miércoles, 12 de octubre de 2016

Las calles son el espejo del alma

Se abre el telón. Se ve una calle llena de inmundicias y orines de perro, árboles podridos en su base y farolas carcomidas por el orín. Se cierra el telón. ¿Cómo se llama la película? Amor a los animales.


Esta película sin embargo tiene un desarrollo mucho más largo, y además es uno de esos celuloides que merece la pena analizar con detalle y ver más de una vez. Como se ha indicado ya, este filme discurre sobre perros y mascotas, personas o entes que presumen de serlo, ciudades donde tendría que dar gusto pasear, salud pública y enfermedad.

La ambientación de la cinta es con seguridad su punto fuerte. De ella depende su gran fotografía y que los escenarios resulten tan verosímiles.

Entre las escenas más logradas de esta historia se encuentra, por ejemplo, aquella en que las fachadas de los edificios, y sobre todo las esquinas de los mismos, presentan grafitis excrementicios de matiz negruzco que, al secarse, proporcionan un penetrante y perdurable aroma a roña natural. Esos grafitis bio, también llamados ecológicos, aplicados alla prima directamente sobre el fresco, suelen chorrear copiosamente formando charquitos en las aceras, que, poco después, dan lugar a pátinas de mugre sobre el pavimento. Pero los barnices callejeros, progenitores de la herrumbre y el cochambre, no adornan aisladamente los escenarios. Ni mucho menos. Junto a los artísticos betunes miccionados, una serie de esculturillas, regalitos, o dádivas generosas, complementan a las pinturas orgánicas en la decoración de las calles españolas. En cristiano se llaman mierdas, pero podríamos ser más sensibles, técnicos, o incluso indulgentes, y hablar de obsequios o propinas que dejan nuestras mascotas para que las vayamos cosechando mientras disfrutamos del camino.

Precisamente la recolección de la boñiga es uno de los ejercicios más admirables realizados a diario por los ciudadanos. Ya no hay tiempo de rezar el Ángelus o de acudir a Misa; ¡qué va, para eso no hay tiempo! Lo que no significa que el ser humano (homo religious) haya dejado de practicar otro tipo de devociones, pues con la fe de un converso, hoy el ciudadano normal se ejercita en el manoseo de excrementos, en el palpamiento de zurullos, mojones y detritus. Eso cuando se agacha a recoger la siega, que no ocurre todas las veces, al igual que no todos los días es fiesta.

¿Y es que a quién no produce deleite ver por las calles al vecindario vagando con sus mascotas, bolsita en mano, y cautivo de las necesidades de estos fieles amigos del hombre? ¡Qué sacrificio! ¡Qué abnegación la suya! ¡Jamás ha conocido la humanidad un amor más profundo y desprendido! ¡Nunca ha humillado tanto la cerviz el hombre como cuando se ha hecho esclavo de los requerimientos de su perro!

Pero allá cada cual con sus pasiones, siempre que la locura colectiva no perjudique a los que no idolatramos a los canes ni somos vasallos de lebreles. Tener perro, en cualquier caso, no faculta a mis vecinos para orinar en la vía pública por medio de un tercero. Porque esta película bien podría haberse llamado de otra manera, si contempláramos otro protagonista. La historia sería entonces más o menos así: Se abre el telón y se ve a un sujeto imitando a Picasso con su pene mientras orina en la puerta de un garaje. Se cierra el telón. ¿Cómo se llama la película? 1.500 euros.

¿Por qué se censura a un guarro y a otro no? ¿No es equiparable? ¿No puede orinar el hombre en un lavabo, como Dios manda, y el perro en la bañera de su dueño, en cualquiera de sus macetas, o en su boca si le place? El resultado es el mismo en ambos casos: aceras mugrientas, pavimentos que dan asco, esquinas que han cobrado el color de la muerte, farolas oxidadas y árboles que cualquier día echan a andar y no vuelven. Sin embargo, los mascotistas sí pueden guarrear las calles con sus peluches. Entonces las aceras pueden heder y estar pulimentadas de orines. Las fachadas, las farolas, los árboles, las ruedas de los coches, los pantalones de algún incauto y cualquier rincón o saliente. Todo lo que esté a su alcance. Los perritos ya habrán dejado su firma y sello por todas partes, infectando cada palmo de suelo, antes de alcanzar los espacios habilitados por la concejalía de urbanidad y medio ambiente para que la jauría empadronada en el pueblo orine y defeque.

Esta película también tiene buenos y malos, frentes de combate. Los buenos son, por supuesto, los amantes de los animales. Los malos, sin duda, los que no desean caminar por ciudades insalubres, los que denuncian la escasa educación del amante de los animales, que piensa que su efusión animalista le legitima para ensuciar las calles, y que esparcir porquería es un daño necesario que sus vecinos han de padecer por su desequilibrado cariño a los canes. El disidente aquí es un ser insensible e inhumano. Miserable en muchos casos. Porque quien no rinde hoy culto al perro, es un bárbaro que merece el desprecio de la sociedad, al no tener entrañas ni saber qué es amar a una criatura indefensa. Etcétera. Resulta ya monótona la cantinela, así que por qué seguir recitándola cuando todo el mundo se la sabe.

A fin de cuentas, la sociología y la psiquiatría tendrán que pronunciarse antes o después acerca de este síndrome o comportamiento gregario llamado mascotismo. Por su parte, una persona en su sano juicio debería ver en todo este orden de cosas la moraleja de que la sociedad está alucinada y enferma. Pese a todo, las causas de esta anomalía, anormalidad, perversión o enfermedad, son diversas, pero fáciles de detectar.

Una raíz del embrutecimiento de la sociedad actual es que ha encontrado agradable la suciedad. Esa es la verdad. Los pisos y apartamentos del siglo XXI están llenos de animales; por eso los hogares se han convertido en modernos corrales, donde los inquilinos parecen sentirse a gusto. Muchas de estas viviendas apestan, ¿o no es cierto? Pero el que vive continuamente en ellas se acostumbra en seguida a la fetidez. No le ocurre lo mismo por desgracia a quien es invitado a pasar un rato en cualquiera de estos pajares. Pero todo tiene un límite, claro está. No deja de ser curioso que los siervos de los canes saquen a sus mascotas a la calle a hacer sus necesidades, en vez de permitirles que las realices en sus casas, no sea que la mierda les llegue hasta el cuello y se los coma. Mejor que el perro se cague y se mee en la calle, mucho mejor, ya que la calle es muy grande y se comparte. No estaría de más, en cualquier caso, que algún concejal se paseara de vez en cuando por su metrópoli y contara a cuántas heces salimos por ciudadano.

Otra razón de este desequilibrio afectivo y moral es el infantilismo epidémico de la sociedad. Hoy a quien pide un deseo, se le concede un perro.

Al mismo tiempo, el campo magnético ha debido de causar estragos en la educación moral de las personas, así como está haciendo deambular a las ballenas por los océanos. Hoy los del perrito defienden que los animales tienen derechos, como toda persona. ¡Claro que sí! ¡Los guerreros de Atila eran menos bárbaros que ellos! Para tener derechos hace falta poder ejercerlos. Cosa que no saben ni les importa a las hordas de Atila. Por eso sólo un ser auténticamente libre es capaz de disfrutar de derechos y al mismo tiempo de asumir compromisos. Y los perros no son más que perros.

Pero quizá la causa más importante de esta deformación que padece el noventa por ciento de los que poseen mascotas, adorándolas como fetiches y mimándolas como si fueran personas, es la soledad radical. Es un hecho que las personas de este mundo enfermo sufren una incomunicación profunda. Se vive en comunas, en colmenas, en gulags de cemento y ladrillo, en hormigueros donde apenas es posible respirar hondo sin tragar las emanaciones tóxicas procedentes de los coches, los autobuses, los «amotos» o los pedos de los transeúntes; nos movemos a velocidad de vértigo, estamos en contacto permanente, nos cruzamos infinidad de veces, vivimos acompañados y rodeados por miles de personas, y sin embargo nos sentimos totalmente solos. Y esa soledad hay que disimularla con algo. Se ha puesto de moda tener perro en casa. Pues con la mascota, de momento, nos vale. Aunque los perros sólo dan lo que tienen, que no es poco ciertamente (porque lo dan todo), pero en tener mascota no reside la felicidad de la persona.

Y por último el aburrimiento. Utilizando un término más serio, hablaríamos de tedio (aburrimiento extremo). La ociosidad es una pandemia en Occidente, de eso no hay duda. La gente se aburre y no sabe qué hacer de provecho con su tiempo. Y se aburre mucho y de forma muy obscena. Porque el mundo es un festín de platos deliciosos, tan deliciosos de hecho que nadie, si quisiera, se aburriría nunca. 

En definitiva, sólo puede ser hedionda una sociedad que pretende que el hombre establezca lazos afectivos con el ganado, o que sitúa al mismo nivel al animal y a la persona, o que cubre ilusoriamente sus necesidades afectivas con la compañía de una mascota, adorándola infantilmente, o que considera educado, salubre y estéticamente bonito, enrobinar las calles con los excrementos de sus mascotas. Y es que está más claro que el agua que si las calles son el espejo del alma, no pocas personas, al pasear al perrito, reflejan, además de su inmundicia, su escasa educación y su poca vergüenza.



1 comentario:

  1. Es mucho más cómodo y sencillo "querer" a un animal que a un ser humano. El animal, no refleja tus contradicciones, no te empuja a ejercer una autocrítica; simplemente se limita a complacerte y a devolverte lo que quieres ver y escuchar.

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