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jueves, 15 de agosto de 2019

La barraca de Vicente Blasco Ibáñez

Las barracas son viviendas rústicas típicas de las huertas de Murcia y Valencia, con el tejado a dos aguas muy pronunciado hecho de cañas. Éste es el entorno predilecto del fabuloso narrador español Blasco Ibáñez, donde el valenciano enmarca sus mejores obras regionales, a partir de una prosa encantadora, musical, colorista y mediterránea. La barraca es un soberbio cuadro naturalista, el relato de la lucha entre labriegos y propietarios —y entre los propios campesinos al mismo tiempo—, que tiene por origen un suceso trágico al que siguen luego dramáticos conflictos y violencias fruto de las pasiones exacerbadas de unas personas condicionadas terriblemente por el medio en el que habitan.

La barraca se enmarca por tanto dentro del círculo de la miseria rural. La vida de sus personajes es una continua batalla contra la sequía, un incesante mirar al cielo, entre temblores de emoción cada vez que algunas nubecillas negras asoman por el horizonte. Ibáñez no presenta aquí un mundo rural idílico, sino brutal y desalmado. Los odios de clase, por parte siempre de los más desfavorecidos —que en su mayoría son holgazanes y envidiosos—, suscita la denuncia social del autor «contra las leyes y la riqueza de los que son señores de las tierras sin trabajarlas ni sudar sobre sus terrones».

Sin embargo, los hay que aún sienten gratitud hacia sus amos, y los que quieren vivir trabajando, sin ofender a nadie, como Dios manda. Así ocurre con Batiste y su familia. Al llegar éstos a la barraca y sus campos, propiedades de Don Salvador y luego de sus sucesores, y al adecentarlos y devolverles la fecundidad y el calor hogareño, despiertan las iras y recelos de los más perezosos y pendencieros del vecindario. Blasco Ibáñez los describe con perfecta maestría: «los vecinos (...) seguían con mirada atenta los progresos de la maldita familia, deseando en silencio que llegase pronto la hora de su ruina».

Al final la tragedia es inevitable. Y esas rudas gentes sin instrucción y sin virtudes, que por instantes parecen poseer cierta empatía (la muerte del infante de Batiste les muerde la conciencia), acaban siendo como una maldición para Batiste, Roseta, Batistet y el resto de la trabajadora y humilde familia, pues el éxito de unos suele exacerbar en otros pasiones innobles, conduciéndolos, a veces, a crueldades propias de personas sin Dios o de bestias.

A fin de cuentas, al genial escritor valenciano se le puede reprochar que sus personajes sean tan vulgares y cicateros. No se fija el hijo del Turia en las almas honradas ni en los hermosos frutos del amor fraternal. A Ibáñez no le interesa la gracia que habita en el hombre, sino su naturaleza caída y miserable. Por eso en La barraca no hay señores ejemplares ni sirvientes agradecidos. Y cuando de pronto una familia honrada pretende «vivir trabajando, sin ofender a nadie, como Dios manda», y dando al César los que es del César, y a Dios lo que es de Dios, la indigencia circundante los engulle o aplasta. Quizá para recordarnos el rostro más vil de la pobreza.

En cualquiera de los casos, el estilo preciosista y lírico del Blasco Ibáñez compensa los trazos siniestros con los que pinta al ser humano, anegando de belleza innumerables pasajes de sus obras, para deleite y regocijo de sus arrobados lectores; lectores entre los que, por supuesto, me hallo.



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