martes, 13 de marzo de 2018

Los guardianes de la civilización


El distinguido filósofo británico Bertrand Russell veía en los educadores a los guardianes de la civilización. De entrada no perece posible impugnar fácilmente esta observación, si no fuera porque los educadores compartiríamos misión con militares, sacerdotes y profetas —lo cual provoca en principio cierto vértigo—; aun así, ¿cómo negar la importancia fundamental de la educación?


Que el hombre necesite educarse no es un postulado que precise ser probado. No se aprende a respirar ni a comer; en cambio, el desarrollo armónico de las facultades intelectiva y volitiva del hombre requiere desarrollo y recta guía. «A las plantas las endereza el cultivo; a los hombres la educación»[1]. Donde no hay acuerdo, ni lo habrá jamás, es en la cuestión de a quién corresponde educar y enseñar, ni en la de en qué consiste la educación o cuáles son su finalidad, principios y fundamentos.

Respecto a la primera cuestión, ya no son agentes principales de la educación, al menos en el orbe cristiano, la familia y la Iglesia, sino el Estado (por medio de una escuela nacional) y los medios de comunicación. En cuanto al punto siguiente, nos encontramos ante una auténtica guerra entre una enseñanza secularizada y puramente natural, que aspira a hacer del hombre la medida de todas las cosas, y una educación religiosa de matriz sobrenatural y por tanto trascendente.

Si de educación se trata, los cristianos deberíamos atender a las enseñanzas de sus más seguros guardianes. Al respecto, el Papa Pío XI, en su encíclica dedicada a la educación, Divini illius Magistri, señaló: «La educación consiste esencialmente en la formación del hombre tal cual debe ser y debe portarse en esta vida terrenal, a fin de conseguir el fin sublime para el cual fue creado», por lo que «es evidente que así como no puede existir educación verdadera que no esté totalmente ordenada hacia este fin último, así, en el orden actual de la Providencia, es decir, después de que Dios se nos ha revelado en su unigénito Hijo, único que es camino, verdad y vida, no puede existir otra completa y perfecta educación que la educación cristiana»[2].

Según lo anterior, hay una educación verdadera y otra que no lo es. Lo cual da como resultado que los profesionales de la enseñanza nos veamos divididos, en última instancia, en la salvaguarda o promoción de dos civilizaciones opuestas. Nelson Mandela, icono progresista hoy casi olvidado por completo, observó que «la educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo». Y estaba en lo cierto. Lo que no dijo es en qué sentido. Porque no es lo mismo un mundo transformado por Cristo que otro por el Anticristo. Vendría a ser algo así como lo que Herbert Spencer dijo una vez: «el objeto de la educación es formar seres aptos para gobernarse a sí mismos, y no para ser gobernados por los demás». Pero para llegar a gobernarse uno mismo, antes es necesario haber sido educado en las virtudes clásicas: prudencia, justicia, fortaleza y templanza, por un lado, y fe, esperanza y caridad, por otro.

Y es que la educación es un proceso complejo que ha de permitir que los alumnos alcancen su madurez física, moral, intelectual y afectiva.

La educación física no contempla únicamente la salud del cuerpo, sino también el pleno desarrollo de los talentos que están en germen en ciertas actitudes. En segundo lugar, de igual modo que no puede haber un desarrollo corporal sin disciplina y sin dominio de uno mismo, la educación moral es imprescindible para adquirir una voluntad recta y fuerte, mediante el ejercicio de las respectivas virtudes morales. No menos importancia tiene, en tercer lugar, la dimensión intelectual, ya que la educación intelectual tiene por fin alcanzar una visión del mundo conforme a la realidad. De hecho, si se educara bien esta dimensión humana, la sociedad se ahorraría muchos desgraciados y muchas calamidades. Finalmente, la educación afectiva, olvidada pero necesaria también, busca seres humanos equilibrados y con sentimientos verdaderamente nobles y jerarquizados, dispuestos a la relación íntima con Dios. Al final de lo que se trata es de permitir a los jóvenes convertirse en cristianos, en llegar a ser plenamente hombres, es decir, en hacer posible que crezcan, como nos inspira el Evangelio, «en estatura, en sabiduría y en santidad» (Lc 2, 52).

La realidad, en cambio, es muy distinta. El pobre Bertand Russel conoció un mundo que poco o nada tenía que ver con el nuestro. Hoy los educadores no son ya la salvaguarda de la civilización, no en su conjunto al menos, sino más bien la causa de su destrucción. Lo cierto es que en las aulas españolas (y por extensión en las del resto de Occidente) bulle una pandilla de gentes cocidas en los hornos de las modas ideológicas, tiranos con piel de corderilla, mentecatos de todo pelaje y «género», indigentes mentales y cabezas vacías, enemigos del pensamiento lógico y titulados con tres o cuatro neuronas por hemisferio cerebral, que en vez de ser los auténticos guardianes de la civilización, son los más directos responsables de su ruina.

Para finalizar, quizá no quede más remedio que apropiarnos de las palabras del cura argentino Leonardo Castellani. Nuestra cultura, sin duda, está inficionada por el maldito. Pero luchando por ella, aunque no la salvemos, estaremos limpiando nuestras almas. Y contribuyendo, además, a que no todos los jóvenes se pierdan[3].





[1] Jean Jacques Barthélemy.
[2] Pío XI, Divini illius Magistri, 5.
[3] Son especialmente recomendables estos dos artículos de Marcel Clement y Estanislao Cantero publicados en la revista Verbo: La educación: principios y fundamentos, del primero, y La finalidad de la educación, del segundo.

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