradecirse, o al menos precisarse, completarse, aclararse
o detallarse con mayor profundidad. Con el riesgo inherente que supone no
obstante explicar de modo original verdades ya definidas, pues pueden ser
desvirtuadas, consciente o inconscientemente.
No en vano, el propio Benedicto XVI, en
el primer tomo de su obra sobre Jesús de Nazaret, dijo expresamente que ese
libro no era un acto magisterial, sino “únicamente expresión de mi búsqueda
personal «del rostro del Señor» (cf. Sal 27, 8). Por eso, cualquiera es libre
de contradecirme”[46].
Pues bien, nosotros, abusando de la
confianza que nos brindaba el papa Benedicto XVI en su gran obra sobre Jesús de
Nazaret, vamos a examinar ahora las nociones de cielo e infierno desarrolladas
por él mismo en Introducción al
cristianismo, cuando aún no había sido nombrado cardenal, y se identificaba
como teólogo y profesor universitario. Pues, como muy bien decía entonces el
Santo Padre, el propósito de toda indagación teológica es la búsqueda personal
del rostro del Señor.
Así pues, como vimos en los apartados anteriores,
Joseph Ratzinger habla en Introducción al
cristianismo de un cielo y un infierno mundanos, hechos por el hombre o
vividos por el hombre en esta existencia, en la temporal o mundana. Concebía el
infierno como el miedo a uno mismo, a la soledad y a la muerte, de tal manera
que encerrándose el hombre en sí mismo impidiera que el amor convirtiera su
vida. El infierno sería, por tanto, “la soledad en la que la palabra amor ya no
resuena”; no un lugar geográfico concreto, sino una dimensión de la naturaleza
humana, un estado de angustia y soledad en la que el hombre se precipita. Parece,
sin embargo, que la dimensión escatológica no está aquí contemplada; parece,
desde luego, que apenas hace referencia el profesor Ratzinger al infierno que
puede vivir el hombre en esta vida, sin aludir al fuego eterno del que hablaba
Jesús con frecuencia.
Ciertamente el Catecismo de la Iglesia
católica resume perfectamente lo que un creyente ha de conocer acerca del
infierno, y si bien habla de un “estado de autoexclusión definitiva de la
comunión con Dios y con los bienaventurados”[47],
indica que la referencia de Jesús a la “gehenna” entraña un punto concreto, o
“lugar”, y no sólo un estado del alma:
Jesús anuncia en términos
graves que “enviará a sus ángeles [...] que recogerán a todos los autores de
iniquidad, y los arrojarán al horno ardiendo” (Mt 13, 41-42), y que pronunciará la
condenación: “¡Alejaos de mí malditos al fuego eterno!” (Mt 25, 41)[48].
Como
vemos, la expresión “arrojar al fuego ardiendo” apunta a un desplazamiento, no
sólo a un estado del alma –que ya queda impedida de toda forma de amor–, sino
apartada a un “espacio” o “lugar” diferente. Leyendo este pasaje parece
arriesgado negar que el infierno, el fuego eterno, o el horno ardiendo, no sea
también una forma de emplazamiento, una horrible ubicación a la que son
precipitados los hombres que libremente han rechazado a Dios, donde la pena
principal consiste en la separación eterna de Dios, “en quien únicamente pude
tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que
aspira”[49].
Por
tanto, al dejar de lado el teólogo alemán la dimensión escatológica del
infierno en este escrito, o al no referirse a ella de ningún modo, podría
pasarse por alto el carácter definitivo de la condenación. Y este, nos parece,
es un riesgo que debe evitarse; sobre todo porque situaríamos al margen algo
que es esencial en el descenso a los infiernos, tal y como lo entiende el
cristianismo: su cariz de eternidad.
La
ciencia teológica, efectivamente, debe proceder con suma delicadeza al
enfrentarse con las materias que le son propias, pues para ella poner el acento
sobre una cuestión puede conllevar la omisión de otra cuestión emparentada, que
al ser solapada, le haría perder su significado y en consecuencia su valor.
Tan
desacertada como la explicación anterior, entendemos, es la idea que Joseph
Ratzinger propone acerca del cielo. O si no desacertada, insuficiente. En la
página 20 de este escrito veíamos que el autor de Introducción al cristianismo concibe el cielo no como un lugar
eterno y supramundano, ni tampoco como una simple región eterna y metafísica.
De nuevo, si acudimos al Catecismo de la Iglesia católica, por ser un sumario
perfecto de la fe cristiana, leemos, en su artículo 1026, que Cristo, por su
muerte y su Resurrección, nos ha “abierto” el cielo; de tal manera que puede
decirse que los bienaventurados están en el cielo porque están perfectamente
incorporados a Él. Allí, en la gloria del cielo, dice el artículo 1029 del
Catecismo:
Los bienaventurados continúan cumpliendo con alegría la voluntad
de Dios con relación a los demás hombres y a la creación entera. Ya reinan con
Cristo; con Él “ellos reinarán por los siglos de los siglos” (Ap 22, 5; cf. Mt 25, 21.23).
De
modo que, aunque el misterio de la comunión bienaventurada con Dios y con todos
los que están con Cristo sobrepasa ciertamente toda comprensión y toda
representación humanas, los pasajes anteriores vuelven a señalar a una realidad
escatológica que también implica una especie de espacio o lugar inmateriales.
Comprendemos, no obstante, que más allá de la materia no hay espacio ni tiempo,
y que por tanto toda noción geográfica propiamente dicha desaparece, pero no
tenemos otro recurso que el analógico para entender las realidades infernales y
celestiales.
No
en vano, si se rechazase, como hace aquí explícitamente Joseph Ratzinger, aun
en un sentido, que el cielo no es “un lugar” o “una región”, encontraríamos al
menos un par de problemas muy serios que afectan directamente a la misma fe
cristiana. Es más, disolverían hasta sus mismos cimientos. ¿Qué puede ser, en
efecto, tan grave que derribe la fe cristiana si se negase la dimensión
escatológica del cielo? ¿Qué problema plantea que el cielo no se entienda como
un lugar “físico” o “concreto”?
En
primer lugar, ¿dónde habría ido el cuerpo de Jesús resucitado tras despedirse
de los apóstoles si el cielo no es un “lugar”?
Segundo,
¿a qué se refería entonces Jesús cuando dijo a sus discípulos que en la casa de
su Padre había sitio para todos y que se marchaba a prepararles un sitio?
“No
estéis angustiados. Confiad en Dios, confiad también en mí. En la casa de mi
Padre hay sitio para todos; si no fuera así, os lo habría dicho; voy a
prepararos un sitio. Cuando me vaya y os haya preparado un sitio, volveré y os
llevaré conmigo, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros; ya sabéis
el camino para ir adonde yo voy” (Jn 14, 1-4).
Se
hace difícil entender, así pues, la noción de cielo sin recurrir a la idea de
lugar, sobre todo atendiendo a las palabras del propio Jesús, y más
concretamente a sus verbos, que denotan un “espacio” o “lugar” diferente del
terrenal. Y más aún, se hace realmente complicado digerir la idea de un cielo
indeterminado, cuando los evangelios y san Pablo usan el término “morada” como
analogía celestial, y sobre todo, resultaría imposible entender “dónde” se
ubica Cristo, o los ángeles y los bienaventurados, en comunión de vida con
Dios.
Por
último, ¿cómo entender las palabras que Jesús dirige a uno de los ladrones que
van a ser ejecutados con él? ¿Cómo desoír las palabras que Jesús dedica al
moribundo que se arrepiente asegurándole que ese mismo día lo verá en el
paraíso? Negar, en consecuencia, la dimensión escatológica del cielo sería
recelar, como poco, de la promesa que Jesús hace al ladrón arrepentido:
Uno
de los criminales crucificados le insultaba diciendo: «¿No eres tú el mesías?
Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro le reprendió diciendo: «¿Ni
siquiera temes a Dios tú que estás en el mismo suplicio? Nosotros estamos aquí
en justicia, porque recibimos lo que merecen nuestras fechorías; pero éste no
ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas como rey».
Y le contestó: «Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,
39-43).
En
conclusión, la teología ofrece visiones particulares de la Revelación, explicaciones
del testimonio dado por Dios a los hombres, y en tanto interpretaciones humanas
de la Palabra de Dios –como la que estamos terminando ahora–, pueden desviarse
de la correcta interpretación o ser completadas más adelante. En cualquier
caso, el criterio único para validar toda teología es la interpretación
ortodoxa que ha hecho de la Sagrada Escritura la Iglesia católica en su historia
dos veces milenaria, atendiendo al mismo tiempo a los padres y doctores de la
Iglesia, es decir, a la Tradición, y al Magisterio. De ahí la necesidad de
conocer este rico legado para distinguir qué es doctrina y qué son doctrinas. Pues
de no saber diferenciarlas se corre el riesgo de no caminar en la verdad y
haber creído en vano.
[1] J. Ratzinger, Introducción al cristianismo (Salamanca 152009).
[11] Cf., ibid., 86.
[12] Cf., ibid., 129.
[40] Cf. Ibid., 264.
[41] J. Ratzinger, Escatología (Herder 22007) 122.
[42] Ibid., 268.
[43] Ibid., 271.
[44] Ibid., 296.
[45] Ibid., 293.
[47] 1033.
[48] 1034.
Hola, me gustaría saber si el texto de este artículo es tuyo a lo tomas de algún otro autor. Muchas gracias.
ResponderEliminarEl texto es mío, Armando.
EliminarMe ayudo mucho en mi tarea de cristianismo.Gracias
ResponderEliminarMe alegro mucho, créame.
Eliminar[1] Estimado hermano Luis Segura, soy un joven universitario, me animo a escribirle porque intuyo de su talante una agilidad abierta e inquieta, así como una densidad ortodoxa. Corríjame, por favor, en todo lo que me equivoque. He llegado a este blog a propósito del ‘‘Introducción al Cristianismo’’, de Ratzinger. Leer este libro fue clave para mi conversión, y aún hoy sigue resonando en mi vida los textos y el pensamiento de este libro, como mecha o instrumento de la fe que Dios encendió en mí (junto con la Sagrada Escritura). Le comento tal cosa porque a veces siento una tensión entre el poso que este libro dejó en mi alma y lo que de modo magisterial escucho en las iglesias o en el pensamiento católico actual. No sé si realmente estoy equivocado. Para mí, y ya aterrizo en su artículo, Ratzinger en su Introducción... pretende llevar la fe milenaria de Cristo Jesús al encuentro con el hombre contemporáneo. Algo así como San Pablo predicando a los griegos del Areópago, Ratzinger quiere en este libro predicar teológicamente al hombre cuya estructura de pensamiento es profundamente kantiana, radicalmente racionalista y subjetivista (que es el hombre de hoy, que somos nosotros). Para ello, valientemente relee el contenido de la Fe Católica y el Símbolo de los Apóstoles a la luz de las estructuras racionales de la modernidad y los aplica a un ámbito que está en crisis y que es altamente sensible para el hombre de hoy: el campo de la existencia, de la ontología, de lo que es. En esta tarea (o eso extraje de su libro) Ratzinger sustituye de las verdades de fe reveladas por Dios aquellos esquemas teológicos cuyas explicaciones de tales verdades han quedado sin resonancia para el hombre de hoy. Digamos que él intenta encontrar y exponer una nueva explicación racional de la fe de Jesús, y aún es más, exponer que tal hallazgo, siendo útil y verdadero, ¡no es malo ni contrario a lo fe!, sino que supone un avance de la propia predicación, o si se prefiere, el rostro que el kerygma debe adoptar en este siglo de cientificismo e individualismo radical. [...]
ResponderEliminarTu análisis del libro es el adecuado. Pero como te decía más abajo, la teología es aristocrática por naturaleza. Interesa sólo a unos pocos. Por eso el mayor esfuerzo que tenemos que hacer los cristianos interesados en esas lecturas más hondas es traducirlas para saber sacarles provecho.
Eliminar[...2] ¡Cuántos hombres vecinos nuestros experimentan aquí, en esta tierra, la soledad radical, el más completo de los abandonos, el más horrible de los infiernos, el calcinante egoísmo! Esta época, tan rica en experiencias radicales y destructivas, ¿no está lista para reconocer, si se le predica hábilmente, la naturaleza del infierno a partir de su propia experiencia de caída? ¿O del Cielo, a partir de sus experiencias de Redención, Amor y Bienaventuranza? ¿No está lista la fe para reconocer que su autenticidad y verdad se deriva de la propia experiencia humana, de la realidad misma? ¿No clama la fe y el hombre de hoy por encontrarse en la realidad misma? ¿No necesita el hombre actual iluminar la inmanencia en la que está encerrado con la trascendencia, llenar de sentido metafísico su estrecho horizonte realista? Creo que Ratzinger pretende que la Iglesia actualice sus esquemas teológicos y pase de un idealismo metafísico desencarnado a un realismo metafísico donde las verdades metafísicas de Dios se manifiestan, se revelen y se contemplen desde las estructuras mismas de la realidad, que incluye a la razón como un factor ineludible. No se trata de un panteísmo. Se trata de un realismo metafísico. No se trata de Dios habitando en todo, se trata de Dios, como Logos amoroso, hablando a través de la huella que de Él subyace en todo, pues Él es el creador de lo que es, del Ser. [...]
ResponderEliminarEl hombre actual debe volver a una vida sencilla y privarse de toda inmediatez, si quiere ser algo feliz. Porque sólo sabe consumir, cosas, personas o momentos, mientras se consume él.
Eliminar[...3] Aunque esta pregunta es una trillada osadía, ¿Jesús mismo predicaría el infierno hoy como un espacio geográfico o físico? ¿O más bien describiría ese espacio a partir de una experiencia existencial de apartamiento del amor de Dios, ampliamente conocida en esta sociedad hiper-refinada? Y siendo esto así, realmente esa experiencia de separación del Amor y el espacio físico y sobrenatural al que alude usted, remitirían en última instancia a lo mismo. La propia Gehenna metafísica que predicó Jesús, remitía a un espacio físico real, el árido barranco de Hinón, situado en la misma Jerusalén, ampliamente conocido. La analogía a partir de un valle inmanente, le permitió hacer conocer el valle metafísico que también es real, pero en la medida en que ya se revela aquí, pues en este mundo ya adquiere unas densidades palpables y sin límites. De la misma manera, que la Paz y la Gracia de Dios eran accesible experiencialmente a través del Templo y sus atrios; o de la firmeza del Monte Sión. Dios y su Paz no eran el Templo, ni el Monte, pero entendemos a Dios a través de tales imágenes inmanentes. Así es como Dios se revela, así es la forma en la que el Logos ha optado por revelarse al hombre: asumiendo en sí lo real. Ya nadie habla de valles, pero sí de que la vida es un infierno, un caos. O que no le deja dormir su cabeza. O que se siente solo. O por el contrario, que la vida es una maravilla, un Paraíso. ¿Por qué la pastoral de hoy no puede explorar y reconocer en su predicación estas vías existencialistas en su predicación, si Jesús mismo utilizó la vía ‘‘geográfica’’ (barranco de Hinón, la Gehenna)? ¿Es tan costoso actualizar la teología cristiana -que no los contenidos de fe revelados-? ¿Es una traición al espíritu cristiano hacer dicha actualización? La Fe y la Razón puede iluminarse profundamente, una junto a la otra, para iluminar este siglo tan oscuro. Creo que el anhelo de Ratzinger ha sido esforzarse por hermanar sinceramente la Fe y la Razón. La primacía de la Fe iluminada por la Razón, y la purificación de la Razón abriéndose al luminioso misterio antecedente de Dios. Conozco someramente los avisos de un posible deslizamiento hacia una posición modernista, herética. De hecho, el propio Ratzinger ha sido acusado, a raíz de este libro, de relativista y modernista. Me interesaría mucho leer su opinión y disertación al respecto. ¿Qué piensa ahora sobre este asunto, desde 2015? Un cordial saludo en Cristo y un gusto conocerle.
ResponderEliminarHola, Pablo. El gusto es mío.
EliminarEmpiezo por el final. Ratzinger, sin lugar a dudas es modernista, si entendemos por modernismo el movimiento religioso que surge a finales del siglo XIX que pretende poner de acuerdo la doctrina cristiana con la filosofía racionalista surgida de la Modernidad. Sin ir más lejos, en su trabajo «Jesús de Nazaret», Benedicto XVI acepta los presupuestos de la exégesis histórico-crítica.
Relativista es más difícil llamarlo, salvo que abrace el indiferentismo religioso (lo cual, por cierto, es propio de la Iglesia surgida tras el Concilio Vaticano II).
A mí Benedicto XVI me gustaba. Pero siento decir que la Iglesia actual no es la Iglesia previa al citado concilio.
Por otro lado, la teología es hoy un revoltijo que sólo sirve para engrosar los currículos de los teólogos. A los fieles no les aporta nada. En todo caso, les envuelve en palabrería mundana. La verdad es que soy muy pesimista acerca de los tiempos que corren. Y considero que la Iglesia atraviesa ahora un momento verdaderamente crítico. Entre otras cosas, porque se ha desnaturalizad, comulgando con muchos principios que son los del mundo y no los de Jesucristo.
Por último, y para no descender a discusiones bizantinas, lo que hay que tener claro respecto al infierno es que el Señor confirmó su existencia, que es un destino eterno y que es terrible para quienes lo merecen.