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sábado, 21 de mayo de 2016

El elogio de la sombra de Junichiro Tanizaki

Cuando Junichiro Tanizaki publicó su ensayo El elogio de la sombra, allá por 1933, Japón todavía no se había precipitado irremediablemente en la vorágine del progreso occidental. Pero el novelista nipón ya se había percatado de la distancia sideral entre los gustos de Occidente y los de su país natal. En esta deliciosa obra Tanizaki opone ambas estéticas, las enfrenta; no para demostrar la superioridad de una sobre la otra, sino para reclamar el derecho de que la suya sobreviva frente a la homogeneización cultural de las naciones de poniente, resaltando sus valores, desvelando su especial belleza. Pues los antiguos japoneses, que lo poetizaban todo, descubrieron un buen día lo bello en el seno de la sombra, y, naturalmente, no tardaron en utilizar la sombra para obtener fines estéticos. Y, como es sabido, la sola visión de sus resultados reconforta, apacigua y refresca el corazón.


La idea principal que atraviesa este escrito es que lo esencial de la estética tradicional japonesa está en captar el enigma de la sombra, mientras en Occidente el más poderoso aliado de la belleza es la luz. 

Esto da lugar lógicamente a contrastes asombrosos, que, a lo largo de los siglos, han forjado, y diferenciado asimismo, el carácter de sus gentes, sus costumbres y formas de vivir, modulado su arte, incluso configurado su espiritualidad y su manera de relacionarse con el entorno. La religión, no me engaño, juega un papel protagonista en el desarrollo de uno y otro genio, pero no sólo ésta. Sea como fuere, la estética japonesa se identifica con esas cualidades de la sombra de las que habla Tanizaki. Por eso su música se caracteriza por la contención, y concede gran importancia al medio ambiente. De ahí que su arquitectura, delicada y exquisita, favorezca la contemplación y aun la meditación, debido a esa luz indirecta y difusa que entra en las residencias tradicionales japonesas, y que supone el elemento esencial de su belleza, al permitir ese juego entre la luz y las tinieblas que dota de profundidad las estancias y resalta la espesura del silencio.

Tanizaki expresa muy bien su idea de la belleza en estas palabras: «creo que lo bello no es una sustancia en sí sino tan sólo un dibujo de sombras, un juego de claroscuros producido por yuxtaposición de diferentes sustancias. Así como una piedra fosforescente, colocada en la oscuridad, emite una radiación y expuesta a plena luz pierde toda su fascinación de joya preciosa, de igual manera la belleza pierde su existencia si se le suprimen los efectos de la sombra». Sugerir y no mostrar, inspirar, velar para evocar, mantener, así pues, el misterio en todo, cubriéndolo con esa laca natural que son las sombras, o el pudor, el refinamiento, la educación más depurada.

El maestro propone que el pensamiento japones se nutre en mayor medida que el occidental de analogías y asociaciones de ideas, fruto de esa confrontación entre luz y tinieblas, de la cual salen vencedoras estas últimas. Hay en todo esto nuevamente un reflejo más de ese genio nipón que ya se extingue. La prudencia depurada de estas gentes, consecuencia de una sabiduría ancestral y de un apego al medio en el que viven, con una conciencia muy viva incluso de las fuerzas que sobrepasan al hombre y al mismo tiempo lo envuelven y están en todas partes, en el musgo y en los árboles, en las fuentes y en los animales..., esa prudencia exquisita, digo, mezclada con la sabiduría milenaria que los antecede, concede tanto valor a las sombras para prevenir contra todo lo que brilla. Pues como decimos en Occidente, pero todo el mundo sabe: no todo lo que brilla es oro. Seguramente el gusto nipón por la penumbra sea una forma de cautela contra lo que seduce y carece de importancia, contra las apariencias y la vanidad de las cosas.

En cualquier caso, y a pesar de los contrastes numerosos e intensos que también presenta este pueblo maravilloso, pues no en vano la cultura del sol naciente está empapada de lo sobrenatural y presenta una apertura evidente hacia las realidades inmateriales, su particular religiosidad les ha hecho contemplar la naturaleza con resignación, aceptando lo que los dioses han determinado para ellos. Por eso Tanizaki reconoce que los orientales se conforman con su condición presente, y no experimentan por tanto ninguna repulsión hacia lo oscuro: «nos resignamos a ello como a algo inevitable: que la luz es pobre, ¡pues que lo sea!, es más, nos hundimos con deleite en las tinieblas y les encontramos una belleza muy particular».

«En cambio los occidentales, siempre al acecho del progreso, se agitan sin cesar persiguiendo una condición mejor que la actual. Buscan siempre más claridad y se las han arreglado para pasar de la vela a la lámpara de petróleo, del petróleo a la luz de gas, del gas a la luz eléctrica, hasta acabar con el menor resquicio, con el último refugio de sombra».

Se entiende perfectamente entonces que hoy la cultura a la que pertenecemos los occidentales, hija de la ilustración y de aquel siglo de las luces, cultive el amor por la imagen y el cuerpo y aborrezca todo lo relacionado con el espíritu. Hemos puesto en retirada a las sombras, es cierto, pero no las hemos destruido: ahora las llevamos dentro.

Pero no quisiera concluir con esta idea desmoralizante, sino con el deleite que inspiran estas páginas. El elogio de la sombra es un texto lindísimo, una evocación, como decía al principio, de esos lugares mágicos y en apariencia insignificantes honrados con la presencia de la belleza más insólita; espacios diseñados con mimo por el genio japones capaces de reconfortar, apaciguar y refrescar el corazón. Y con esta inclinación positiva me viene a la mente un rinconcito, donde un arce osakazuki proyecta su sombra, tibia y filtrada, sobre una fuente antigua hecha con cañas de bambú, cubierta de verdor y follaje, y las gotas de lluvia resbalando por un alero que caen sobre los labios hinchados del agradecido musgo, en una espléndida noche de luna.



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