jueves, 19 de diciembre de 2013

El mundo como prueba. Lo verdadero sometido a tensión. Los errores del hombre al enfrentarse a la Verdad

¿Cómo capta la inteligencia humana la Verdad? ¿De qué modo conoce el hombre lo verdadero? Si queremos entender cómo el ser humano se relaciona con realidades superiores a él, debemos intentar responder a estas preguntas. Para ponernos en marcha, en primer lugar, tenemos que fijarnos en que nuestra inteligencia conoce las cosas verdaderas a través de un laborioso proceso en el que entran en juego el juicio y el discernimiento. Por tanto, elevarnos a lo verdadero siempre nos cuesta esfuerzo y riguroso estudio, y en ningún caso su «descubrimiento» es accesible a nosotros de forma instantánea o inmediata.

En este sentido, se puede ver cómo el hombre se desvía habitualmente de las sendas por las que fluye la Verdad, y a su vez cómo es despeñado por los abismos del error por al menos dos fuerzas perversas que lo enredan y seducen. Estas dos atracciones se pueden resumir en los conceptos de angelismo y autonomismo.

Angelismo es la pretensión del hombre de conocer las verdades de forma intuitiva, de modo que si no es capaz de remontarse a ellas de manera inmediata, las rechaza. Esto sucede generalmente con ideas difíciles de concebir, pero no por ello improbables, o irracionales. Por ejemplo, la idea de Dios. Este grave error es una atracción demoníaca que sufrimos al pensar que nuestra forma de conocer es semejante a la de los ángeles. Estos, al igual que los demonios, conocen las verdades de forma simple y «automática». Pero esta no es nuestra forma de conocer. Y si yacemos en este error, evitando la tensión inherente a nuestro modo de conocer, aniquilamos el misterio, y con él la llave que nos permite ascender a las realidades sobrenaturales. Erradicar el misterio, descartarlo, es un error de bulto de la inteligencia humana. Sin él, el hombre no ve más salida y piensa que nada tiene sentido. O, en cambio, considera que tiene derecho a conocer todo y que todo puede ser conocido por él. Entonces incurre en el disparate del explicacionismo, y se pregunta insaciablemente por todo, y a todo pide explicación, porque no hay nada misterioso para él .

El segundo error común en el que incurre el hombre es el del autonomismo. Digamos que o bien el hombre simplifica la Verdad a su gusto, o bien escoge la parte de la misma que le conviene, de tal manera que cada uno crea para sí su propio sistema de creencias e ilusiones. Esto es en el fondo lo que significa la palabra herejía, los frutos que el hombre siembra cuando se considera un ser autónomo. En consecuencia, descompone la verdad, la desnaturaliza y falsifica.

Pero, entonces, ¿qué es la Verdad? ¿En qué consiste lo verdadero, si es que existe? ¿Qué se puede decir de esta pregunta cardinal que formula Pilatos a Jesús antes de condenarlo a muerte? Creo que para entender lo más elemental de este misterio, lo más útil es penetrar en el mismo a través de la iluminación que nos pueden aportar las siguientes observaciones.

Veamos. Para nosotros, para el hombre (varón y mujer creados a imagen y semejanza de Dios), lo verdadero está sometido a tensión. Si nos fijamos en las virtudes, vemos como éstas oscilan entre un equilibrio precario. El valiente no es cobarde ni temerario, el casto no es insensible ni lujurioso, etc. Mantenerse en un punto o extremo, cualquiera que sea éste, nos supone un esfuerzo, un sacrificio, un particular combate, revelando así esa tensión a la que está sometido todo vicio o virtud. De igual manera las verdades, que sufren irritación, están bajo los efectos de fuerzas y atracciones que se repelen y atraen. En dos palabras, lo verdadero soporta tensión. Es más, en la medida que nos acercamos a verdades más simples, la tensión se va haciendo cada vez más fuerte. De hecho —y aquí se puede ver la complejidad interna de las verdades más elementales— entre los enunciados de la fe católica, por ejemplo, encontramos algunos como los siguientes: Dios es uno y trino, Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre, la Iglesia es santa y está formada por pecadores, etc. Y esto parece, desde luego, insalvable para la razón humana, que, sometida a tensión máxima, lucha por desvelar el profundo misterio en el que vive.

Pues bien, ¿qué hacer en este punto? ¿Cómo conciliar estas dificultades? ¿Dice algo la Santa Biblia acerca de la noción de verdad, de las relaciones auténticas que guardan las cosas creadas? Efectivamente, así es. Haríamos bien entonces en prestar atención a qué nos sugiere la cosmovisión cristiana acerca de lo verdadero. En el libro inspirado de Sirácida podemos hallar, a mi entender, sentido a nuestra pregunta. Así pues, en el capítulo trigésimo tercero descubrimos el sentido de dualidad propio de este mundo, según leemos en el mismo: Enfrente del mal está el bien, enfrente de la muerte la vida; así frente al piadoso, el pecador. Considera así todas las obras del altísimo, todas dos a dos, una frente a otra (Si 33, 14-15). Por tanto, según la cosmovisión bíblica, Dios habría rubricado con su bendición la dualidad de las cosas creadas. Pero no acaba aquí la cosa, pues para tener una visión completa de la realidad nos hace falta algo más, algo que encontramos precisamente más adelante en este mismo libro: Todas las cosas son distintas unas de otras, y nada ha hecho imperfecto. Una cosa hace resaltar la bondad de la otra. ¿Quién podrá saciarse de contemplar sus bellezas? (Si 42, 24-25). Es comprensible la admiración del autor bíblico. No sólo se manifiesta en estas palabras la majestuosidad de las cosas creadas por Dios, sino que se lanza un mensaje a los hombres para que no confundan lo que es contrario (por ejemplo, la justicia y la injusticia), y, en segundo lugar, para que no separen lo que está unido (justicia y misericordia), pues ambas cosas no pueden funcionar la una sin la otra.

Sólo entonces, en este preciso momento, tenemos los elementos suficientes para alumbrar lo justo sobre la misteriosa tensión que soporta lo verdadero. Ahora podemos dar el salto lógico que se deriva de tener que mantener unidas las realidades que van juntas y que no hay que confundir con las que son contrarias. Ya podemos entender, por tanto, la definición siguiente: La verdad es trinitaria. Pues por un lado está lo uno, por otro lo otro, y en medio la relación. Quien trata de romper la relación y hacer que una realidad se alce contra la otra está tentando al hombre para que se desvíe por las sendas del error (angelismo, autonomismo, confusión, engaño, etc). Es el diablo.

Pero a éste no le dedicaremos espacio ahora. Sólo hay que tener en cuenta, de aquí hasta el final, que Dios ha querido una realidad humana donde lo verdadero está sometido a tensión, bajo la cual el hombre debe esforzarse por reconocer las verdades, y, que de esa tensión posterior a la Caída, el diablo se aprovecha para perder muchas almas.

Por último, como remate de la exposición presente, otra observación surgida de las páginas de la Sagrada Biblia sitúa admirablemente el mundo en el que estamos, y da sentido global al asunto tratado.

Si acudimos pues al inicio del libro del Génesis, hallamos que el principio de la Sagrada Escritura es la palabra «comienzo». Que de hecho es lo que significa propiamente la palabra génesis. Sin embargo, la primera letra que aparece en el libro original de la Biblia es la letra beth, es decir, la segunda. ¿No es extraño? ¿Por qué no crearía Dios el mundo con la primera letra del alfabeto hebreo, aleph, que es además por la que comienza la palabra Elohim (Dios)? En realidad no hubiese costado nada al autor del relato original que el primer versículo de la Sagrada Escritura hubiera sido de otra manera, de una manera quizá más natural según nuestra particular mirada. Exactamente de este modo: Elohim en el principio creó los cielos y la tierra. Como vemos, con situar la palabra que designa a Dios al principio de la frase, el autor bíblico habría resuelto el problema. En cambio, leemos otra cosa bien distinta, o mejor dicho, una frase con el acento en otro lado: Al principio Dios creó los cielos y la tierra. ¿Por qué? Los abundantes significados señalados por eruditos de todas las épocas son apasionantes.

Aquí sólo haré alusión al número dos como propio de nuestro mundo. Explica por qué el comienzo del cosmos, el inicio de la Biblia, empieza por la segunda letra del alfabeto hebreo y no por la primera. La segunda letra del abecedario hebreo indica claramente que a todo lo que procede de Dios, a todo lo que Él ha creado, se le debe asignar el número dos. La creación, nuestro mundo, por tanto, no es el uno, pues el uno sólo es Él, la unidad absoluta. Por eso nuestro mundo es el lugar de la prueba, la morada del dos, y donde lo verdadero precisa de la relación necesaria entre los dos elementos que la componen. ¿Cuál sería esa relación que garantiza la autenticidad de la unión? ¿Qué fuerza es esa que realmente tiene legitimidad para abrazar dos cosas distintas que deben estar juntas? La relación que cohesiona y da verdadero sustento a los elementos que aquí se nos muestran sujetos a tensión es Dios. Pues no nos debe extrañar que se esconda. Dios es la fuente del dos, su unidad, y naturalmente su destino final. Dios es el Uno. El dos, en cambio, nuestro mundo, el hombre en  cuanto criatura, es reo de prueba, de incertidumbre y de su propia libertad. 

Pero ciertamente una cosa es saber, por fin, que la prueba es necesaria, que la incertidumbre es natural a nosotros, que lo verdadero está sometido a tensión y que es obligado que lo sea, y otra muy distinta que el peso de esta realidad no tengamos que sufrirlo y soportarlo. Y cada uno por su cuenta.




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