domingo, 16 de febrero de 2014

España, Patrimonio de lo Sagrado: Ayna


Saliendo de Albacete por la carretera de las Peñas de San Pedro, la ruta no presenta dificultades hasta la población de tal nombre. Rectas monótonas y leves desniveles se suceden mientras atravieso las últimas urbanizaciones de la capital y me dirijo a uno de los pueblos más sorprendentes de la desconocida e impresionante sierra de Albacete, la sierra del Segura. En medio tropiezo con El Salobral, conocido por sus magníficas patatas; por eso, me digo, es natural contemplar a ambos costados de la carretera enormes extensiones de sembrados acondicionados con modernos sistemas de regadío.

Quiero llegar al pueblo de Ayna, uno de los términos más destacados de la sierra de Albacete, espacio poco conocido allende las fronteras regionales, pero sorprendente por sus atractivos enclaves naturales. En él sobresalen pueblos como Yeste, Bogarra, Elche de la Sierra, Letur o el propio Ayna, que gravitan en torno al corazón de la sierra: Riopar y el maravilloso entorno donde emerge el famoso río Mundo. Y también otros lugares menos renombrados, aunque igual de sorprendentes e incluso más virginales, como por ejemplo Paterna de Madera.

Pues bien, en cuarenta y cinco o cincuenta minutos se recorren las leguas que separan Albacete y Ayna, este pequeño pueblo de las montañas del sur de Albacete. Hasta Peñas de San Pedro, como indiqué antes, conduzco sin altibajos, llevando mi vehículo sobre la vía que, sin ondulaciones ni apenas tráfico, me aproxima a la montaña. A la altura de este pueblo, aclamado por sus famosas carnes de cerdo o cordero y sus embutidos, se comprende perfectamente que de esta forma se llame. Una mole solitaria se levanta en medio de la llanura, anunciando el nacimiento de la sierra, y a su abrigo se desarrolla el pueblo de las Peñas. Después, ya entre montes, olvidadas las lomas ridículas de antes, la carretera se encrespa ostensiblemente. Entonces el cuento cambia. Los pinares se adueñan del paisaje y circulo entre poblados bosques de coníferas. Rodar en esas carreteras rizadas deja de ser un paseo para ser algo emocionante.

En los últimos tres kilómetros el asfalto adelgaza, pero lo suficiente para dejar pasar sin grandes desahogos dos automóviles.Ya no queda nada hasta el pueblo. Y además, justo antes de llegar hago la primera parada. Desde el Mirador del diablo contemplo, en todo su esplendor, Ayna y la situación en la que se emplaza. Sólo entonces cobro verdadera consciencia de su importancia. La ubicación es su alma. Así pues, el mirador me permite, como si fuera una de las ventanas desde las que nos ven desde el cielo, mirarla con sus mejores galas.

Lo que veo en lo alto de un risco del que no concibo su dimensión exacta es un paraje alucinante, y a un pueblo asentado en las sayas de un escarpado barranco frente a un picacho imponente y afilado como una cuchilla de barbero a la antigua usanza. El tramo de carretera que resta hasta abajo, ensortijado, hipnotiza la mirada. Es el único camino para entrar y salir de Ayna, al menos por ese lado; también podría continuar la carretera, que atraviesa al pueblo por la mitad, y seguir profundizando en la sierra. No seguiré ese camino. Con Ayna por hoy basta… Todavía allí arriba, en el Mirador del diablo, presiento que la vida de los hombres y mujeres de este pueblo ha estado marcada por las condiciones de su especial topografía. El pueblo se halla al fondo del cañón, repartido a lo largo de la vega y en altura, instalado en terrazas, aprovechando las paredes del precipicio. El área para cultivar es muy escasa, y se limita al margen mínimo de una ribera que es fértil por el paso de un río, pero que a la vez es muy estrecha por la cercanía de los poderosos montes vecinos.

Estos tremendos cerros además encierran Ayna, dejándolo aislado y en sombras durante muchas horas del día. Mientras en la meseta manchega se disfruta de la última hora y media de sol directo en una jornada cualquiera con cielos despejados, en este asombroso pueblo de montaña el sol ha sido eclipsado y la luz cobra una tonalidad mágica que se incrementa en la zona de la vega, paseando por el camino que discurre paralelo al río y siendo acompañado por el canto del agua.

Pero como en cualquier sierra de España, el clima es un dios tornadizo y riguroso. Y los inviernos en lugares agrestes y aislados como éste siempre son más crudos que en otros terrenos, y eso se refleja en el carácter estoico y llano —sin estridencias ni adornos— de sus habitantes. Eso encuentro andando entre sus casas y tratando con su gente. Personas que jamás niegan un saludo, sencillas y amables, que aunque muestran asperezas comprensibles a la hora de expresarse, compensan con sus virtudes los vicios que pudieran imputarles los refinados turistas que visiten o se alojen en su pequeña patria.

Mi corazón, creo yo, también es aldeano como el suyo. Me tengo por haber sido educado en un pueblo, y debo más por su ejemplo a mis abuelos que a los cientos de libros que llevo embaulados y gracias a los cuales muchas personas me felicitan por mi cultura y disfrutan con lo que escribo. Pero aunque la supremacía social la otorga la cultura o el dinero, supremacía social no es hegemonía espiritual, y con esto quiero decir por tanto que los hombres de pueblos añejos y encerrados en nada son inferiores a los que nacen, se crían y pacen en una ciudad.

Y esta pureza que muestran sus almas también se refleja en los olores que transpira el propio poblado. Ellos, por sí mismos, transmiten verdades. Los aromas del campo y los alimentos de las viejas cocinas ni distraen ni mienten.

Pero esta es una visión particular en la que me recreo mientras disfruto paseando entre las cuestas de Ayna, que se agarran a las piernas como demonios salidos de los cuentos de brujas; sé de muchas personas que no estarían de acuerdo con esto mismo, pero formas de entender el mundo hay tantas como seres poblamos el universo. Como fuere, entre sus calles se aprecia que este bonito enclave de montaña es a la par bendición y desgracia para sus naturales. Los vecinos de antaño debieron de pelear mucho para salir adelante, pues las exigentes condiciones topográficas, y las escasas tierras de labor disponibles, los obligarían a vidas severas y penosas. Subiendo y bajando al huerto para llevar al hogar las hortalizas y verduras sembradas entre fatigas en sus pequeñas parcelas, subiendo y bajando para comprar en las tiendas, acudir al médico o al ayuntamiento, subiendo y bajando para ir a misa las mañanas y tardes de culto. Hoy, es una lástima, los jóvenes no tienen futuro en el pueblo, y los mayores consumen los días aferrados a una paga mísera después de tantos sudores y esfuerzos. No quisiera jamás pasar por escritor sensacionalista pero creo atinar mucho si digo que lugares como éste, en el fondo, pueden ser considerados paraísos malditos.

Por supuesto, estas cosas no las ve el extranjero, que mira con otros ojos la dureza y espectacularidad del marco natural en el que se halla el pueblo de Ayna. Las peñas, que como cuchillos muestran sus dientes al cielo, no dan de comer, y resulta que entre ellas creció y se mantiene vivo un pueblo orgulloso de su impronta y vigencia, a pesar de los pesares y de que vivir resulte un poquito más duro que en otros lugares. Quién sabe, pero estoy seguro de que si preguntara a cuantos me cruzara por sus calles si desearían abandonar su pueblo y salir de esta hondonada de la que la luz se retira tan rápido, me dirían que no.

Es el embrujo de cada nido, es el alma de cada población, que cala en las personas y las convierte, moldea y transforma. Y en este caso tiene más sentido que nunca. En Ayna se rodó una película surrealista española (Amanece, que no es poco) porque, con muy buen criterio, los responsables de la misma se dieron cuenta de que entre las envejecidas calles de Ayna, abrazadas largo tiempo por la penumbra, rezuma en el aire un misterio que no se parece al de ninguna otra parte.



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