Algunas personas, no sé si muchas o pocas, sentimos una inclinación especial por los debates meramente teóricos que, si bien no son especialmente útiles, al menos sirven para mantenernos apegados a los temas por los cuales sentimos gran predilección. Así, pasamos la vida teorizando sobre quién es el mejor atleta, pintor, músico o futbolista; el mejor abogado, arquitecto, médico, director de cine o actor. En el terreno literario, cómo no, también hay un puñado de escritores que pueden ser considerados los mejores en su oficio.
Por ejemplo, el famoso creador de Los miserables y Nuestra Señora de París, Victor Hugo, estimó que un contemporáneo suyo era el arquetipo de los escritores. Dicho espejo era François-René de Chateaubriand, que tan buena opinión mereció del novelista de Bezançon que éste llegó a exclamar en su juventud una significativa aspiración: «seré Chateaubriand o nada».