domingo, 9 de noviembre de 2014

La República de Platón, hoy. El fracaso de la política, del hombre y de su educación

Odio la política, y quizá por eso en cierto sentido también la ame. La política, sin embargo, ha degenerado, y ya no es el arte del buen gobierno, sino el arte de conquistar el poder y luego mantenerlo. Por eso la catástrofe es antes o después inevitable, y por eso la política se ha vuelto también en cierto sentido despreciable.


En este campo al menos, la cuestión en todo tiempo ha sido responder al asunto de cómo debemos gobernarnos. No es, por tanto, una cuestión de sistemas, sino una cuestión de personas. Así pues, si los hombres actuales están corrompidos, difícilmente gobernarán como Dios manda. Ya Platón se cuestionó hace más de 2500 años por la educación de los guardianes. El diálogo platónico de La República gira, como es natural, tratándose del gobierno de los hombres, en torno a la justicia. Sin embargo, Platón era a mi modo de ver demasiado optimista; pues con gobernantes virtuosos y sabios no basta para educar a hombres que reciben los estímulos malignos de un mundo traidor y cada vez más extraño que necesita no obstante de hombres rectos y cabales. Sólo con los "filósofos" de Platón en los puestos rectores no adelantaríamos mucho, pues la condición humana está inclinada al pecado y por ello mismo a hacer un mal uso de su libertad. Por eso pedirle al hombre que se domine, a estas alturas del cuento, con tantas tentaciones a su alcance, parece un imposible, cuando además determinadas y oscuras fuerzas se han esforzado por liquidar la educación y repudiar las virtudes, creando muchedumbres iletradas y fácilmente manipulables. Con repasar la literatura antropológica de los grandes pensadores, clásicos y modernos, o detenerse un momento a meditar sobre los avatares de la historia humana, se tiene una idea aproximada de cuán cerca estamos del precipicio. 

En todo momento da la impresión de que el mal tiene la partida ganada. Parece que hagamos lo que hagamos el hombre siempre acaba generando mayores conflictos, tragedias más grandes, sombras de guerras cada vez más espeluznantes, en definitiva, escenarios apocalípticos, propios de los últimos tiempos o de momentos límite.

Los políticos occidentales, por su parte, centrándonos en el aquí y ahora, han contribuido al desastre, convirtiéndose en una raza de víboras abominable, farisaica y patética, mientras los pueblos iban dando bandazos, como cabezas de ganado sin dueño, engordando la hidra democrática al dictado -literalmente casi- de los medios de comunicación de masas. Pero la pura verdad es que la historia nos ha enseñado ya muchas veces que se repiten con insistencia enigmática crisis y desastres que siempre acaban aplastando la hybris del hombre acomodado y desmemoriado tras unos pocos lustros de paz y vacas orondas. Como si después de la risa fatua llegara inexorablemente el llanto culpable. 

Así pues, ¿de qué sirve, me pregunto, vilipendiar ahora el sistema democrático, aunque me muera de ganas por hacerlo, cuando es la cuestión humana la primera que hay que resolver para que el hombre no acabe finalmente siendo castigado con alguna desgracia sin parangón en la historia de la humanidad, que sin embargo se habrá ganado a pulso por su estupidez y malignidad irremediables? Cuestión distinta es que el problema de fondo tenga enmienda. Aquí interviene, desde luego, el color del cristal con el que este mundo se mire. Cristal a través del cual un servidor lo ve bastante negro. 

Dicho lo cual, es evidente que mi visión de la realidad no pasa de un derrotismo evitable únicamente con invocaciones a las instancias celestiales, plegarias domésticas e institucionales que por otra parte no creo que se produzcan para ganarnos la clemencia de un Dios cuya espada arroja ya su sombra sobre nuestras cabezas blasfemas y fatuas. No creo, por tanto, en las capacidades del hombre para merecer el cielo en la tierra sin la gracia divina, que es la clave para que el hombre salga del cieno en el que se halla. ¿Pero cómo vamos a recibir la gracia necesaria para evitar el desastre si hemos prescindido de la educación y las virtudes, si ya no reconocemos a Cristo como el faro que guía nuestras naciones, y si toda sociedad moderna es ya una sociedad descristianizada? 

En fin, tal vez el único paraíso que nos merezcamos sea el creado por los políticos que hemos engordado durante años, un edén de psicópatas en el que más pronto que tarde los hombres de este paraíso artificial se destruirán unos a otros como caníbales, como demonios que no reconocen hermanos entre sus iguales.

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