La barraca se enmarca por tanto dentro
del círculo de la miseria rural. La vida de sus personajes es una continua
batalla contra la sequía, un incesante mirar al cielo, entre temblores de
emoción cada vez que algunas nubecillas negras asoman por el horizonte. Ibáñez
no presenta aquí un mundo rural idílico, sino brutal y desalmado. Los odios de
clase, por parte siempre de los más desfavorecidos —que en su mayoría son
holgazanes y envidiosos—, suscita la denuncia social del autor «contra las
leyes y la riqueza de los que son señores de las tierras sin trabajarlas ni
sudar sobre sus terrones».
Sin embargo, los hay que aún sienten
gratitud hacia sus amos, y los que quieren vivir trabajando, sin ofender a
nadie, como Dios manda. Así ocurre con Batiste y su familia. Al llegar éstos a
la barraca y sus campos, propiedades de Don Salvador y luego de sus sucesores,
y al adecentarlos y devolverles la fecundidad y el calor hogareño,
despiertan las iras y recelos de los más perezosos y pendencieros del
vecindario. Blasco Ibáñez los describe con perfecta maestría: «los vecinos
(...) seguían con mirada atenta los progresos de la maldita familia, deseando
en silencio que llegase pronto la hora de su ruina».
Al final la tragedia es inevitable. Y esas
rudas gentes sin instrucción y sin virtudes, que por instantes parecen poseer
cierta empatía (la muerte del infante de Batiste les muerde la conciencia),
acaban siendo como una maldición para Batiste, Roseta, Batistet y el resto de la
trabajadora y humilde familia, pues el éxito de unos suele exacerbar en otros
pasiones innobles, conduciéndolos, a veces, a crueldades propias de personas
sin Dios o de bestias.
A fin de cuentas, al genial escritor
valenciano se le puede reprochar que sus personajes sean tan vulgares y
cicateros. No se fija el hijo del Turia en las almas honradas ni en los
hermosos frutos del amor fraternal. A Ibáñez no le interesa la gracia que
habita en el hombre, sino su naturaleza caída y miserable. Por eso en La barraca no
hay señores ejemplares ni sirvientes agradecidos. Y cuando de pronto una
familia honrada pretende «vivir trabajando, sin ofender a nadie, como Dios
manda», y dando al César los que es del César, y a Dios lo que es de Dios,
la indigencia circundante los engulle o aplasta. Quizá para recordarnos el
rostro más vil de la pobreza.
En cualquiera de los casos, el estilo
preciosista y lírico del Blasco Ibáñez compensa los trazos siniestros con los
que pinta al ser humano, anegando de belleza innumerables pasajes de sus obras,
para deleite y regocijo de sus arrobados lectores; lectores entre los que, por supuesto,
me hallo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario