miércoles, 11 de abril de 2018

Una cruz y una batalla: relato fantasmagórico


Sería incapaz de decir con exactitud cuánto hace que no escucha los cañonazos, las salvas de fusilería, los gritos de sus camaradas, los relinchos de los caballos..., pero las sienes le retumban y su cuerpo se estremece. A su alrededor todo está oscuro. La luna apenas se atreve esa noche a colarse por el ventanuco roñoso de la estancia; diríase que ha visto suficientes calamidades. De pronto, el hombre siente frío. ¿Dónde está? ¿Qué le ha pasado? Cuando prueba a aguzar el oído, enseguida percibe algo: un tenue susurro le llega intermitente. Cerca de él, alguien está rezando.

La cámara huele a rancio, a carcoma, a fiebre y a sangre. Sus ojos no tardan en acostumbrarse a la penumbra. Reconoce entonces su espada apoyada en la pared encalada. En el piso, distingue su uniforme; allí están también el viejo mosquete, el sombrero de ante, la bolsa de municionamiento y la frasca de pólvora. No hay rastro de sus zapatos. A continuación se palpa con cuidado; le duele cada costura y cada pliegue, cada hueso y cada órgano: ha sido vendado en el costado y en una pierna. Las jaculatorias, mientras tanto, siguen flotando en el aire viciado de la estancia. Al fin intenta levantarse del catre, y no sin dificultad, consigue mantenerse erguido. Se cubre con calzón y casaca, retira el cortinaje y traspasa el umbral del cuarto.

Las plegarias han cesado.

Y además allí no hay nadie. Sólo una iglesia vacía, helada y silenciosa salpicada de oscuridades. Se pregunta, en consecuencia, si ha escuchado realmente esas preces, o si ha sido una ilusión engendrada por su imaginación excitada. Por otro lado, ¿dónde están sus compañeros? ¿Y cómo es posible que reine semejante sigilo, cuando en su mente permanece tan vivo el fragor de la batalla?

La noche anterior, justo las horas previas al enfrentamiento con los hombres del Archiduque, había estado entre los brazos atentos de una hermosa muchacha. No quería pensar en la muerte. No quería pensar en el choque fatídico que ya se aproximaba. Ensueño o no, al abandonar tan acogedora litera le dio por creer que aquel encuentro sería el preludio de un amor incesante.

Ahora se pregunta dónde estará ella. ¡Pero cómo saberlo! Ni siquiera sabe dónde está él, qué ha sido de su batallón, o qué bando ha merecido la gloria. Tampoco sabe a qué precio.

En el templo en el que se encuentra cabrillean las sombras, como espectros enervados incapaces de acceder por sí mismos a su eterno descanso, porque en el exterior la luna se despereza y agita, disponiéndose a prestar atención a cuanto en adelante suceda. Los bancos se hallan totalmente vacíos, las teas apagadas, los santos taciturnos y el Santísimo en ascuas. De repente, vuelve a oír los ensalmos. Acto seguido se mueve hacia la entrada. Las puertas están abiertas. Sale al patio porticado de parras, y observa.
«Ermita de San Antón», reza un letrero enclavado en la tapia. La claridad es mayor ahí fuera, donde domina una calma absoluta, una calma siniestra que le eriza el vello y le provoca una punzada en el alma. Por eso busca a tientas el origen de la voz; sin duda una persona anda cerca, y confiando en que ésta pueda referirle algo, el hombre va dando pasos en dirección hacia ella. Más allá de la verja oxidada, los muros mohosos y los olmos rayanos, distingue una luminaria detenida en medio del camino. ¿Acaso es la figura de una muchacha?

Sin dudarlo un segundo, el hombre decide ir tras ella. A decir verdad, seguiría a esa mujer aunque lo condujera a la mismísima boca del infierno: terrible lugar en el que ya no cabe esperanza. Porque está molido, sangra y no sabe qué pasa.

Delante de él, la joven camina despacio, lánguidamente, recogida en sus oraciones. Resulta extraño pensarlo siquiera, pero por sus movimientos el hombre diría que está triste. Entre sus manos sostiene un cirio candente; y una cofia blanca cubre su cabeza. El soldado la sigue a cierta distancia, comprometido el aliento, aterido y admirado a partes iguales.

Poderosos pinos observan la escena a lo largo de esa galería noctámbula, en la que un moribundo persigue un fantasma, o tal vez sea un fantasma persiguiendo una dama inalcanzable.

El camino pronto se ensancha y da paso a una llanura mil veces hollada. Al fondo distingue el castillo, soberbio, alzado sobre el Cerro del Águila, bañado por mil rayos de plata. Reconoce sin dudarlo el paraje, lo que le permite darse cuenta en seguida de que la villa está a tiro de bala. Sabe que la batalla se ha desarrollado muy cerca. Por eso sabe también a qué se deben los temblores que ahora lo agitan.

—¿Cuántos cadáveres habrá esparcidos en esta planicie? —gruñe.

¿Quién podría creer que entre los muertos contiguos no habría camaradas? Se impone alcanzar a la mujer. Ha de interrogarla.

El camino es llano, la noche serena. Parece que en breve aplacará sus dudas el soldado errante. Mas lo que descubre al instante es que le cuesta más de la cuenta dar alcance a la mujer, apretar la marcha, y es por eso que la llama a grandes voces…; no obstante, apenas un hilo de voz se le escapa de la garganta. No tiene fuerzas. La fiebre acrecienta su dominio, y las piernas le fallan.

Por suerte llegan al pueblo en seguida. El camino se ha desvanecido y ya les arrebujan las viviendas. Y, sin embargo, en un descuido imperdonable, la ha perdido de vista. La mujer se ha esfumado súbitamente. Delante de él ya no hay nada. Sólo casas mudas y calles llenas de tierra con manchas oscuras de sangre. En vano busca el hombre a la joven de cofia blanca. La oscuridad apremia. El tiempo pasa. Y ni siquiera los ojos de la luna alcanzan a investigar lo que ocurre en los estrechos callejones, pues los caserones se apretujan unos con otros para impedir que corran veloces los secretos más inconfesables. Así continúa el soldado ambulante persiguiendo sombras, dejando atrás embocaduras y bocacalles.

Entretanto ha visto varias carretas y varios cadáveres, echados sobre la tierra, en posiciones sorprendentes, con muescas alegres y muescas dantescas. El hombre tiembla y se desespera. Y el viento, que nadie ha invocado, se impacienta igualmente; y ruge, calla, aúlla, enmudece, y silba una especie de réquiem…. Al menos dice, al menos habla; al menos con él le llegan al hombre los primeros indicios de vida: oye lamentos en la lejanía, oye voces varoniles cerca. Entonces dobla una esquina y contempla, mudo, la escena siniestra.

Ante un portón medio podrido aguarda un sacerdote. Un instante después cuatro hombres agotados salen del interior cargando un ser inanimado sobre sus espaldas. El presbítero hace la señal de la cruz sobre el difunto, da media vuelta y se aleja, recitando el salterio quedamente. El soldado, aliviado, se propone seguirlos. No le importa interrumpir el rito fúnebre. Lo cierto es que ansía con todas sus fuerzas interrogar a alguien. No puede negar que le conforta haberse topado con esos hombres en esas calles desiertas… Pero, a la postre, cuando no ha hecho más que recuperar el resuello, y con él el coraje, vuelve a ver a la mujer, que surge de otra vivienda como el reflejo que provoca un espejo o el espejismo que suscita un oasis.

Al verla de frente se le corta el aliento. La conoce bien. ¡Sí, es ella! La mujer con la que había pasado las horas más encantadoras de su vida, en el caserón del que ha salido la más prometedora de todas las presencias, hasta que el Mariscal, sobrio como una estatua de jaspe, lo arrancara del tálamo. El deber y Berwick lo llamaban. La guerra podría haberlos separado del todo, reflexiona al punto el soldado. Pero el destino parecía haberlos reunido después de la refriega. Él le había prometido hacerla su esposa, ella, entre lágrimas, le prometió varios hijos. Una generosa hacienda los esperaba, con tierra y animales de sobra para labrarse una vida tranquila. ¡El paraíso en la tierra! Así que esta vez jura no perderla de vista.

A las faldas del castillo inician los amantes su última andadura, próximos ya el uno del otro. La mujer avanza con brío esta vez, presurosa, con la lamparilla aún entre sus manos sedosas. A él, en efecto, lo alienta un porvenir venturoso: dejará la milicia, abandonará las armas, trabajará la tierra y formará una familia. Embriagado por tales visiones, parece llevado en volandas. Imagina, entretanto, que sus pensamientos son auspiciados por los altos muros de la fortificación rocosa que parecen ceñir con sus pasos los amantes. No sabe lo que le espera. Encima ya el uno del otro, atraviesan un paseo flanqueado de álamos; pero al parecer, se alejan de Almansa. 

—¡Ábrase la tierra y húndame yo en ella! —exclama el hombre inesperadamente—. ¡Mujer, detente! —protesta luego embravecido— ¡Mal lugar es ése para noche tan clara y tan negra! ¡Ay, Jesús, no he visto día más hermoso y más feo que éste!

Por alguna misteriosa razón, que sólo él conoce, el hombre considera que alejarse de la villa en la dirección en la que se encamina la mujer es señal aciaga. Un mal augurio. Una muy mala idea. Porque el soldado cree adivinar adónde van. Y sabe que no deberían dirigirse a aquel lugar miserable. Él ha estado allí antes, y allí sólo pueden quedar sombras y maldiciones, trampas y revelaciones sombrías. Entonces se desploma y grita. Se exaspera. No quiere seguir. No quiere ir allí. Una intuición verosímil le raspa las entrañas. Un presentimiento negrísimo lo paraliza; no hay movimiento en sus venas. Vuelve a gritar otra vez, ahora como un loco. Al fin invoca, sin esperanza ya en sus evocaciones, aquel nombre añorado, promisorio, dulce, inaccesible durante toda esa noche.

—¡Frena ya tus pasos, aparición triste y cruel, si aún reconoces mi voz y no hubo disimulo en tus caricias!

La mujer, que no se detiene, se le escapa una vez más. Testigo de sus lágrimas son el silencio y la luna maldita. El hombre, sin más remedio que satisfacer al destino, se levanta con rabia, con pavura, con hiel, con infinita nostalgia. Sus músculos se colapsan. Su ánimo languidece. Prosigue, al fin, entre suspiros, a la zaga de la luminaria. 

Por momentos el soldado se anima. ¿Se trata acaso del falso renacer de todo moribundo antes de entregar el ánima? ¿O será más bien una especie de lucidez misteriosa y póstuma? Después de todo, se dice, quizá sea la fiebre, que vuelve a morderle con saña. De las heridas sigue manándole sangre. Y cada cabello le duele. Quizá no haya que temer nada, cavila. Quizá sólo lo peor sea razonablemente esperable.

Mientras se dice esas cosas ha perdido de vista a la mujer, definitivamente. Ha dejado de llamarla. Ha dejado de gemir y lamentarse. Y aunque la luna lo guía, maldita la falta que le hace: él ya sabe dónde encontrar a su prometida…

En realidad el camino conduce directamente al campo de batalla, al anchuroso manto hollado por dos tremendos ejércitos pocas horas antes. A un lado y a otro el soldado agonizante descubre bestias reventadas, soldados caídos, cañones dañados, estandartes desatendidos, piezas de artillería abandonadas. Le envuelve un olor a muerte, linfa y pólvora. Todo aquello, sin duda, es propiedad del príncipe de este mundo. La tierra, por su parte, permanece húmeda, impregnada de sangre y rocío. Pero el soldado avanza ya impasible, ajeno a toda destrucción, indiferente al desastre; y continúa su inevitable recorrido entre los muertos, y el sol frío que los vuelve visibles, con la mirada fija en su prometida, arrodillada en medio de la nada.

Cuando llega por fin a su altura, se coloca a su espalda. La muchacha reza concentrada. El hombre se pone rígido: con todas sus fuerzas desea acariciarla. Sabe sin embargo que sería inútil intentarlo. Ya es imposible. No volverá a tocarla. No concebirá en ella ningún hijo. No habrá mañana...

El motivo ya es fácil deducirlo: Bajo la vela llameante se aloja una fosa recién cavada, y sobre la cruz, que en ese preciso instante honra la mujer con sus labios, asoma un nombre grabado con punta afilada de arma.


Él ya sabe a quién pertenece esa tumba. Él ya sabe por qué la joven no ha oído sus pasos, y por qué ha desatendido sus llamadas. 

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