Ha llovido mucho desde que se estrenara por primera vez en la escena (1606) El rey Lear. Ya no se duda por ejemplo del catolicismo de Shakespeare, y la que en tiempos de la Ilustración se veía como una tragedia bárbara y anticuada, a partir del Romanticismo se volvió completamente actual. Pero la obra tampoco fue entonces entendida en su justa medida, viéndose en el rey Lear, sin ir más lejos, una figura patética. Mas la visión deformada de esta obra se mantiene en nuestros días. ¿Por qué? La interpretación subjetiva de este juego de tronos particular se debe, según creo, a que el hombre contemporáneo vive anestesiado, algo que no sólo le dificulta pensar, sino conmoverse por sus semejantes. Y si ni siquiera somos capaces de concebir hoy en día el gran asunto que plantea Shakespeare en El rey Lear (¡la ingratitud filial!, III, 4), será imposible comprender, como es el caso, que un padre enloquezca por la desafección de sus hijos. De esta manera, cualquier persona vulgar dirá de las criaturas de Shakespeare: «¡Qué exagerados son estos monigotes! ¡El viejo sólo chochea!».

