Serían alrededor de las siete de la tarde cuando logré al fin sentarme en la privilegiada terraza del Café de Oriente. Acababa de visitar la ermita de San Antonio de la Florida, en cuyo elegantísimo seno había mostrado mis respetos por los restos de Goya y admirado después la maravillosa decoración al fresco que el genio aragonés pintara en 1798 en uno de los templos más populares de Madrid, dedicado al prodigioso San Antonio de Padua.
Una vez sentado en aquella privilegiada posición, poseedora de cautivadoras vistas, saboreé mejor la contemplación de aquellas escenas singulares, llenas de luz y de color. Además, para alborozo mío, se respiraba en aquel entorno una quietud milagrosa que contribuía a deleitarse contemplando la espectacular panorámica del Palacio Real. Sin duda, la fachada recién iluminada realzaba la belleza del edificio, levantado a instancias de Felipe V, el primero de los borbones en el trono de las Españas.
Entretanto, a la Plaza de Oriente desembocaban algunas almas, que afluían por las orillas del Teatro Real, o por la empinada calle de Lepanto, viniendo a parar a uno de los remansos más bellos de Madrid, que lo es sobre todo de noche. Al converger en dicho mar, las almas, como por arte de ensalmo, moderaban la cadencia de sus pasos y se mostraban distendidas, sin duda por la ausencia de los efectos del tráfico en sus ritmos cardíacos.
También yo me relajé y, tras despachar al camarero, abrí un libro: El Grande Oriente de Benito Pérez Galdós, que se me antojaba muy adecuado por el lugar en el que me encontraba. Aún así, apenas releí el primer capítulo, en el que la magnífica lección del maestro, don Patricio Sarmiento, es interrumpida por la turba que ya secunda la masónica revolución del llamado Trienio Liberal. El encanto del lugar, en cualquier caso, me llevó a divagar acerca de otros asuntos.
Frente a mí se hallaba el Palacio Real, con una historia imponente; pero historia borbónica al fin y al cabo. Precisamente en ese mismo solar se levantaba la residencia principal de los Austrias, el Alcázar que fue devorado por un terrible incendio; un incendio que, provocado o no, fue bien recibido por el nuevo monarca.
Pues bien, parece ser que la cuna de Madrid se encuentra en ese espacio concreto. En torno a la calle Mayor y la actual catedral de la Almudena, que se levantó también sobre los restos de otro templo histórico: la iglesia de Santa María la Real de la Almudena, erigida a su vez sobre otro templo anterior, previo a la invasión mahometana. De hecho, hoy es conocida la presencia de visigodos en la zona. Por lo que la leyenda sobre la aparición de la imagen de la Almudena en las viejas murallas árabes es perfectamente verosímil; además, nunca ha existido un acuerdo acerca del nombre de la capital de España, pues unos lo hacen derivar del árabe (lo cual no demostraría que antes de los árabes no hubiera en Madrid población hispanorromana) y otros, los más sensatos, del término latino matrich, que aludiría a la matriz o manantial del que nacen abundantes aguas, y cuyo significado los árabes habrían mantenido (mayrit). No en vano, en el primitivo blasón madrileño se lee la inscripción: "Fui sobre agua edificada".
En cualquier caso, ha llovido mucho desde entonces. Hoy el antiguo villorrio, visigodo o musulmán -no me compete a mí averiguarlo-, es la muy antigua, noble, muy leal, muy heroica, imperial, coronada villa y corte de Madrid.
Por fin, me levanto de mi asiento después de dichas digresiones y paseo pausadamente. En realidad, me siento tentado de cenar en la otra terraza de la plaza, pero tengo cena en casa y, así, me convenzo de que debo volver allí otro día. Ando entre estatuas reales, entro al Teatro Real a ver la cartelera, y leo la crítica de la última obra estrenada en la Ópera madrileña: Valquiria; y no me interesa. Finalmente me planto ante el portal del edificio situado en el número 7 de la Plaza de Oriente; a continuación me giro ciento ochenta grados y reconozco, admirado, que sus viviendas tienen unas vistas espectaculares, terapéuticas, medicinales tanto para el alma como para la psique.
Y sin embargo las razones por las que un simple paseo puede resultar agradable son imprecisas y dependen en buena medida de las impresiones que el sujeto recibe y de cómo éste las elabora. Sin obviar, por supuesto, que la belleza del entorno contribuye enormemente a que un paseo se convierta en una experiencia sumamente agradable. Siempre que las emociones concuerden, es decir, que entre el estado de ánimo y la belleza del entorno exista concordancia.
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