He visto el humo de las ramas quemándose en
abril remontar lentamente el valle. Un humo blanco y viejo como el mundo. Un
humo cansado, soñoliento, que muy despacio va desperezándose, y como neblina se
extiende entre los árboles. Me he preguntado qué hace. En realidad va contando
a su paso los secretos que guardan entre sus pétalos las flores.
El humo blanco avanza despacio, latoso, pero eficaz y seguro. Es el heraldo de un nuevo renacimiento. Es el que va pregonando a los cuatro vientos una feliz noticia, para que abetos y sabinas, tomillos y romeros la vayan transmitiendo. Los huertos y jardines comienzan a sentir el palpitar de nueva vida. O la resurrección de lo que parecía muerto. Proliferan enjambres de insectos, parásitos, avecitas que gorjean y trinan, culebras y sabandijas, mariposas y sapos. También vuelve a sentirse el pulso de los árboles, poco a poco rociados de verdor y delicia. Son los surtidores de savia que, puestos en marcha con los ensalmos de Proserpina, recorren como reguerillos los tallos más jóvenes y los ramajes más antiguos.
Despiertan por tanto de un sueño profundo
la tierra y sus semillas. Por lo visto, el humo blanco es el primero en caldear
los ánimos de la floresta. Pues va susurrando entre las copas el empuje de un
sol que ya empieza a demostrar su brío. El despertar sin embargo es lento.
Apenas se puede hablar de calorcillo. De un tímido manto de hierba, o de hojas
esbozadas, en los árboles de sombra, y en los de dulce fruto, reservados al
estío.
Son premoniciones. Promesas brotadas sin
mayor aviso. Ofrendas que sin merecer todos los años recibimos.
He visto el humo finalmente disolverse,
impregnado quizá en el follaje perenne de los pinos, auspiciando para estos los
rigores de la canícula. No es extraño que el bosque cada vez sea más frondoso,
pues los pinos tienden a estrecharse, a permanecer unidos, conservando la
humedad, multiplicando las sombras, impidiendo que los rayos de Apolo alcancen
y deshidraten el piso en el que han crecido. Pueblan ya cordilleras, en lugares
de sierra sobre todo, y donde se yerguen por su cuenta montes y macizos. Para
la Casa de los Pinos suponen un tapiz indeleble, un adorno que viste las
paredes del valle, un atavío que da calidez y profundidad a los cerros que
ciñen el fértil y humilde cañón, dotándolo de color, y de la gracia con la que
cuentan los enclaves con sigilo.
En este instante del ciclo las aguas
recuerdan un antiguo amor, celebrado en un pasado del cual se diría que ni
ellas conservan memoria. Y sin embargo vuelve a emerger en ellas un sentimiento
que parecía marchito. La presencia de ese furor las anima, las alienta y
reconforta, las vivifica, y movidas por ese resorte arcano, van encintando
cuanto tocan, prendiendo de juncos frescos las riberas, haciendo brotar de
hierbas acequias y canalillos, y todo cauce por donde suenan las aguas y son
regadas las tierras.
A las aguas dóciles y enamoradas de
primavera acude todo el mundo. Se acercan a ellas los animalillos, juguetones,
las abejas, que luego fecundan las yemas o perlas de flores de todo tipo, y las
personas, que ya apetecen el contacto del elemento que estuvo en el origen del
milagro de la vida. Las aguas suenan diferente según los lugares por donde
transitan. Su peregrinaje muchas veces se pierde. Pero su tránsito deja siempre
un rumor particular en el ambiente. Tal vez el eco de una fuerza cuya voz
quisiera oírse.
Este marco, el del pequeño cañón o valle entre
pinos, se cubre al poco de verde. Una familia de chopos colosales preside este
bendito escondite, nutridos por una balsa que rebosa del agua que mana de una generosa
fuente. El viento, a días enérgico, compone un murmullo de estrofas a partir de
las hojas glaucas y grises. Algunas nogueras ancianas comienzan a extender su
prodigiosa sombra sobre alfombras de margaritas y amapolas, mientras los
sarmientos de las parras cercan las terrazas a modo de balaustre. Manzanos,
ciruelos, granados, cerezos y perales sufren una convulsión interna y
reverdecen, como la hierbabuena, que llena el aire de su aroma, envolviendo en
su esencia todo el parterre.
He contemplado asimismo momentos de
esplendor, distintos de los que se viven cuando alguna luz especial inunda el
entendimiento y te permite comprender ciertas cosas, ante una hilera de rosales
en plena forma. Estoy convencido de que las rosas son las flores con las que
Dios ha decidido coronar la naturaleza. Ocupando un espacio preciso, modesto,
pero mimado y consentido, crecen las rosas del cariño, y no de otra cosa, pues
parecen encarnaciones del amor, floreciendo con brillo sólo cuando damos lo
mejor de nosotros mismos.
Por eso en la memoria olfativa del adulto sólo
son equiparables a la fragancia de las rosas algunos olores agradables de la
infancia o la piel recién lavaba del cuerpo querido.
Y es que he visto rosas de tonos y matices
celestiales, piedras preciosas fugaces sostenidas por la gracia de un tallito
cuya cabeza es cien veces más grande.
¡Qué maravilla Luis!
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