sábado, 22 de febrero de 2014

El país de los ciegos de H. G. Wells

Todos los géneros literarios tienen sus piezas maestras. Las novelas, los cómics o tebeos -y dentro de ellos los mangas- los artículos periodísticos, los ensayos... y por supuesto los cuentos. Esta pieza del gran escritor H. G. Wells (1866-1946), nacido en Kent y fallecido en Londres, no se ajusta a la literatura de ciencia ficción que solía cultivar el creador de La guerra de los mundos o La isla del doctor Moreau. Y sin embargo es un cuento magistral, con una de las parábolas más hermosas y fascinantes del género. Además, guarda íntima relación con El Principito de Antoine de Saint-Exupéry, que comentaré en La cueva a continuación de este texto magnífico que tiene por título El país de los ciegos.

El país de los ciegos es, en la imaginación de H. G. Wells, una región remota de los Andes ecuatoriales, hallada en un valle encerrado y oculto. Por lo visto fuera de la comarca nadie sabía de la existencia de la región hasta que uno de los naturales, obligado por una extraña plaga que afectaba a las gentes del país (nacían ciegos) decidió buscar en las regiones habitadas, más allá de las fronteras naturales del valle, una cura para la ceguera. Aquella aventura en busca del remedio le puso en contacto con otros hombres, y de esta manera se conoció por primera vez la existencia del país de los ciegos. Aunque sólo de oídas, pues nadie localizó nunca el lugar. Tampoco volvió a él el valiente viajero, que, a causa de un grave terremoto que devastó aquella tierra, se desorientó y no fue capaz de regresar a su patria. El país de los ciegos siguió entonces largo tiempo en penumbras y los hombres, al no dar nunca con él, dieron por hecho que se trataba de una simple leyenda fruto de la fantasía de algún aventurero. 

No obstante, al correr de los años hubo alguien que topó finalmente con tan extraña región. Núñez, un veterano alpinista, dio por casualidad con el país de los ciegos. En realidad se encontró en el misterioso valle tras sufrir un accidente en la montaña. Cuando despertó de la conmoción no sabía dónde estaba; pero poco después divisaría unas extrañas casas al fondo de la vaguada y al acercarse a ellas descubriría que aquel valle estaba habitado y que sus dueños eran los legendarios habitantes del país de los ciegos, pues todos carecían de «visión». No lo podía creer. Núñez se imaginó de repente cubierto de gloria, pues era el primer hombre en descubrir el mítico país de los ciegos. No sabía sin embargo qué gran desilusión se iba a llevar. 

Pronto Núñez traba relación con esas extrañas gentes que, a pesar de su ceguera, viven en comunidad y realizan labores corrientes como todos los demás hombres. Sin embargo, en seguida lo consideran raro. Para ellos Núñez no deja de ser un extranjero con unos extraños bultos en las cuencas de los ojos, que repite constantemente que él puede ver y ellos no. Éste, empeñado en explicar a los otros la utilidad de la vista, y como ésta le proporciona una superioridad sobre ellos, empieza a desengañarse al descubrir que aquéllos no necesitan ver y que están todos de acuerdo en que el que no dice cosas con sentido es él. Núñez no tarda en descubrir que para vivir en aquella comunidad, que tan a gusto está ensimismada dentro de su burbuja, ha de formar parte de ellos, seguir las directrices del pueblo y no contradecir la dirección en la que sople el viento. Ir contracorriente en aquella sociedad le puede costar incluso la vida. Por eso los demás se ríen de él cuando Núñez les habla de cosas que ni entienden ni quieren entender. Al parecer es más cómodo vivir en tinieblas, como los demás, pues así no se revelan las propias miserias, que hacer frente a toda una comunidad que por el hecho de ser mayoría -o regirse por consenso- considera que vive de acuerdo con la verdad. 

La prueba de fuego llegará para Núñez tras un choque violento con los aldeanos, que se resuelve en su contra, y que le fuerza a ser uno más del grupo, obediente a él y sumiso a los hábitos y tradiciones ancestrales de aquel extraño país. Entonces, a punto de resignarse a renunciar a la verdad y vivir entre ciegos, se enamora de una muchacha del pueblo. Tal circunstancia le conducirá a tener que tomar una decisión irreversible, un sacrificio perpetuo, un precio altísimo. Si desea desposarse con ella tendrá que arrancarse los ojos, que es lo que está ocasionando según los demás las resistencias de Núñez hacia ellos. De esta manera, como puede observarse, H. G. Wells traza una parábola bellísima y contundente en la que sugiere que para vivir siguiendo la luz hay que huir del mundanal ruido y los falsos ídolos creados por éste, que nos envuelven en golosas penumbras, a costa, eso sí, de ser repudiados por los demás miembros de la sociedad, considerando al que realmente ve un loco al que conviene aislar y reprobar. La cuestión, por tanto, es si estamos dispuestos a pagar el precio que supone resignarse a conocer la Verdad.

Y a esta cuestión se llega lógicamente con la pregunta fundamental del relato, salida además de boca de uno de los aldeanos, que arrogante y necio, exclama: «¿Qué es eso de ver?... ¿Qué quiere decir ver?». Para un genio como Antoine de Saint-Exúpery lo importante de la realidad es invisible y lo invisible no se ve con los ojos sino con el corazón. Por eso no todos los hombres comprenden qué supone en el fondo El Principito o el relato que nos ocupa, El país de los ciegos. Sin embargo la literatura, a veces, y estos son dos ejemplos de lo que digo, nos revela verdades como puños. Y por estos motivos, y no por otros, la literatura es realmente valiosa para el hombre porque lo educa en orden a su más importante dimensión, que es la espiritual.



FICHA
Título: El país de los ciegos
Autor: H. G. Wells
Editorial: Acantilado
Otros: Barcelona, 2004, 72 páginas
Precio: 8 €

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