Hay lecturas que se afrontan no tanto por el placer literario que prometen como por el interés temático que despiertan. Tal es el caso de Líneas rojas, la última novela del veterano periodista Fernando Rueda, quien desde hace décadas se ha labrado una reputación como uno de los pocos divulgadores constantes del mundo del espionaje español. Para quienes lo descubrimos en la radio, en aquella inolvidable Materia Reservada de La rosa de los vientos, su salto a la ficción supuso una transición lógica. Pero si bien Rueda ha demostrado conocimiento de causa, ninguna de sus «revelaciones» del mundo de las cloacas ha resultado incómoda para los señores que ostentan el poder. Naturalmente, él también sabe que en este mundo de las sombras hay líneas rojas que, de traspasarse, pondrían en evidencia a quienes aman más las tinieblas que la luz.
Líneas rojas parte de una premisa potente: una operación de infiltración, inspirada en hechos reales de 2002, destinada a desbaratar un entramado mafioso de blanqueo de capitales con tentáculos en España, Malta y Francia. Al frente de la misión, como no podía ser de otra manera, está Mikel Lejarza, «El Lobo», una figura recurrente en la obra de Rueda y símbolo ya casi legendario del infiltrado absoluto. Junto a él, un variopinto elenco de agentes: Fred Leblanc, curtido y experimentado; Izaskun Etxeverri, antigua infiltrada en ETA, que carga con una psicología más sugerida que desarrollada; Alejandro Prieto, hombre de la Guardia Civil, con un pasado oscuro en la extrema derecha; y otros secundarios que orbitan sin demasiada profundidad. No falta tampoco el aparente antagonismo interno: una cúpula de inteligencia cobarde, más interesada en no molestar al Mossad que en proteger a sus propios operativos.
Rueda se mueve con soltura en el terreno de los datos, los nombres y las conexiones. Nadie puede negar que conoce el paño, y cuando deja entrever la telaraña de lealtades, miedos y traiciones que une a servicios secretos, gobiernos y clanes financieros, uno percibe un eco de verdad incómoda. A veces, incluso, el lector cree vislumbrar una intuición como aquella que una vez expresó, sin formación académica pero con sabiduría llana, mi abuelo: «los mayores terroristas del mundo son los Gobiernos».
Sin embargo, la novela tropieza en la escritura. El estilo, irregular y a ratos descuidado, abusa de expresiones coloquiales que restan peso a los asuntos tratados, que son siempre graves. Verbos como «pillar» o frases como «montar un pollo» surgen tanto en los diálogos como en la voz del narrador, rompiendo el tono y aplanando la atmósfera. Algunos ejemplos: «En ese momento aparece el helicóptero de la Guardia Civil. El ruido lo pilla inmerso en sus reflexiones»... «El revés sufrido en los planes debió pillar a su pupilo en un mal momento»... «Tabone e Izaskun siguen conversando con la misma dinámica zalamera de las últimas horas. Hacen bromas, parecen ajenos a los problemas terrenales, y él la pilla dirigiéndole una mirada de esas que derriten». También se usa de manera inadecuada el término «A Coruña» en vez de «La Coruña». Reflejo todo ello de los tiempos que vivimos, conformados por una mezcla de corrección política y estupidez.
Además, el tratamiento de ciertos personajes, como Lorna, roza lo caricaturesco, con descripciones más propias de una revista de moda que de una novela de espionaje. ¿Qué añade a la intriga saber que su perfume tiene toques de mandarina o que se siente como Jennifer Aniston en Friends? Y cómo no hablar de Prieto, inspirado en un guardia civil infiltrado en un grupo de extrema derecha, que aunque fue maltratado por el servicio español, resultó un héroe al impedir un supuesto intento de atentado. De ETA, en cambio, no se nos informa de su ideología, y parece que no exista eso de la extrema izquierda. Señales que indican quién manda en nuestros días, qué ideas predominan o a quiénes no se debe desagradar. Y es que cuando se quiere ser comercial, hay que arrimarse al sol que más calienta.
Por otra parte, el texto, que pretende ser una crítica implícita al poder, cae en cierta ambivalencia moral. Si bien se denuncian ciertas actitudes —como la sumisión del CNI frente al Mossad—, se blanquea de forma casi sistemática el accionar de los protagonistas. Espías que, aunque atormentados, se nos presentan siempre como leales, íntegros, víctimas de un sistema que los utiliza y luego los olvida. Esta mirada compasiva, cuando no heroica, resulta insuficiente frente a las implicaciones éticas del trabajo clandestino. El propio autor, a través de uno de sus personajes, afirma que «los juicios morales están fuera de lugar en el espionaje»; aunque otros lo contradicen, sugiriendo que hay líneas rojas, acciones y decisiones inaceptables.
En definitiva, Líneas rojas no es un libro ni muchos menos redondo. Su mayor virtud es la trama, que se desarrolla con ritmo sostenido y culmina en un desenlace inesperado y eficaz. Hay tensión, hay intriga y hay, también, el mérito de abrir ciertas puertas que el poder prefiere mantener cerradas, como la implicación de los gobiernos en asuntos turbios. Pero eso ya lo sabe todo el mundo, y, además, esa ambición no se ve del todo correspondida por su factura literaria. En resumidas cuentas, es una novela que informa más de lo que conmueve, que denuncia sin llegar a molestar, y que entretiene sin dejar huella.
Por todo ello, se trata de una lectura recomendable para quienes buscan una aproximación divulgativa y novelesca al mundo del espionaje español, pero no para quien espera rigor estilístico y complejidad narrativa. Personalmente, no volvería a leerla. Sobre todo porque sus conclusiones no me satisfacen. Y es que si, como afirma uno de los personajes de la novela, «un país se defiende desde las alcantarillas, no discutiendo órdenes», lo único que queda claro es que las alcantarillas españolas llevan varias décadas consolidando un régimen que en vez de mirar por el bien de los españoles, nos está perjudicando, por no decir tratando como ratas de laboratorio, hasta límites solo contemplados en las novelas distópicas.
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